SERMÓN PARA LA DOMÍNICA SEGUNDA DE ADVIENTO


SEGUNDO DOMINGO DE ADVIENTO

R. P. Juan Carlos Ceriani
 

Y habiendo oído Juan en la cárcel las obras de Cristo, envió a dos de sus discípulos, y le dijo: ¿Eres Tú el que ha de venir o esperamos a otro? Y respondiendo Jesús, les dijo: Id y anunciad a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados, y bienaventurado el que no fuere escandalizado en Mí.

Después que se marcharon ellos, comenzó Jesús a hablar a las turbas acerca de Juan. ¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿A una caña agitada por el viento? ¿A un hombre vestido de ropas delicadas? Mirad, los que visten ropas delicadas están en las casas de los reyes; pero ¿qué fuisteis a ver? ¿A un Profeta? Aun os digo y más que a un Profeta, porque éste es de quien está escrito: Mira: Yo envío a un ángel mío ante tu rostro, y éste preparará tu camino delante de ti.

Como he dicho el domingo pasado, durante el Tiempo Litúrgico de Adviento nos detendremos sobre la Persona adorable de Jesús, considerándola según los principales aspectos con que se nos ofrece en los Evangelios. Recuerdo que para este estudio utilizo, principalmente, la precisa y bella doctrina del Cardenal Isidro Gomá y Tomás, Primado de España.

De los rasgos y cualidades del Redentor prometido y el Juez esperado ya hemos analizado el de Hijo de Dios, Hijo del Hombre y Mesías.

Hoy nos detendremos en el atributo de Jesús Maestro y Profeta.

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JESÚS MAESTRO

El Mesías debía ser Maestro de los hombres.

Es un hecho la elevación de nuestros primeros padres a un orden sobrenatural que importaba, por lo que al pensamiento respecta, la revelación, por parte de Dios, de un cúmulo de verdades que el hombre por sí solo jamás hubiese podido alcanzar.

Dios lo creó en santidad de verdad, es decir, en posesión de una verdad santa que iluminaba con destellos divinos su inteligencia, que por ello quedaba unida con la misma inteligencia de Dios.

El pecado acarreó sobre el hombre toda clase ruina; pero la primera de todas fue la ruina de su inteligencia.

Dios no sustrajo del pensamiento del hombre las divinas verdades que en él había depositado; pero la falta de comunicación directa con Dios, la profunda herida que en su parte superior recibió el hombre y las mismas pasiones que se sustrajeron al dominio de la razón, fueron las causas de que se adulterara y perdiera la revelación primera y de que al imperio de la verdad, clara y plena, sucediera el reino del error.

No dejó Dios, en el decurso de la historia, que pereciera por completo su verdad, ni dejó a la humanidad entregada a sus solas fuerzas. Dios se hizo un pueblo, el de Israel, con el que mantuvo comunicación constante durante varios siglos, revelando su verdad divina a los Patriarcas y Profetas, que a su vez la comunicaban al pueblo.

De este modo se mantuvo la noción del Dios verdadero y las obligaciones del hombre para con Él, hasta que llegase la plenitud de los tiempos prometidos, en que viniese a la tierra el Enviado de Dios y llenase otra vez personalmente de la divina verdad el pensamiento humano.

Esta es la exigencia fundamental del magisterio del futuro Mesías. La redención importa la restauración del orden primero: y la restauración no era posible sin que se reanudara otra vez la relación intelectual del hombre con Dios, porque la inteligencia es la facultad fundamental y normativa de la vida del hombre.

Al magisterio circunstancial de los enviados de Dios debía seguir el magisterio del Doctor por antonomasia que había Dios de enviar en su nombre a los hombres.

El Mesías había de ser la culminación de este magisterio, que debía ser lleno y definitivo. Después de la revelación del Nuevo Testamento ya no habrá más revelación que la que Dios haga de Sí mismo a sus elegidos en el reino de la verdad, absoluta y eterna.

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En los siglos premesiánicos era un anhelo universal el de la venida de un Maestro que disipara las tinieblas del pensamiento humano.

La institución del profetismo no fue más que supletoria y preparatoria del magisterio universal y eterno del Maestro divino que debía venir al mundo.

Un profeta, según locución de las mismas Escrituras, no es sólo el que anuncia las cosas venideras, sino que es el intermediario, el que expresa el pensamiento de otro. El Mesías será el profeta de Dios. Los profetas del Antiguo Testamento no fueron más que los mensajeros del Profeta por excelencia. De hecho, los Evangelistas llaman a Jesús Profeta.

El Mesías debía ser el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros, Verdad esencial que debía comunicarse a los hombres por un magisterio personal.

El futuro pueblo de Dios tendrá a perpetuidad un Maestro que le guíe; vendrá ungido con la plenitud de los dones de la sabiduría del Espíritu, y será un predicador acérrimo de la verdad divina; será maestro que adoctrinará a los débiles de entendimiento.

Tan arraigada estaba la convicción del magisterio del Mesías entre el pueblo judío que, cuando se acercan los tiempos mesiánicos, se espera una explosión de la verdad que llene con su claridad el pensamiento del hombre.

La voz de la Samaritana, en su coloquio con Jesús, es la voz apremiante de todo Israel: Sé que llega ya el Mesías, que se llama Cristo, y cuando Él llegue, nos lo declarará todo.

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En el Evangelio, el primer aspecto que se nos ofrece es el de Jesús Maestro. Los discursos de Jesús ocupan en ella las tres cuartas partes.

Es frecuente en los Evangelios el apelativo rabbí aplicado a Jesús. El Rabbí es un maestro; es nombre de grandeza, de pensamiento, de sabiduría, de palabra. Jesús, que rechazaba los honores que para sí buscaban los rabbí de su tiempo, no rechaza el calificativo de maestro, antes lo aprueba y acepta.

Los más clamorosos episodios de la vida de Jesús se deben al ejercicio de su magisterio.

Por él le siguen las multitudes al desierto, dando ocasión al milagro de la multiplicación de los panes.

Porque en la sinagoga de Nazaret, donde era de todos conocido, se aplica las palabras de Isaías relativas a la plenitud de la sabiduría del futuro Mesías, se declara el pueblo tumultuosamente contra Él.

Sus enseñanzas son las que suscitan la envidia y el encono de escribas y fariseos, ocasionándose aquellos choques, que podríamos llamar de escuela, en que la astucia y la sabiduría de los doctores de la ley se estrellan contra la palabra, alta y serena, de Jesús.

Por su predicación es acusado, prendido, juzgado y condenado.

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Jesús es el Verbo del Padre, la Sabiduría, la Idea substancial, Luz de Luz, Palabra eterna de Dios, que vino a ponerse en contacto con el pensamiento del hombre para que éste reentrara otra vez en el campo de la verdad de Dios.

Esta divina misión de orden intelectual está soberanamente indicada en los Evangelios. Jesús es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene al mundo.

Es la Luz, es decir, la Verdad substancial, que no estaba en el mundo y que a él quiso venir: Yo, luz, vine al mundoYo soy la luz del mundo, dice el mismo Jesús.

Bajo este aspecto, difiere profundamente la misión de Jesús de la de los Profetas enviados por Dios. Estos no son más que los intermediarios entre Dios y los hombres; Jesús es el mismo Dios que habla a los mortales.

En el Antiguo Testamento era de ordinario un solo hombre, el Profeta, el que recibía la comunicación intelectual de Dios, y luego les decía a los demás hombres, en el nombre de Dios que le había hablado.

Jesucristo representa la etapa nueva y definitiva del magisterio de Dios para con el hombre. La función de su Magisterio es esencialmente teologal, porque es función del mismo Dios que enseña cosas divinas a los hombres. Es la culminación de la función doctrinal de Dios que ya no habla por medio de puros hombres, sino que se hace hombre para enseñar a los hombres.

Por ello San Pablo se goza en la descripción de este Magisterio del Hijo de Dios, diciendo: Habiendo Dios hablado en otros tiempos a los Padres muchas veces y en diversas formas, nos ha hablado en estos últimos días por su Hijo, al cual constituyó heredero de todo, por quien también hizo los siglos.

La aparición de Jesús en la historia humana es la gran teofanía de los siglos, porque es la máxima manifestación de Dios, en su forma más directa, porque es personal; y más eficaz, porque la palabra, sobre todo si es elocuente como la de Jesús, es el mejor vínculo del pensamiento.

El Magisterio divino de Jesús es preparación y preludio de la visión definitiva de la Verdad esencial en la gloria bienaventurada.

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La inteligencia humana de Jesús recibe directamente la luz de la misma inteligencia de Dios, porque Él mismo es el Verbo del Padre y una misma cosa con el Padre.

De aquí proviene esta claridad estupenda del pensamiento de Jesús: es la misma claridad del pensamiento de Dios, porque Jesús no habla de lo suyo, sino que todo lo que habla se lo ha dicho el Padre.

Y de aquí deriva asimismo la profundidad insondable de su doctrina. Con todo, la diafanidad del pensamiento de Jesús es una de las notas de su elocuencia, hasta el punto de que jamás ningún hombre haya podido igualarle en vaciar en fórmulas transparentes una doctrina que por su fuerza y profundidad ha podido llenar la inteligencia humana de todos los siglos.

Esta misma fuerza sintética de su pensamiento, ayudada de sus poderosos auxiliares, la sensibilidad y la imaginación, afinadas en la minuciosa observación de la naturaleza y de la vida, le permiten a Jesús emitir sus ideas en forma sentenciosa, tan recia de contenido como ceñida de expresión.

La fuerza ideológica contenida en esas fórmulas, fáciles de comprender y de retener, ha contribuido, al popularizarse entre los seguidores de Cristo, en la sucesión de los siglos, a entrañar en la masa de los creyentes la enseñanza dogmática y moral que muchas de ellas encierran. Son como centros luminosos que sirven de punto de referencia al pensamiento cristiano.

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Entre los caracteres de la elocuencia de Jesús debemos señalar, entre otros, la originalidad, que dio a su predicación un carácter totalmente distinto de las peroraciones de los escribas de su tiempo.

Ceñíanse éstos a la glosa material, a veces pueril de las Escrituras; género de elocuencia servil y sin vuelo, por falta de horizontes intelectuales y por el mezquino espíritu que informaba a los intérpretes de la ley.

Jesús se movía, en cambio, en amplísima y diáfana atmósfera intelectual y moral, lo que daba mayor holgura, frescor, viveza y fuerza a sus enseñanzas.

Comparado Jesús, bajo el aspecto de la originalidad, con los famosos oradores de todos los tiempos, tiene un puesto único en la historia de la elocuencia, no sólo por la absoluta peculiaridad de sus enseñanzas, sino por su método y por la forma literaria de sus discursos.

Habla al pueblo, pero jamás ejerce de tribuno de la plebe, porque no utiliza los recursos pasionales sino en el sentido del bien; ni halaga a las multitudes, sino que las obliga a aceptar doctrinas difíciles y preceptos penosos.

Educa a las inteligencias, altas y bajas, sin adoptar jamás las fórmulas ampulosas de la academia. No reviste sus discursos de aparato científico, pero es inflexible en su lógica, oportunísimo en la réplica, siempre concreto, preciso y vivo, jamás vacilante ni vago de pensamiento.

La autoridad es otro de sus caracteres. Ella le hace superior a todo prejuicio de escuela, y da a sus disertaciones ese carácter magistral y absoluto, que no sólo no se compadece con la doctrina de sus contrarios, sino que importa muchas veces su reprobación enérgica.

Este carácter asertivo, categórico, de sus enseñanzas aparece en estas palabras del Evangelio: Les hablaba como con poder para ello, y no como los escribas. Por ello le admiraban las turbas.

Otro de los caracteres de la elocuencia de Jesús es la universalidad, que ha hecho de sus discursos y de la doctrina que contienen el patrimonio intelectual de todos los hombres, de todos los lugares y de todo tiempo.

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JESÚS, PROFETA

La profecía es en Israel una institución divina, complemento y sostén de las demás instituciones, y como la médula de la teocracia.

La profecía es una participación de la ciencia y del poder de Dios, y el profeta un representante de Dios mismo, cuya misión será iluminar, en nombre de Dios, los caminos de Israel enseñándole la verdad, notificándole sus deberes, arguyéndole por sus extravíos, amenazándole en sus prevaricaciones, promulgando los castigos divinos; y esto a todo Israel, a los reyes, a los sacerdotes, al pueblo. Sobre todos ellos estaba el profeta cuando ejercía las funciones de tal.

Es espléndida la serie de los profetas de Israel y divina de verdad la obra que en el pueblo de Dios realizaron. Sus nombres forman un catálogo de hombres extraordinarios, sin igual, ni siquiera análogo en ninguna otra civilización.

Son ellos los instrumentos de la Revelación divina, escogidos por Dios y puestos en contacto con el pensamiento de Dios para que oficialmente comunicaran al mundo la divina palabra.

Por aquí venía a la tierra la luz del cielo. Fue el profetismo de Israel como la prolongación de aquellas antiguas teofanías o manifestaciones directas de Dios al hombre, en las que Dios manifestaba, de una manera sensible y en forma más o menos clamorosa, su pensamiento y su voluntad.

Así se iba llenando paulatinamente el pensamiento del hombre de las cosas de Dios; se dilataban y esclarecían los horizontes de la Verdad divina; se vislumbraba el futuro reino de la verdad en que la ciencia del Señor llenaría la tierra; y sobre todo se dibujaba, cada vez con mayor precisión la figura del gran Profeta que debía enseñarles a los hombres todas las cosas.

Cuando se acabe la visión profética en el pueblo de Dios, hacia el siglo v antes de Jesucristo, en que Malaquías cierra la serie de profetas escritores, crecerá en el pueblo de Dios el ansia de que venga por fin el gran Profeta, y todos le mirarán, al Mesías futuro, como el Profeta único que prometió Moisés.

Él debía ser el complemento de todos los profetas, y Él debía realizar todas las profecías del Antiguo Testamento.

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El doble carácter de Mesías e Hijo de Dios constituye a Jesús Profeta sobre todos los profetas.

En cuanto Mesías, reviste el carácter de Enviado de Dios para la restauración de la teocracia, no en el sentido terrenal y político, como pudo enseñar la teología y la exégesis de las escuelas posteriores al destierro de Babilonia, sino en el sentido de una constitución de carácter espiritual y divino, que importaba una real conmoración de Dios entre los hombres.

Para la restauración definitiva y eterna que debe implementar el Reino mesiánico, era preciso que el Mesías tuviese la plenitud de la unción profética, para enseñarles a los hombres todas las cosas, con la plenitud del poder para plasmarlas todas, en la realidad de la vida humana, según las exigencias del nuevo Reino, tal como Dios quería implantarlo en la tierra.

En este sentido podemos decir que, si el profetismo de Israel fue el complemento de la realeza —porque fue un poder espiritual que representaba el pensamiento de Dios y lo imponía a los reyes y al pueblo—, el Mesías debía ser un Profeta-Rey, en el que ambos títulos se refundiesen para gobernar en la verdad la vasta monarquía de los espíritus.

En cuanto Hijo de Dios, Jesús tiene asimismo la plenitud de la unción profética por la unión íntima de la naturaleza humana a la Persona del Verbo de Dios. No puede darse un contacto más permanente, más íntimo, más total de la inteligencia humana con la divina que en esta unión substancial de la criatura humana con la Inteligencia de Dios, que es el Verbo.

En Cristo están todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, y en virtud de su misión pudo decirles Jesús a los hombres con imperio: Esto dice el Señor.

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Una de las funciones de los profetas, y bajo este único aspecto vulgarmente se les conoce, es la predicción de sucesos venideros que no pueden ser conocidos por medios naturales.

También fue Jesús profeta en este estricto sentido. Sus profecías fueron numerosas: muchas de ellas realizadas ya en tiempo de los mismos apóstoles que pudieron oírlas de labios del gran Profeta; otras cuya realización atestigua la historia de los siglos siguientes; y otras, relativas al fin del mundo y las señales que le precederán.

Jesús predijo su pasión y muchas de sus circunstancias con precisión suma. También predijo sus futuras exaltaciones, inverosímiles después de tanta afrenta.

En orden a su grande obra, la Santa Iglesia predijo su fuerza que hará no prevalezcan contra ella las fuerzas del infierno; su universalidad; que la mayor parte de los judíos serán rechazados de la Iglesia; que se levantarán contra ella falsos profetas; con todo, que será el Evangelio anunciado a todo el orbe.

En el orden político y religioso de Israel, predijo la destrucción y dispersión del pueblo y que Jerusalén sería hollada por los gentiles.

Quedan aún por cumplirse una serie de profecías: las relativas al fin del mundo y al Segundo Advenimiento del Hijo del hombre, con todos los episodios, de orden humano y cósmico, que les precederán.

El gran Profeta Jesús es el centro del Reino de Dios: del reino de la teocracia de Israel que le esperaba; del reino espiritual de la Iglesia, fundada sobre su palabra; del reino eterno de los cielos, adonde estará sentado a la diestra del Padre recibiendo las adoraciones de sus escogidos.

El Profeta anunciado por Moisés, que vino en la plenitud de los tiempos y que predijo las grandes cosas de los últimos días, no faltará a su palabra: se cumplirán todas, porque Él ha dicho: Pasarán el cielo y la tierra, pero mis palabras no pasarán.

TOMADO DE RADIO CRISTIANDAD

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