Callar pecados mortales en la confesión, (un horrible ejemplo) – Por el P. Fr. Andrés Ma. Solla García

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En la provincia de Güeldres hubo una mujer que por espacio de once años calló en la confesión un pecado de deshonestidad que había cometido. Pasando por el pueblo en que vivía esta mujer, dos religiosos de la Orden de N. P. Santo Domingo, uno Sacerdote y otro lego, se acercó al primero, creyendo ocasión oportuna de confesar a aquel desconocido el pecado que tantas veces había callado, y le pidió que la oyese de confesión. Accedió gustoso el religioso y mientras la confesaba, el compañero permaneció en oración en la misma iglesia, y luego observó que mientras aquella mujer se confesaba salían de ella muchas y asquerosas culebras, y que una más disforme y asquerosa que las demás, asomaba de cuando en cuando la cabeza para salir, más  luego volvía a recogerse, y que cuando se hubo recogido del todo al terminar la confesion, todas las demás que habían salido volvieron a entrar en aquella mujer. Acabada la confesion, los dos religiosos siguieron su camino, y andadas algunas millas, el religioso lego refirió al otro la visión que había tenido en la iglesia. Este sospechó al momento lo que aquella visión significaba, y determinó volver atrás con el objeto de decir a aquella mujer que volviese al confesonario, más al llegar al pueblo luego les dieron la infausta noticia de que aquella mujer muriera de repente al entrar en su habitación. Consternados los religiosos al oírlo, determinaron pasar tres días en ayuno y oración, pidiendo a Dios que se dignase manifestarles el estado de aquella alma en el otro mundo. En la noche del tercer día se les apareció aquella infeliz mujer rodeada de abrasadoras llamas, y arrastrada por un demonio en figura de horrible dragón; al rededor del cuello tenía enroscadas dos serpientes que la oprimían la garganta y le mordían cruelmente los pechos; en la cabeza una víbora horrible que la punzaba sin cesar; en los ojos dos sabandijas asquerosísimas que la roían sin descanso; en los oídos saetas encendidas que la penetraban hasta el cerebro; de su boca salían llamas de fuego, y dos monstruosos perros la atenazaban y mordían continuamente las manos y los pies, atados con cadenas de fierro candente; y dando un espantoso grito, dijo: ¡Ay de mí! Yo soy la misma desventurada mujer que habéis confesado hace tres días! Aquellas asquerosas culebras que salían de mí, eran los pecados que iba confesando, y aquella otra más disforme era figura de un pecado deshonesto que siempre he callado por vergüenza en las confesiones. Al ver en vos un confesor desconocido intenté confesarlo, pero él demonio me sugirió tal vergüenza que volví a callarlo como siempre. Por eso ha visto vuestro compañero que al terminar la confesion se recogió definitivamente, y con el volvieron a mi todos los demás que había confesado. ¡Ay¡ y ¡cuánto me atormentan ahora y cuan fácilmente pude confesarlos todos y salvarme! Pero cansado Dios de sufrirme tantos pecados y sacrilegios, me mandó una muerte repentina, y me arrojó a los infiernos, en donde soy atormentada horrorosamente por los demonios en figura de horribles animales.
   Esta víbora que traigo en la cabeza es un demonio que me atormenta espantosamente por mi orgullo y soberbia, y por la vanidad y esmerado cuidado en adornarme para servir de lazo a las almas de los jóvenes incautos y lascivos; las sabandijas que me roen los ojos son otros dos demonios que me atormentan sin cesar por mis miradas impuras y libidinosas; estas saetas encendidas me traspasan los oídos, por haber puesto atención y escuchado con gusto murmuraciones, palabras torpes y canciones deshonestas; estas serpientes que traigo enroscadas al cuello son también otros dos demonios que me ahogan la garganta y me muerden los pechos, por haberlos llevado siempre con poco recato, y a veces de un modo provocativo, por los abrazos deshonestos que he admitido, y por las alhajas y preseas con que excesivamente me he adornado; estos perros rabiosos me atenazan las manos y los pies por mis malas acciones y tocamientos impuros, por mis bailes y paseos a los sitios en que se ofendía a Dios; pero lo que más me atormenta sobre todo esto, es este formidable dragón que me arrastra. Esteme roe y despedázalas entrañas, me punza el corazón, me aprieta y atormenta en todos los miembros que han servido a la iniquidad, me recuerda todos mis pecados, y por cada especie de ellos me da un tormento particular insufrible.
   ¡Desgraciada de mí! ¡Ya no tengo remedio! ¡Para mí se acabó ya el tiempo de la misericordia! ¡Ay! ¡Y cuan fácilmente pude salvarme! ¡Oh maldita vergüenza que me has abandonado para pecar, y me has atado para confesarme! Dicho esto dió un grito espantoso, abrióse la tierra, y el horrible dragón la arrastró consigo a los infiernos, en donde sus tormentos jamás tendrán fin.
   ¿Y qué ha de ser de ti oh cristiano, que esto lees, si por tu desgracia has callado algunos pecados en la confesion, y no té resuelves a confesarlos cuanto antes? ¿Qué ha de ser de ti si al momento no reparas por medio de una confesion general, tantos pecados, tantos sacrilegios como has cometido? ¿No temes que te suceda lo que a aquella desventurada mujer? Ella había callado un solo pecado mortal, y por más que confesó los demás, ninguno le fué perdonado, y por todos es y será eternamente atormentada en los infiernos. Otro tanto te sucederá a ti seguramente si la muerte te sorprende en ese mal estado. ¡No lo permita Dios!

“EL GRAN LAZO DEL INFIERNO”

Visto en: San Miguel Arcangel

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P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN DEL SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

SEGUNDO DOMINGO DE CUARESMA

Tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la nieve. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con Él.

Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.

Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: Levantaos, no tengáis miedo.

Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.

Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.

¿Cuál es la intención de la Iglesia al leer el mismo fragmento evangélico ayer, Sábado de Cuatro Témporas, y hoy, Segundo Domingo de Cuaresma? ¡Y qué Evangelio! ¡Qué poco consuena con el ambiente cuaresmal!

¿Por qué nos muestra el divino Redentor su gloria, cuando nosotros estamos rumiando el recuerdo de su humillación?

¿Será la Iglesia fiel transmisora de los pensamientos de Jesucristo, al colocar el Gólgota tan cerca del Tabor, al unir estos dos montes tan estrechamente de modo tal que el uno parece estribación del otro?

Hace cinco años expliqué que Jesucristo quería confirmar a sus Apóstoles en la fe del Verbo Encarnado: que como Hombre, debía padecer…; y como Dios, había de resucitar…

De ese modo, con una muestra de la Resurrección (un misterio glorioso), quiere prepararlos para que acepten el escándalo de la Pasión. Quiere hacerles entender (y hacernos comprender a nosotros) que después del pecado original no hay Resurrección ni Glorificación sin Cruz… Pero que, ya que hay Resurrección y Glorificación, no debemos temer la Pasión y la Cruz…

Y para que los Apóstoles confiasen en Nuestro Señor y no temiesen seguir a Jesús en las persecuciones, en los tormentos, en la muerte, así como en las tentaciones, pruebas y cruces, Dios Padre les dice: “escuchadle”.

Esta voz divina, voz que se oye en medio de una espléndida teofanía, que se oye en un momento en que en la cumbre del monte Tabor se halla representada toda la historia religiosa de la humanidad, esta voz del Padre es la consagración de la suprema ley del cristianismo: la ley de las humillaciones y del dolor para llegar a la gloria… Antes de llegar al monte Tabor es necesario pasar por el monte de Getsemaní y por el monte Calvario… No hay glorificación sin agonía y cruz.

Así como la transfiguración se ordenaba a confirmar la fe en la divinidad de Jesucristo y preparar a los Apóstoles para la Pasión, del mimo modo los consuelos espirituales tienen por finalidad hacernos sobrellevar las purificaciones y a ellas nos orientan.

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Este año me remitiré a la narración evangélica, que nos dice que primero Jesús subió al Tabor, para escalar luego el Gólgota. Primero se transfiguró, para luego poder vencer al demonio y al mundo por la Cruz.

Por lo tanto, no sería posible subir al Gólgota, pisotear el mundo, triunfar en las luchas del dolor como lo hizo Jesucristo, sin haber estado antes en la cumbre del Tabor.

De modo que la Santa Iglesia presenta ayer y hoy este pasaje evangélico, no para arrojar algunos rayos de la gloria de Jesús en medio de la noche de la Pasión, sino para indicarnos el camino que nos conduce, por el Tabor, al Gólgota.

Este es el camino por el cual entra Cristo en su gloria… Hay que pasar por el Tabor, si es que queremos llevar la cruz con Cristo.

Jesús ora y se transfigura vistiéndose de gloria. ¿Cuál es el significado de este hecho?

Regularmente recordamos que Cristo llegó al monte de la Ascensión pasando por el Gólgota, mas no paramos mientes en que llegó al Gólgota pasando por el Tabor.

Pudo triunfar en la lucha, porque el mal, el sufrimiento, el tormento se transfiguraban en su alma. Su alma se hallaba y vivía en plena luz; por esto pudo vencer las tinieblas.

En el Tabor reveló la elevación de su alma, su unión con Dios.

Nos enseña el trabajo espiritual, mediante el cual podemos levantarnos por encima del mundo, del tiempo, de la miseria, de la caducidad y debilidad; un trabajo con que podemos librar nuestro corazón, despegarlo del llano; un trabajo con que podemos conservar el vigor del alma en la reacción contra el mal, y trabajar con alegría incluso en medio de la tristeza; un trabajo capaz de intensificar nuestros esfuerzos, deseos y luchas.

Este trabajo es la oración. Así debemos llenarnos de pensamientos divinos y santo entusiasmo.

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¿Qué significa, entonces, el monte Tabor? Significa el esfuerzo del alma, su afán de llegar a Dios; significa esa sublimidad festiva de los pensamientos que logramos con la oración, de esos pensamientos que se ciernen sobre el alma como el águila sobre los peñascos cuando, extendidas las alas, sin moverlas siquiera, flota en el cielo azul.

Por efecto de estos pensamientos grandes se transfigura el alma, se hace más pura, resplandeciente y noble.

El monte Tabor significa esta transfiguración del alma. Las almas que así se transfiguran, serán capaces de reunir las energías necesarias para vencer al demonio y al mundo mediante la cruz…

Estas almas serán capaces de la ingente labor que han de llevar a cabo la razón y el corazón, mientras vamos subiendo, del llano del pensar mundano, hacia las cumbres…

El hombre ha de poner tensos su razón, sus pensamientos, su corazón, sus sentimientos, si anhela escalar las cumbres. Debemos dedicar un trabajo duro a nuestro mundo espiritual, si es que queremos encumbrarnos.

Tienen una aplicación exacta en este punto las palabras del salmo: ascensiones disposuit in corde suo —ha dispuesto en su corazón los grados para subir—. Es el alma quien ascendit, quien va subiendo por los peldaños, después de despegarse del llano de este mundo.

Así se comprende que, ahora como entonces, Jesús no responde nada a la invitación de San Pedro…; calla delante de todos los que sólo están a gusto con Él cuando les regala con dulzuras en el Tabor.

Jesús sólo responde a los que, transfigurados como Él por la pobreza, el dolor y la humillación, van a Getsemaní y al Calvario

Responde a los que, con el mismo apresuramiento de San Pedro en el Tabor, le dicen: ¡Bien se está aquí, Señor!; ¡déjame estar así transfigurado en la pobreza, el dolor y la humillación todo el tiempo que Tú quieras!

Sólo a estos responde Jesús…; pero, ¡qué respuestas de dulzuras inefables, de esperanza de cielo y de fortaleza inaudita suele dar en esos momentos!

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Mas no basta el ascenso para hallarse en el Tabor. Quizá creamos que vamos progresando, y no somos sino unos sonámbulos que siempre vuelven al punto de partida, si nos faltan las otras dos características de los que se hallan en el Tabor: el pensamiento festivo y la transfiguración.

Hablar del pensamiento festivo significa que el pensamiento toma posesión de nosotros como celebrando fiesta.

Así llegaron los tres Apóstoles a la cima del monte; y desde allí extendieron la mirada sobre el mundo soñoliento, nebuloso, polvoriento…; y se alegraron de haberlo abandonado.

Es el placer que nos embarga el estar allá, en la cima, por la impresión de libertad y sublimidad.

Nos sentimos libres, nos parece dominar el mundo; nos agrada esa libertad sin límites.

El hombre ha de lograr, mediante los pensamientos solemnes y festivos, una libertad sublime: sólo Dios domina ya en su alma y el hombre se domina a sí mismo y triunfa del mundo.

Festivo y dominante será el pensamiento, si logra guiarnos; festivo y dominante será el sentimiento si nos llena y colma de dicha.

Pero esto no es suficiente… Falta la segunda característica: la transfiguración.

Podemos haber llegado a la cima del Tabor…, y no habernos transfigurado en otro hombre.

Y, sin embargo, es lo que habría tenido que suceder…

Allí están Pedro, Santiago y Juan… Estaban festivos… ¡Qué bien se está aquí!… ¡Hagamos tres tiendas!…

Aún no habían sido transfigurados… Esto llegará el día de Pentecostés…

El hombre se transfigura cuando está ardiendo, cuando se funde…

Entonces, la dulzura del Señor le llena el alma…

Entonces se saborean los consuelos de los cuales dice San Pablo: sobrepujan a todo entendimiento.

Con estos sentimientos, con esta transfiguración, podemos vencer las mayores dificultades y olvidar todos los goces del mundo.

Cuando llegamos a la cima del Tabor espiritual, si luego nos vemos cargados de una cruz, también la subiremos al otro monte, al Gólgota, pasando previamente por el Huerto de Getsemaní…

¿Podremos hablar de alegría y libertad, si nos apegamos a todo aquello de lo cual tendríamos que librarnos? ¿Podrá nuestro corazón rendir homenaje festivo a Dios, si rinde homenaje a muchos otros sentimientos?

¡No! No son éstas las huellas de la gracia. Pero…, vestigia terrent… Estas huellas espantan…

Todas las otras se dirigen hacia abajo… Bajan del monte y no suben…

Mas nosotros queremos subir…

Por lo tanto, hemos de luchar, trabajar y orar.

Nos hemos decidido a subir al Gólgota; por esto hemos de procurar escalar antes el Tabor.

No nos sostendremos en medio del padecimiento y del sacrificio, si no escalamos con alegría y entusiasmo el Tabor…

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Con el alma enardecida por la oración, se transfiguró Jesús: y mientras estaba orando apareció diversa la figura de su semblante, dice San Lucas.

He ahí la transfiguración de quien siente la dicha de la unión con Dios: el cuerpo y la sangre, la pesantez y la oscuridad de la existencia terrenal se revisten de espíritu.

Trabajamos incansablemente para que el espíritu se irradie cada vez más sobre el cuerpo, sobre los instintos, sobre el trabajo… En nuestras oraciones trabajamos para transformarnos, para ser más puros, más nobles, más espirituales.

El primer paso del esfuerzo moral hacia la transfiguración en una oración humilde, fervorosa, intensa.

Cuando nuestra vida se transfigure, podemos exclamar con San Pedro: Señor, bueno es estarnos aquí; aquí en el alto monte de la elevación espiritual; aquí en la región de las iluminaciones divinas; aquí en la nube resplandeciente de la oración; aquí, lejos del mundo y cerca de Dios; es bueno, muy bueno estarnos aquí.

Y debemos aprovechar esta transfiguración de los consuelos. Mas no olvidemos que llegará el momento en que debamos bajar del monte y volver al mundo polvoriento, de áridas llanuras.

Bajemos, entonces, con el alma resplandeciente y llena del aire puro de las alturas.

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¿Y la otra transfiguración?…: Llevándose consigo a Pedro, y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse… y se postró en tierra, caído sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, no me hagas beber este cálizVolvió después a sus discípulos, y los halló durmiendo.

He ahí la Santa Faz que suda sangre; he ahí el derramarse del espíritu triste sobre el cuerpo; he ahí el estado de desconsuelo y oscurecimiento.

El hombre tiene horror a ese estado y se duerme…; se considera dichoso si puede olvidarse de sí mismo…

Jesucristo aun en trance tan amargo sigue orando, luchando; y se conforma con la voluntad santísima de Dios: Tú lo quieres, Señor mío; de tus manos acepto el cáliz; aunque no sienta consuelo, no me importa; tengo conciencia clara de las arras de la gloria; sé que el cumplir, en medio del desconsuelo, la voluntad divina es semilla de vida eterna y fuente de gracia.

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Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.

Levantaos, no tengáis miedo.

No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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Falleció Fabian Vazquez, Director de la Hermana Radio Cristiandad, en accidente automovilistico

Fabian Vazquez, Descansa en la Paz de Cristo !!!

(Transcripción de Radio Cristiandad)

LA RADIO ESTÁ DE LUTO

Lamentamos informar que en el día de hoy, aproximadamente a las 6,30 de la mañana, nuestro Director General, Mario Fabián Vázquez, sufrió un accidente vial en la localidad de General Pinto (Provincia de Buenos Aires) como resultado del cual perdió la vida.

Todos aquellos que sacamos tanto provecho de su apostolado, no podemos menos que agradecer a la Divina Providencia que puso en nuestro camino a una personalidad señalada.

Rogamos a todos nuestros lectores y a los oyentes de Radio Cristiandad, que eleven preces y ofrezcan misas por su alma. A su señora, Viviana y a su hijo, Ignacio, todas nuestras condolencias y el deseo de que Nuestra Madre del Cielo les procure una santa resignación.

Luis Ricardo Manzano

Director Ejecutivo

+MARIO FABIAN VAZQUEZ (Q.E.P.D)

Dale Señor, el descanso eterno,

y brille para el, la Luz Perpetua

Descanse en Paz, por la Misericordia de Dios

AMEN.

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Sobre el Ayuno y la Abstinencia

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Es una doctrina tradicional de la espiritualidad cristiana que el arrepentimiento, el alejarse del pecado y volverse a Dios, incluye alguna forma de penitencia, sin la cual al cristiano le es difícil permanecer en el camino angosto y ser salvado (Jer 18:11, 25:5; Ez 18:30, 33:11-15; Jl 2:12; Mt 3:2; Mt 4:17; He 2:38 ). Cristo mismo dijo a sus discípulos que ayunaran una vez que Él partiera (Lc. 5:35 ). La ley general de la penitencia, por lo tanto, es parte de la ley de Dios para el hombre.

PRÁCTICAS PENITENCIALES

La Iglesia, por su parte, ha especificado ciertas formas de penitencia, para asegurarse que los católicos, de alguna manera realicen, esta práctica, como lo requiere la ley divina. El Código de Derecho Canónico de 1917 especifica las obligaciones de los católicos en su Parte Segunda Título XIV denominado «De la Abstinencia y del Ayuno».

Canon 1250 – La ley de la abstinencia prohíbe comer carne y caldo de carne, pero no prohíbe comer huevos, lacticinios y cualesquiera condimentos aunque sean de grasa animal.

Comentario: El precepto de la abstinencia por ser negativo, obliga en todos los momentos del día, y, por lo mismo cuantas veces durante las veinticuatro horas se coma carne o se tome caldo de carne, otras tantas veces se peca, leve o gravemente según la cantidad, teniendo en cuenta que, aun cuando cada vez sea materia leve, puede llegar a pecado grave por la repetición, si la suma de todas ellas arroja la cantidad de una o dos onzas de carne (57 Grs.) o cuatro onzas (114 Grs.) del caldo en espacio de un día.

Canon 1251 –
1. La ley del ayuno prescribe que no se haga sino una sola comida al día; pero no prohíbe tomar algún alimento por la mañana y por la tarde, con tal que se observe, en cuanto a la cantidad y a la calidad, la costumbre aprobada en cada lugar.2. Tampoco está prohibido mezclar carne y pescado en la misma comida; ni cambiar la colación de la noche con la comida del mediodía.

Comentario: El precepto del ayuno, si se le quebranta un vez en materia grave, que también puede resultar de la suma de varias infracciones leves, como queda dicho de la abstinencia, ya cesa se obligar durante aquel día; de modo que por comer después varias veces no se cometen nuevos pecados contra el ayuno.

Canon 1252 –
1. La ley de la sola abstinencia se ha de observar todos los viernes del año.2. Obliga la ley de la abstinencia con ayuno el Miércoles de Ceniza, los viernes y sábados de Cuaresma y los tres días de la Cuatro Témporas, las vigilias de Pentecostés, de la Asunción de la Madre de Dios, de la Fiesta de Todos los Santos y de la Natividad del Señor.3. La ley de sólo el ayuno se ha de observar todos los restantes días de Cuaresma.4. Cesa la ley de la abstinencia, o de la abstinencia y del ayuno, o del ayuno solo, en los domingos o fiestas del precepto, exceptuadas las fiestas de caigan en Cuaresma, y no se anticipan las vigilias; cesa tambien dicha ley el Sábado Santo después de mediodía.

Comentario: Por decreto de la Sagrada Congregación del Concilio del 25 de julio del 1957, el ayuno y la abstinencia de la vigilia de la asunción se ha trasladado a la vigilia de la Inmaculada Concepción.

Canon 1254 –
1. Están obligados a guardar a abstinencia cuantos hayan cumplido los siete años de edad. 2. Obliga la ley del ayuno a todos desde que han cumplido veintiún años de edad hasta que hayan cumplido el sexagésimo.

Abstinencia

La ley de abstinencia exige a un católico desde los 7 años de edad y hasta su muerte, a abstenerse de comer carne los viernes, en honor a la Pasión de Jesús del Viernes Santo. Como carne se considera a la carne y órganos de mamíferos y aves de corral. También se encuentran prohibidas las sopas, caldos, cremas y salsas que se hacen a partir de ellos. Los peces de mar y de agua dulce, anfibios, reptiles y mariscos están permitidos, así como los productos derivados de animales como margarina y gelatina sin sabor a carne.

Ayuno

La ley del ayuno requiere que el católico, desde los 21 hasta los 59 años de edad, reduzca la cantidad de comida usual. La Iglesia define esta práctica como una comida principal más dos comidas pequeñas que sumadas no sobrepasen la primera en cantidad. Este ayuno es obligatorio el Miércoles de Ceniza, el Viernes Santo y los demás días indicados en el canon 1252. El ayuno se rompe si se come entre comidas o se toma algún líquido considerado como “comida” (por ejemplo batidos; pero está permitida la leche). Las bebidas alcohólicas no rompen el ayuno; sin embargo, se las considera contrarias al espíritu de hacer penitencia.

Consideraciones finales

Conviene indicar que las obligaciones de las que se habló en este artículo son jurídicas. Los fieles están obligados, desde el momento en que queda recogida en el Código de derecho canónico, por la fuerza de la norma. Vale por lo tanto esta consideración para hacer ver que, si bien muchas veces el cumplimiento de la norma no supone sacrificio y penitencia, no por ello los fieles puede ingerir estos alimentos. El fiel al que no le cueste sacrificio abstenerse de carne, ha de abstenerse de todas maneras: y entonces el valor de su acción será la de la obediencia a la norma de la Iglesia. No supondrá sacrificio, quizás, la abstinencia de carne o el ayuno, pero tendrá el mérito y el valor ejemplar de la obediencia a la ley y a la Iglesia.

Aparte de todos estos requisitos mínimos penitenciales, los católicos son llamados a imponerse algunas penitencias personales a sí mismos en ciertas oportunidades. Pueden perfectamente estar basadas en la abstinencia y el ayuno. Una persona puede aumentar, por ejemplo, el número de días de abstinencia. Algunas órdenes religiosas nunca comen carne. De la misma manera, es posible hacer más ayuno de lo requerido. La Iglesia primitiva practicaba el ayuno los miércoles y sábados. Este ayuno podía ser igual a la ley de la Iglesia (una comida principal más dos pequeñas) o aún más estricto, como sólo pan y agua. Este ayuno libremente escogido puede consistir en abstenerse de algo lícito de lo cual se gusta por ejemplo: confites, refrescos, etc. Esto queda a elección de cada individuo, siempre, en lo posible, aconsejados por un Director Espiritual.

VISTO EN: Cristo ¿Vuelve o no vuelve?

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P. JUAN CARLOS CERIANI: SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DE QUINCUAGÉSIMA

DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

Y tomó Jesús aparte a los doce, y les dijo: Mirad, vamos a Jerusalén y serán cumplidas todas las cosas que escribieron los profetas acerca del Hijo del hombre. Porque será entregado a los gentiles, y será escarnecido, y azotado, y escupido. Y después que le azotaren le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos no entendieron nada de esto, y esta palabra les era escondida y no entendían lo que les decía.
Y aconteció, que acercándose a Jericó estaba un ciego sentado cerca del camino pidiendo limosna. Y cuando oyó el tropel de la gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Y le dijeron que pasaba Jesús Nazareno. Y dijo a voces: Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí. Y Jesús parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Y él respondió: Señor, que vea. Y Jesús le dijo: Ve, tu fe te ha hecho salvo. Y luego vio, y le seguía glorificando a Dios. Y cuando vio todo esto el pueblo, alabó a Dios.

Mirad, vamos a Jerusalén… Esta es la tercera vez que Nuestro Señor predice y anuncia su Pasión a sus discípulos.

El primer anuncio fue después de la confesión de San Pedro en Cesarea de Filipo y la hizo en estos términos:

Desde entonces Jesús comenzó a declararles a sus discípulos que convenía que él, el Hijo del hombre, fuese a Jerusalén y padeciese muchas cosas, y que fuese desechado por los ancianos y por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, y que fuese entregado a la muerte, y que resucitase después de tres días. Y decía esto claramente.

Después de la estupenda confesión de San Pedro; de la clara afirmación de Jesús, que se llama a sí mismo Hijo de Dios y Mesías; del anuncio de una Iglesia gloriosa, obra del mismo Jesús; del vaticinio de las magníficas prerrogativas de San Pedro; y cuando humanamente eran de esperar días brillantes para la predicación del reino de Dios, súbitamente, sin transición, por vez primera señala el Señor la tremenda silueta de la Cruz, la predicción de su Pasión y muerte…

Había prohibido Jesús a los Apóstoles anunciar que Él es el Mesías. Una de las razones de ello, dada la ideología judía sobre el Mesías, fue sin duda evitar el escándalo y la decepción, cuando llegue, dentro de pocos meses, la muerte ignominiosa del Señor.

Pero los discípulos deben estar preparados para la tremenda hora: Jesús comenzó a declararles que convenía que Él, en propia persona, el Hijo del hombre, que acababa de ser confesado Hijo de Dios por San Pedro, fuese a Jerusalén, padeciese muchas cosas y le quitasen la vida.

El vaticinio era tan terrible como claro. Pudieron los Apóstoles presagiar los dolores de Jesús de algunos hechos singulares; pero todo ello fue ineficaz para sugerir la idea de la muerte de Jesús, porque en el Mesías todo debía ser glorioso.

Ahora ya no habrá dudas: el anuncio es categórico, sin ambages, ni metáforas.

Se lo anuncia inmediatamente después de haberles declarado su divinidad y de haberles dejado entrever la gloria de su Reino, en la tierra y en los cielos.

¿Por qué? Para que comprendieran que el sufrimiento es ley fundamental del Cristianismo, y que para llegar a la fruición de la divinidad es preciso sorber antes las aguas amargas del dolor.

El mismo Hijo de Dios quiso se cumpliera terriblemente en sí esta ley; no podrán sus discípulos escalar las alturas de la felicidad eterna sin antes salvar los durísimos caminos que a ella conducen.

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La segunda predicción de la Pasión es relatada por los Evangelistas de este modo:

Y habiendo partido de allí, atravesaban la Galilea, y no quería que nadie lo supiese; y enseñaba a sus discípulos. Y estando ellos en la Galilea, y maravillándose todos de cuantas cosas hacía, dijo Jesús a sus discípulos: Grabad en vuestros corazones estas palabras: El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres; y lo matarán, y, muerto, resucitará al tercer día. Mas ellos no entendían este lenguaje; y les era tan obscuro, que nada comprendieron, ni se atrevían a preguntarle sobre lo dicho. Y se entristecieron en extremo.

Luego de la Transfiguración, al pie del Tabor, donde había curado al joven poseso, se dirigió Jesús acompañado de sus discípulos a Cafarnaúm.

Se acercaban horas graves para el Señor, y aprovechó el tiempo para enseñar a sus Apóstoles, adiestrándoles para la labor futura. Para ello, al atravesar la Galilea lo hace como sigilosamente y evitando manifestarse públicamente.

Y estando ellos en la Galilea, de paso y como ocultamente, y maravillándose todos de cuantas cosas hacía, aprovechando este estado del alma de sus Apóstoles, que no salían de su asombro al ver el poder de Jesús, va a hablarles de su Pasión, para que comprendan que, siendo tal su poder, sólo libérrimamente podrá entrar en los dolores de la Pasión y morir.

Para ello reclama especial atención a lo que va a decirles: Grabad en vuestros corazones estas palabras, las que va a decirles, que importan un hecho en pugna aparente con la manifestación actual de su poder y con la gloria que recibe de los hombres.

La predicción es la misma que hizo Jesús en Cesárea de Filipo hacía pocos días, después de la confesión de Pedro, aunque con menos detalles.

El efecto producido por el terrible anuncio en el ánimo de los discípulos es doble. Por una parte, quedan desorientados y perplejos.

No estaban aún en condición de comprender el profundo misterio de la Cruz, verdad sobrenatural en que descansa toda la obra de Jesús. Y, sea que temiesen una repulsa semejante a la que recibió Pedro, sea que les espantase levantar el velo que ocultaba la terrible predicción, ni se atrevían a preguntarle sobre lo dicho.

Por otra parte, palpaban el sentido de las palabras y la realidad de la muerte de Cristo que en ellas se anunciaba, y bien que no podían penetrar el misterio de la muerte del Maestro, a quien creían Mesías e Hijo de Dios, ni la finalidad de la misma muerte, el amor que sentían por Jesús y el pensamiento de su muerte les llenó de profunda pena: se entristecieron en extremo.

Sin embargo, la lección dada a San Pedro en ocasión análoga ha aprovechado, y ya no se reputa cosa indigna del Cristo de Dios que sufra la muerte.

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El tercer anuncio es el que trae el Evangelio de este Domingo:

Iban su camino, subiendo a Jerusalén: y Jesús se les adelantaba, y se maravillaban, y le seguían con miedo. Jesús tomó aparte a los doce discípulos y comenzó a decirles las cosas que habían de acontecerle, y les dijo: Ved que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que está escrito en los Profetas sobre el Hijo del hombre. Y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, a los ancianos, y le condenarán a muerte. Y le entregarán a los gentiles para que les escarnezcan, y azoten, y sea escupido, y le crucifiquen; y después que le hubieren azotado le matarán, y al tercer día resucitará. Pero ellos ninguna de estas cosas entendieron, porque era lenguaje oscuro para ellos, y no entendían lo que les decía.

Pocos días faltaban para la definitiva consumación de la obra de Jesús. Una vez más declara la naturaleza de su Reino contra los prejuicios de que sus mismos discípulos estaban imbuidos.

Porque su Reino no puede conquistarse sino por la Pasión, la predice por tercera vez con todos sus detalles.

Y Jesús se les adelantaba, demostrando con ello que no sólo no temía la muerte, sino que con vivas ansias iba a sufrirla para cumplir la voluntad del Padre.

Los discípulos le seguían atónitos y temerosos. Era ello muy natural, pues no ignoraban el odio y las amenazas de los sacerdotes contra Jesús, y que habían puesto precio a su cabeza.

Fue en este emocionante momento que Jesús predice su Pasión por tercera vez: ya lo había hecho en Cesarea de Filipo y después de la Transfiguración.

Demuestra con ello Jesús no sólo que sabe lo que le ha de ocurrir en la capital, sino que todo ello está ordenado, ya desde la eternidad, por la santísima voluntad de Dios.

Se refiere aquí el Señor especialmente a los vaticinios del Salmo 21; de Isaías 50, 6 y 53, 1; de Daniel 9, 26; de Zacarías 11, 12; 12, 10 y 13, 7, etc.

Sigue luego Jesús particularizando los futuros hechos de su Pasión; así demuestra que va libremente a la muerte, al tiempo que previene a sus discípulos para que la novedad no les perturbe.

Y aún especifica más que las otras dos veces. Cuanto más cercana la Pasión, más precisos son los detalles que da de ella Jesús; como si se deleitara en saborearla por anticipado y en grabarla en el ánimo de sus discípulos, que también debían participar de ella.

Pero ellos, siempre preocupados con sus ideas sobre la gloria terrena del Reino mesiánico, no acababan de entender cómo aquello que oían de labios del divino Maestro había de entenderse a la letra.

Así, pues, ninguna de estas cosas entendieron, porque era lenguaje oscuro para ellos, no en cuanto a las palabras, que bien claras eran, sino porque no hallaban manera de conciliar esa predicción de humillaciones y tormentos con sus ideas sobre el Mesías glorioso.

Es que todo Israel esperaba al Mesías triunfante tan anunciado por los Profetas, y el misterio de Cristo doliente estaba oculto. De ahí el gran escándalo de todos los discípulos ante la Cruz. Fue necesario que el mismo Jesús, ya resucitado, les abriese el entendimiento para que comprendieran las Escrituras, las cuales guardaban escondido en “Moisés, los Profetas y los Salmos” ese anuncio de que el Mesías Rey sería rechazado por su pueblo antes de realizar los vaticinios gloriosos sobre su triunfo.

Hoy, gracias a la luz del Nuevo Testamento, podemos ver con claridad ese doble misterio de Cristo: doloroso en su Primera Venida, triunfante en la Segunda; y comprendemos también el significado de las figuras dolorosas del Antiguo Testamento, la inmolación de Abel, de Isaac, del Cordero pascual, cuyo significado permanece aún velado para los judíos hasta el día de su conversión.

+++

Luego del primer anuncio de su Pasión, convocando al pueblo, con sus discípulos, Jesús les dijo: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz, cada día, y sígame. Porque el que quisiere salvar su vida, la perderá; mas el que perdiere su vida por mí y por el Evangelio, la salvará, la hallará.

Seguir a Jesús es imitarle: el discípulo debe hacer lo que el Maestro le enseña.

Negarse uno a sí mismo es desertar de sí mismo, de sus quereres, de los afectos e inclinaciones de su amor propio.

Tomar la cruz es locución figurada; por la cruz, suplicio vulgarizado ya en la Palestina por los romanos, debieron entender los oyentes de Jesús las humillaciones, las afrentas, los tormentos, la misma muerte, si así lo exige el seguimiento de Jesús.

La cruz debe tomarse siempre que Dios la envíe, cuando la vida cristiana lo exija. Y bien sabemos que frecuentísimamente lo exige: cada día.

Y sígame: no basta llevar la cruz, porque las miserias de la vida pesan sobre todos, cristianos y paganos; se debe tomar por Cristo y con espíritu de imitación de Cristo.

Y da Jesús de ello una razón gravísima, que toca a la misma consecución, nuestro fin último: Porque el que quisiere salvar su vida, la perderá; morirá eternamente quien no esté dispuesto a abnegarse hasta dar la vida por Cristo, si fuere necesario.

En cambio, logrará eterna vida quien muriere, o estuviere aparejado a morir por Cristo o por su Evangelio, en su predicación, en su defensa: Mas el que perdiere su vida por mí y por el Evangelio, la salvará, la hallará.

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Si alguno quiere venir en pos de mí,…, y sígame…

Se puede preguntar aquí: ¿querrá realmente que le sigamos?

Y la pregunta cabe porque a Él le gustan los caminos solitarios. En efecto, solía andar solo, nadie conocía las profundidades de su alma; solo llevó su cruz a la cima del Gólgota; resucitó solo, solo descendió a los infiernos y subió a los cielos.

Y era necesario que por esos caminos transcendentales anduviese solo; los caminos de las almas grandes siempre son caminos solitarios. El resto de los hombres no las comprenden.

Solitarios son también los caminos de nuestra vida espiritual. En este mundo debemos andar solos por las profundidades o por los desiertos de nuestra alma.

Solamente Dios está con nosotros; Él es el alma de nuestra alma.

Debemos perdernos en Él para adelantar…

A este camino, a este camino solitario, a estas profundidades nos llama el Señor. En este camino debemos crucificar nuestra naturaleza; por este camino debemos descender a los infiernos de los sacrificios que nos imponga la salvación de nuestra alma; en ese camino debemos resucitar y subir a los cielos.

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Estas profundidades interiores son a veces espantosas.

La vida es un misterio tan grande que, a veces, no nos sentimos con fuerzas para sobrellevarla, y una especie de profunda desconfianza se apodera de nosotros, principalmente al contemplar los yerros y anomalías de las almas.

Las profundidades de la vida están llenas de desengaños; de modo que necesitamos unas señales exteriores que nos indiquen el camino, unas señales que nos muestren concretamente la vida divina…

¡Y ahí tenemos el ejemplo, el espíritu, el ánimo, los afectos, el mundo interior, la oración, la palabra, los discursos, los deseos, las luchas de Jesucristo!

¡He ahí el ejemplar de la vida divina!

Escuchemos a Jesús que nos dice: Ven también tú, y sigue mis pisadas. Por ti mismo no serías capaz de comprender la vida divina; ninguno es capaz de enseñarte a vivir. Yo soy el dispensador y modelador de la vida; Yo he sembrado en ti el ideal: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo… Tome tu cruz, y sígueme…

Y respondamos como Bartimeo, el cieguito del Evangelio de hoy: Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí… Señor, que vea…

VISTO EN: RADIO CRISTIANDAD

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¿PORQUÉ RECHAZAR COMO FALSO EL VATICANO II?

“Es una suma desvergüenza afirmar que de la libertad plena e inmoderada para el error proviene un bien para la religión. Ella es la peor muerte para el alma.”

(Gregorio XVI – Mirari vos)


INTRODUCCIÓN

Serán pocos los católicos actuales que no perciban el gran número de delitos contra la fe que suceden entre los miembros de la jerarquía que hoy se dice católica. Casi todos, sin embargo, ya tuvieron alguna noticia de ciertas doctrinas nuevas introducidas en la Iglesia por el Vaticano II: Libertad religiosa, Ecumenismo, Colegialidad … Pero, la mayor parte no es capaz de discernir las relaciones entre estas novedades y las doctrinas de los ateos y agnósticos de la Revolución Francesa que levantan contra el orden social cristiano las doctrinas no cristianas de libertad moral y jurídica, igualdad entre el error y la verdad y una supuesta fraternidad de las víctimas con sus verdugos. Doctrinas secularmente condenadas por la Iglesia penetraron en el Concilio bajo apariencias engañosas. El orgullo de los ateos contra Dios se camufló bajo el “culto del hombre” establecido por Pablo VI y por el Concilio al decretar el“derecho del hombre” de obrar contra la verdad y los mandamientos de Dios, igualando todas las falsas religiones con la única verdadera en una “igualdad jurídica” (aequalitas jurídica) y reivindicando de parte de los corderos la unión fraterna para con los lobos que los devoran, la fraternidad “sin discriminación por razones religiosas” entre el Templo de Dios y los de los ídolos. Pretenden equiparar la ciudad cristiana a la ciudad de Lucifer y hacer que los hijos de Dios no luchen más contra los que luchan contra Dios. La pretensión de las nuevas doctrinas fue eliminar la dicotomía entre la generación de Cristo y la del demonio que León XIII describió en la “Humanum genus”: “El linaje humano está dividido en dos bloques diversos y adversos: uno combate por la verdad y por el bien; el otro, por todo cuanto es contrario a la verdad y a la virtud”. El Concilio vino a predicar aquello que Gregorio XVI llamó “deliramentum” y que San Agustín denominó como “derecho de perdición”: “el derecho de los que no cumplen la obligación de seguir la verdad y de adherirse a ella” (2.9). Es el “derecho” concedido al “non serviam” de Lucifer. Para encubrir con “velo de malicia” tal absurdo, el Concilio se sirvió de la Filosofía agnóstica de los ateos: niega la objetividad de la distinción entre verdad y error, entre bien y mal. Así, la noción de Dios, de verdad y de ley divina, se vuelve ignorada e igualada a su negación: se afirma o se niega libremente, subjetivamente, lo que se quiere, como error o verdad. Los límites entre el “deber” verdadero y lo que está contra el deber quedan subordinados al“criterio propio libre” de cada uno. Innumerables veces, ya sea la Filosofía católica, ya sea el Magisterio de la Iglesia, condenaron tal doctrina absurda y pusieron en evidencia los sofismas por los cuales fue propuesta férreamente por los enemigos de la Iglesia. Pero, como avisara San Pío X, éstos se infiltraron entre los hombres de la Iglesia y se declararon falsamente “católicos“. Penetraron en el Concilio: conquistaron a aquél que se sentaba en la Cátedra de Pedro. Y entonces vimos allí a un “papa” decretar ese derecho satánico y hablar del “culto del hombre” al final del Concilio. Dentro de los límites de este artículo analizaremos algunos puntos de la Filosofía y Teología conciliares, mostrando la perversión de la razón y la herejía que mancha la Revelación y el Magisterio tradicional católico. De allí que se puede y se debe rechazar esa “Iglesia conciliar” como “falsa religión cristiana”,“enteramente ajena a la única Iglesia de Cristo” (Pío XI Mortalium ánimos). Quien no lucha por la verdad y por el bien pertenece al “bando adversario” y no a la “ciudad de Dios”.

PRIMERA PARTE

EL AGNOSTICISMO DE LA FILOSOFÍA CONCILIAR

1.1. Tres sofismas fundamentales

Un agnóstico nada puede probar como verdad: tanto vale lo que afirma como “su” verdad, como la negación de lo que declara. Eso porque no tiene un criterio universal de verdad objetiva, niega hasta la posibilidad de tenerlo, no tiene una regla universal de moralidad. Pero, asimismo, contradictoriamente, los agnósticos, y el Concilio con ellos, procuran probar el “derecho” natural para no seguir la verdad, para obrar contra la obligación moral. Son tres sofismas del Concilio:

A. El conocimiento humano

Dice el Concilio: “La ley divina el hombre la conoce por medio de su conciencia (mediante conscientia sua). Por lo tanto, él está obligado a seguir su conciencia en toda su actividad para llegar a Dios, su fin…” (3.5). El objeto en sí, la ley imperativa de Dios, es sustituido por la conciencia del sujeto: lo objetivo por lo subjetivo. En vez de seguir los mandamientos, cada cual sigue el “proprio libero consilio” (8.1), se sigue a sí mismo.

Toda filosofía agnóstica y escéptica se funda sobre un sofisma tal que no distingue entre el aspecto lógico y el aspecto ontológico del conocimiento humano. Por el hecho de que conozcamos los seres del mundo exterior a través de una representación existente en nuestra mente (medium in quo), niegan que aquello que conocemos por la representación mental (id quod cognoscitur) sea el ser real existente fuera de la mente humana. De ahí se sigue el Subjetivismo y el Relativismo universal afirmado como dogma absoluto y contradictorio: cada cual con “su” verdad, no existe ciencia universal. La Escolástica ya refutó ampliamente tal concepción contradictoria que afirma la universalidad de ese conocimiento no universal. Es la filosofía de la Iglesia: “sea santamente observada”; enseña San Pío X: “directe universalia cognoscimus” […] (D.S. 3620). Pero, el Vaticano II prefirió la filosofía de los ateos: cada cual con “su” verdad, “su fe” subjetiva (4.8), “sua principia religiosa”, sus “normas propias” (4.3), su “criterio propio libre” (8.1). Cualquiera tiene igual derecho de negar tal doctrina como falsa.

B. La acción humana

Dice el Concilio: Los actos interiores por los cuales “los hombres se ordenan directamente hacia Dios” son“voluntarios y libres”. Pero, el hombre tiene “naturaleza social”. Luego, esta naturaleza del hombre “exige que él se comunique con los otros en materia religiosa, que profese su religión (suam religionem) de modo comunitario” (3.7-3.8).

Del Relativismo universal en el conocimiento pasa, contradictoriamente, al Subjetivismo universal en el obrar. ¿Cómo conoce objetiva y universalmente la “naturaleza” del hombre, quien afirma conocer todo “mediante conscientia propria” en el sentido lógico? Esa naturaleza así conocida, ¿no es también subjetiva, propia? ¿Cómo sabe que los actos interiores son universalmente libres en todos? Si son libres bajo el aspecto lógico, si en este aspecto no son necesarios, nada puede afirmar de “naturalezas” y de sus exigencias: la negación es ahí equivalente a la afirmación. Si los actos interiores son psicológicamente libres, pues conocemos nuestra voluntad como tal, sabemos que las leyes morales no son libres, como no lo son las verdades lógicas. ¿Cómo habla de “otros” quien sólo conoce “su” conciencia subjetiva? La “exigencia” entonces no viene del objeto, de las leyes divinas, de Dios, sino de sí mismo. Tenemos la contradicción: una necesidad libre. Entonces, por el sofisma, se pasa de la libertad psicológica a la libertad lógica “de pensamiento” y a la libertad moral interior o exterior, “social“. Todo cuanto el hombre quisiere interiormente será libre socialmente: moral e inmoral, religioso e irreligioso, verdad y error, serán cosas dependientes no de objetos más allá de la conciencia subjetiva, sino del “proprio libero consilio”agnóstico.

C. La superioridad sobre la autoridad de Dios

Dice el Concilio que los “actos religiosos”, agnóstica y subjetivamente definidos, puestos “ex animi sui sententia”, es decir, dimanantes ontológicamente del espíritu del hombre, “por los cuales ellos se ordenan a sí mismos hacia Dios, de modo privado y público, trascienden el orden terrestre y temporal de las cosas” (3,10).

¡Sofisma! Ontológicamente, ellos están situados en el tiempo y en el espacio, en el orden terrestre y temporal. Y si la verdad moral trasciende el orden terrestre y temporal, ella no es libre, vincula a todos los hombres, gobernantes y gobernados, ni es conocida solamente “mediante su conciencia”, por “criterio propio libre”, sino por criterio universal de todos los hombres. A esa premisa, agrega el Concilio otra: “el fin propio del poder civil es cuidar del bien común temporal”. ¡Nuevo sofisma! Por el término “fin propio” significa el fin específico, pero excluye el fin propio del hombre que no es temporal. El bien común temporal se ordena al fin último del hombre, se subordina a las leyes divinas para alcanzarlo.

De esas premisas equívocas, de sentido doble, concluye el Concilio que el gobernante civil “excede sus límites si presume dirigir o impedir actos religiosos” (3.11). ¡Malicia pura! Si el gobernante es hombre como los gobernados y si no somos agnósticos, ambos, él y los subditos, están regidos superiormente por las leyes universales del conocer, por la verdad objetiva y por las leyes universales del obrar, las leyes divinas religiosas. La ley humana está“regulata vel mensurata quadam superiori mensura”, dice Santo Tomás (S. Theol. 1-2, 95,3), y el gobernante es un“regulans regulatum”. Entonces, sólo por el agnosticismo universal el acto “religioso” está relativizado por el “proprio libero consilio” de cada uno. Sólo por él los gobernantes y gobernados son desvinculados de las necesidades, no libres de los objetos, de la verdad lógica y moral. Sólo por él, la propia revelación exterior está desligada de la autoridad mayor en la tierra en “res religiosa”, el Sucesor de Pedro, para ser dejada al criterio libre de cada uno. Por el agnosticismo pasa a ser “cosa religiosa” no sólo la verdad religiosa natural y revelada, sino también lo que está contra la moral y la religión. He allí los fundamentos viperinos del Vaticano II.

1.2. Profesión de fe herética

Si toda la ciencia es agnóstica, el unlversalizar una verdad “propia” no pasa de una creencia subjetiva, libre. Y los ateos de la “civilización moderna” quieren por lo tanto rechazar toda coacción autoritaria exterior, contra su “criterio libre” moralmente. La autoridad sólo hará lo libremente aprobado por las bases. Entonces la fe deja de ser dogmáticamente impuesta, las leyes dejan de ser imperadas por Dios y sus ministros. Y entonces el Concilio “profesa” (profitetur, credimus) con los agnósticos esa fe subjetiva y libre: la Revelación exterior es profesada como hecha equívocamente “al género humano”. El texto ambiguo sirve para la “revelación” hecha “mediante conscientia sua” o por actos externos de Cristo. La Iglesia de Cristo deja de ser la única verdadera: la “única verdadera religión”, la subjetiva, meramente “subsiste en la Iglesia Católica“. Se deja también la “subsistencia” de la “única verdadera religión” en todas las demás “iglesias” y conciencias cada una con “su fe”, “su religión”. El “deber” no será el de adherirse a la única verdad objetiva, sino sólo el de “buscar” libremente por “inquisición libre”, activa, esa verdad. Cada cual se adhiere a “su” “verdad conocida” por sí mismo.

De esas premisas “de fe” pasa el Concilio a su dogma central para el orden interior y exterior: “El Sínodo sagrado profesa que estos deberes (agnósticos) vinculan la conciencia de los hombres, pero que la verdad no se impone de otro modo a no ser por la fuerza de la propia verdad…” (nec aliter sese imponere…) (D.S. 1.9).

Sólo la conciencia individual agnóstica es vinculada por la “verdad” conocida “mediante conscientia sua”, por la“inquisición libre”, por el “criterio propio libre”. ¡Vínculos libres! Sólo por la “fuerza de la propia verdad” y ésta es filtrada por el “criterio propio libre”. Otro modo, no libre, es contra la “fe” conciliar. ¡Es la profesión del agnosticismo universal! Los modos autoritarios, dogmáticos, de Dios y de la Iglesia, las leyes imperativas de Dios y de la Iglesia se subordinan al “criterio propio libre” de cada uno. La autoridad exterior nada puede exigir coactivamente por la fuerza moral del Derecho y por la fuerza física a título de libertad de la “verdad” agnóstica que incluye todas las falsedades en su concepto agnóstico. Dios y Cristo Legislador y sus ministros de la Iglesia y del Estado no podrán exigir nada de nadie a título de “verdad“, de “razón religiosa”. De ahí nace la Iglesia Ecuménica, basada sobre acuerdos libres y gobernada “colegialmente” y no por monarquía y leyes impuestas por derecho divino. La falsedad de tal “fe” profesada se verá fácilmente en los “argumentos” teológicos: se mutila la Revelación divina, principalmente la Carta a los Romanos (13, 1-8) y el Magisterio, especialmente el de Trento (Cristo Legislador) y de Pío VI (sistema democrático liberal). Es una fe “herética” (D.S. 2604). No existe la menor duda sobre eso.

1.3. Teología experimental agnóstica

Del agnosticismo, el Concilio deriva la “aequalitas jurídica” y el “neve ínter eos discriminatio fíat [… ]propter rationes religiosas” (6.7); la acción libre de “cuiusvis religionis”, de cualquier falsa religión (6.8) predicando la “euromque pacifica compositione” (7.6) junto con la “libertas quam máxime”, la “integrae libertatis consuetudo” (7.7). Todos pueden “libere ostendere”, “mostrar libremente la virtud singular de la propia doctrina” (4.8); todos pueden “reunirse movidos por el propio sentimieno religioso” (suo ipsorum sensu religioso moti) (4.9). Se excluye todo género de coacción exterior contra las falsas religiones (quodvis genus coercitionis) (10.3). Gregorio XVI llamó a eso“summam impudentiam”, suma desvergüenza (Mirari vos).

El Concilio, sin embargo, afirma que “aunque la Revelación divina no afirme expresamente ese derecho (non expresse affirmet jus)”, con todo ella muestra la “dignidad del hombre” y de ahí concluye que semejante doctrina“tiene raíces en la Revelación divina” (radices habet)(9,2). Ahora bien, es falso que la Revelación solamente “no exprese” ese derecho: ella expresa lo opuesto. Y si muestra la dignidad ontológica del hombre, dotado de libertad psicológica (creado a imagen y semejanza de Dios), ella también evidencia la discriminación moral entre buenos y malos, y lógica entre verdad y error. Sólo una falsa “revelación” agnóstica mostraría una “dignidad” agnóstica del “hombre“. El propio término “hombre” es universal y no relativista, no un mero “sentimiento” subjetivo. Pero el Concilio pretende que el conocimiento de esa dignidad del hombre y de sus “exigencias” “se volvieron más conocidas a la razón humana (plenius) por la experiencia de los siglos”, “per saeculorum experientiam” (9.1.). Entonces, la “Revelación” conciliar viene por la “razón” de cada uno y por la “experiencia“, por una razón agnóstica que “no discrimina por razones religiosas”, por el “sentimiento religioso”. Se pretende la evolución de la verdad: hoy esa “dignidad” sería de conocimiento “más pleno” para una razón que no alcanza la verdad. ¡Contradicción! ¡Injuria a la Civilización cristiana!

1.4. Igualdad jurídica entre el error y la verdad

Pretende el Concilio una “congruencia” entre los derechos de la verdad y de la fe con los derechos contrarios a la verdad y a la fe. ¡Nuevo sofisma! La Iglesia enseña que nadie sea forzado a cumplir el deber de creer: “que nadie sea forzado contra su voluntad a abrazar la fe católica, pues, como enseña San Agustín, nadie puede creer sino voluntariamente” (León XIII – D.B. 1875). Entonces, la Iglesia tolera que no se cumpla ese deber de creer. Pero, de la voluntariedad psicológica exigible por el acto de fe, el Concilio pasa a la libertad lógica, moral y jurídica: “Por lo tanto, está plenamente de acuerdo con la naturaleza de la fe que, en materia religiosa [agnósticamente concebida}, cualquier género de coacción por parte de los hombres sea excluido” (10.3). El “obsequio racional” de la fe se torna “libre” moralmente y se pasa del acto de fe a los actos que no son de fe sino de ley natural de la razón y ahí por el agnosticismo, se incluye también lo que es contra la razón y la fe. Entonces, se usa como fachada y disfraz la tolerancia para quien no cumple el deber “ad fidem”, para encubrir un falso “derecho” de obrar “contra fidem” y“contra rationem”. Nicolás I (858-867), enseñó: “En modo alguno debe ser usada la violencia para que crean (ut credant) (D.S. 647). Alejandro II (1061-1073) juzgó “celo desordenado” el procedimiento opuesto y tolera ahí la libertad: “resérvala unicuique proprii arbitrii libértate” (D.S. 698). Pero, no era eso lo que deseaban los padres conciliares “progresistas“. Querían el “criterio propio libre”, agnóstico, el “derecho” de contrariar la verdad y de practicar actos contra las leyes de Dios. Eso va contra la Revelación divina: “principes non sunt timori boni operis sed malí” (Rom. 13,3). No debe existir temor para las obras buenas; pero para las obras malas, sí. Entonces, el agnosticismo quiere que “no sea impedido” quien impide la fe y la verdad, quien viola las leyes de Dios: “Nadie sea impedido”. Se prohibe prohibir el error y el mal. Se da “derecho” para el crimen contra las leyes morales. La falsa “verdad” quiere los derechos de la verdad: indiferentemente serían iguales con “aequalitas iuridica” (6.7). Violar los mandamientos de Dios sería un “derecho” del hombre que el gobernante no podría impedir. El Derecho sería igualado a la Ontología, la “norma agendi” divina, reguladora de los actos libres psicológicamente, sería obrar conforme a la libertad psicológica. Se iguala la Moral a la Psicología. En vez de que la Moral rija los actos psicológicos del hombre, él se regiría a sí mismo por su “criterio propio libre”, sin imperativos impuestos por Dios o por los “ministros de Dios”, las autoridades exteriores.

SEGUNDA PARTE

APOYO DEL CONCILIO AL AGNOSTICISMO Y A LA HEREJÍA

2.1. Mutilación de la Revelación y sofismas

Sería demasiado que el Concilio, hablando de su supuesto “derecho“, no citase a San Pablo, en la Carta a los Romanos (XIII, 1-8). Pero, pervierte y mutila el texto. Cita mutilados los versículos 1 y 2 y omite los demás. ¿No tienen igual autoridad? ¿Dejan de existir por la omisión? Los textos omitidos enseñan que “quien resiste al poder adquiere para sí la condenación…”. Niegan la libertad, el derecho de no obedecer a las autoridades “ministros de Dios”. Ellos distinguen entre acción buena y mala, contradiciendo al Concilio que dice: “No se hagan discriminaciones […] por razones religiosas” (6.7). Incluyen la “espada” para “vindicta” contra los que practican el mal. Prescriben el temor a la autoridad, además de enseñar el amor. Obligan a obedecer a la autoridad por necesidad de conciencia y no a obedecer sólo a la propia conciencia: “sed sumisos [… ] en conciencia” y no el obrar por “criterio propio libre”. Entonces, la ley cristiana no elimina la coacción exterior contra el error.

El Concilio no cita a Cristo: “la verdad os hará libres”. No cita a Cristo expulsando a los vendedores del templo y predicando “como quien tiene autoridad”. Omite todo el Antiguo Testamento donde Dios preceptuó hasta la pena de muerte en materia religiosa. Y, al citar los dos versículos, incluso de manera mutilada, el Concilio, de inmediato, intenta vaciarlos, diciendo que los Apóstoles: “no temieron contradecir al poder público que se oponía a la santa voluntad de Dios”, “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (11, in fine). ¡Pura malicia! Se sirven de la verdad para encubrir la falsedad de su doctrina: supone el Concilio que la “voluntad de Dios” sea el “derecho” de no seguir los mandamientos de Dios, sino el “criterio propio libre”. ¡No obedecer a Dios sería la voluntad de Dios! Si los Apóstoles se opusieron a quien se oponía a la voluntad de Dios, ellos no ratificaron el derecho de no seguir la verdad, de no obedecer a las leyes de Dios. He aquí la “summam impudentiam” declarada por Gregorio XVI. Iguala el Concilio a quien se opone a la voluntad de Dios con quien se rige y rige la sociedad por los mandamientos de Dios. Invierte la ley divina. ¡Summam impudentiam!

2.2. Eliminación de la defensa social de la verdad

La “teología” conciliar no pasa de una serie de repeticiones de la doctrina contra toda autoridad, dogma, coacción exterior, imposición, uso de la fuerza y pena temporal: los Apóstoles, dice, “despreciaron las armas carnales”(11.20); “no usaron acción coercitiva” para convertir a los hombres (11.6); “el reino de Dios no se reivindica hiriendo”(11.14); “no quisieron imponer la verdad a sus contradictores, por la fuerza” (11.13).

Ahora bien, San Pablo dice: “…no procediendo con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. (2 Cor. 4,2) y eso hace el Concilio. “Cada luchador usa las armas propias para su milicia y lucha”, escribe Santo Tomás sobre las luchas espirituales. El texto de San Pablo donde se habla de que no luchamos con “armas carnales” (2 Cor. 10, 4) se refiere a las luchas espirituales. Pero en la “ordenación de Dios” para el orden exterior, San Pablo habla de “non sine causa gladium portat” (Rom. 13, 1-8). Entonces, el Concilio pervierte la Revelación. Pío VI enseña que “los propios Apóstoles usaron de la fuerza exterior para constituir y sancionar la disciplina” (Auctorem fidei) y condenó como “herética” la doctrina que es hoy del Concilio (D.S. 2604). He ahí la base de la Teología conciliar.

Y hay más: los textos conciliares usan del sofisma para encubrir los errores que desean con la fachada de otras doctrinas verdaderas. Si “los Apóstoles no usaron de coacción para convertir a los hombres”, para “reivindicar el reino de Dios” espiritual, para “imponer la verdad” de fe, Cristo y los Apóstoles nos enseñaron el uso del látigo contra los profanadores del Templo, la “autoridad en la predicación”, la “ordenación de Dios” en el orden exterior donde se usa la fuerza, no “para convertir” sino para impedir que impidan las conversiones a la fe, “ut fidem non impediant”, al decir de Santo Tomás. Y la imposición civil de las leyes de Dios, el castigo de sus violadores, no es cuestión sólo de fe. Incluso sin la fe es cuestión de ley natural exigible por la razón. “Si en la sociedad existen malos —y siempre los habrá— la autoridad debe ser tanto más fuerte cuanto el egoísmo de los malos fuere más amenazador… El deber de todo católico es usar de las armas políticas que posee para defender la Iglesia” (San Pío X – Notre charge apostolique). Si por tolerancia la Iglesia no obliga “ad fidem”, si juzga tal proceder un “celo desordenado” (D.S. 698 – Alexandre II), ella ordena defender las ovejas contra los lobos, las víctimas contra los criminales.

2.3. Sólo predicar, sin régimen jurídico

Dice el Concilio como “teología“: “la persona humana debe ser conducida por criterio propio y gozar de libertad”(11.2). Cristo fue “manso y humilde de corazón”, “pacientemente atrajo e invitó a los discípulos” (11.4). Los Apóstoles “siguieron el ejemplo de modestia y mansedumbre de Cristo” (11.20). El reino de Dios se establece“testimoniando y oyendo la verdad, y crece por el amor con que Cristo en la Cruz atrae los hombres para sí”(11.14). “Los Apóstoles afirmaban con plena fe que el propio Evangelio era la fuerza de Dios para la salvación de todo creyente” (11.19); ellos “confiaron plenamente en la fuerza divina de esta palabra para destruir los poderes adversos a Dios, para llevar a los hombres a la fe y a la sumisión a Cristo” (11.20); ellos “dieron testimonio de verdad” (11.18).

He allí la profesión pública de la “herejía” del “sistema herético” que Pío VI condenó. La Iglesia, enseña Pío VI:“recibió de Dios el poder de imponer una disciplina en cuanto a las cosas exteriores” y puede“exigere per vim exteriorem subiectionem suis decretis”. Eso no es “abuso de autoridad” como pretendían los Jansenistas (D.S. 2604). Ella puede “ordenar por leyes y ejercer coacción y obligar a los desviados y contumaces por juicio externo y penas saludables” (D.S. 2605). La Iglesia tiene el poder de “definir dogmáticamente” (D.S. 2921), enseña Pío IX, y condena a los que afirman que “la Iglesia no tiene el poder de usar de la fuerza” [… ] (D.S. 2924). El sofisma del Concilio es, pues, el mismo de los herejes. Desprecia todo el Magisterio de la Iglesia; desprecia y pervierte la propia Revelación. Sigue a los protestantes que pretendían la “sola Biblia”, sin autoridades, sin imposición, sin penas. Sigue a Wyclif que, escribía: “Nuestro Legislador nos dio una ley por sí misma suficiente para el régimen universal de la Iglesia”. Mientras que los malos usan la fuerza exterior contra sus víctimas, se pretende quitar a éstas las armas exteriores para su necesaria defensa. Los Apóstoles y Cristo no pretendieron ser autoridades civiles y usar ellos mismos de la espada. Pero Cristo enseñó que “sus ministros lucharían si su reino fuese de este ‘mundo’“‘ temporal y San Pablo legitimó “el motivo” del uso de las armas por los gobernantes temporales: “vindicta contra los malos”. El Concilio usa del sofisma de la libertad psicológica para destruir la necesidad lógica, moral, jurídica y religiosa de la “ordenación de Dios”. Pretende, por las virtudes de los pacientes, mansos y humildes, conferir derechos a los agresores de ellos y quita a las autoridades el deber de defenderlos, a no ser por “palabras“, “atracción” e “invitación“. Quieren, con los Modernistas y Protestantes, “un Cristianismo no dogmático, sino amplio y liberal” (San Pío X – D.S. 3465).

2.4. Negación de la autoridad divina de Cristo

Afirma el Concilio: Cristo “apoyó y confirmó su predicación con milagros para excitar y comprobar la fe de los oyentes y no para ejercer coacción sobre ellos” (11.5). El “prefirió llamarse Hijo del Hombre” […] (11.9).

Estas afirmaciones provienen de la negación de la divinidad de Cristo por los modernistas. Enseñaron éstos que la divinidad de Cristo es un “dogma de la conciencia cristiana; que no se prueba por los Evangelios” (D.S. 3427). Enseñaron que Cristo “al ejercer su ministerio, no hablaba para enseñar que era el Mesías y que sus milagros no tenían por finalidad demostrar eso” (D.S. 3428). Estos serían sólo para “excitar la fe de los oyentes”, la fe que nacería sólo de la conciencia, interiormente. He aquí cómo el Concilio repite la gran blasfemia: la finalidad de los milagros sería la “excitación” de la fe en la conciencia de los oyentes y no sería demostrar la autoridad divina por la cual Cristo tiene el poder y derecho de imponer doctrinas de fe y de obligar a la observancia de mandamientos a los “oyentes“. Estos no serían subditos de Cristo, sino sólo alumnos de un maestro sin autoridad imperativa. Cristo “prefirió“, dice el Concilio, ser “Hijo del Hombre”, como si no fuese también Hijo de Dios, verdadero Dios. Deja reticente la divinidad de Cristo.

2.5. Negación del reinado social de Cristo

Afirma el Concilio: Cristo “no queriendo ser un Mesías político y que dominase por la fuerza, prefirió llamarse Hijo del Hombre que vino para servir y dar su vida para la redención de muchos” (11,9).

El Concilio hace una oposición entre Cristo como Redentor y Cristo como Legislador político. El fin de la venida de Cristo sería sólo la Redención y sus leyes no serían un “servicio” para el hombre. El Concilio Tridentino anatematiza tal doctrina: “Si alguien dijere que Cristo Jesús fue dado por Dios a los hombres como Redentor en quien confíen y no también como Legislador a quien obedezcan, sea anatema” (D.S. 1571).

¡He allí la herejía conciliar! Niega a Cristo Legislador. Urbano V condenó como “herética” la doctrina de que Cristo“abdicó del… derecho a las cosas temporales” (jus in temporalibus) (D.S. 1091). Luego, es “herejía” negar a Cristo el poder y el derecho de ser Legislador de los hombres. Pío XI enseñó: “erraría torpemente quien negase a Cristo el imperio sobre cualesquiera cosas civiles”; “los hombres reunidos en sociedad no están menos que individualmente en poder de Cristo” (Quas primas). El gobernante no puede “conculcar los derechos de Dios en la sociedad” (Ubi arcano).

2.6. La superioridad de los derechos de Dios

Afirma el Concilio: “Cristo reconoció el poder civil [… ] pero advirtió que los derechos superiores de Dios debían ser observados” (11.11).

¡Sofisma! Supone falsamente que los derechos superiores de Dios no son los mandamientos imperativos de Dios, el “serva mandata”, sino la libertad para violar los mandamientos. El Concilio de Trento condenó tal doctrina: “Si alguien dijere que el hombre justificado… no está obligado a guardar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino sólo a creer, como si el Evangelio fuese simple y absoluta promesa de vida eterna, sin la condición de observancia de los mandamientos, sea anatema” (D.S. 1570).

Así, si las leyes de Dios son “superiores” al poder civil, obligan al poder civil en sus acciones de gobierno. De la “superioridad” no se infiere la libertad moral, sino el deber de sumisión: “Obedeced a vuestros prepósitos y estadle sujetos” (Hebr. XIII,17). “Todos han de someterse a las potestades superiores…” (Rom. XIII, 1). “Quien dice aue le ha conocido a Dios y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso…” (I Jo. II, 4). El texto “hay que obedecer a Dios antes aue a los hombres” (Hech. V, 29) se aplica primariamente a las autoridades míe gobiernan, contra sus pretensiones “democráticas“, contrarias a las leyes de Dios.

2.7. La Redención obtuvo la liberación de los Mandamientos

Afirma el Concilio: Cristo, “al completar en la Cruz la obra de la Redención, por la cual adquiriría para los hombres la salvación y la libertad verdadera, concluyó su revelación” (11.12).

¡Sofisma! Sugiere que con la Redención en la Cruz todos ganaron la libertad de no adherirse a la verdad, de no observar las leyes de Dios; que Cristo es sólo Redentor y no también Legislador; que la salvación no implica la condición de observar los mandamientos. El Concilio de Trento condena tal doctrina: “Si alguien dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe y que el resto es indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o que los diez mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea anatema” (D.S. 1569).

Y, contradicción, si Cristo no probó ser el Mesías y tener autoridad divina, ¿cómo conquistó la redención? ¿La conquistó en acto, aplicando sus méritos a todos “los hombres”, incluso obrando contra sus leyes? Los Begardos negaban la obediencia sólo a los preceptos de la Iglesia y, aun así, ya fueron codenados como “herejes” por Clemente V (D.S. 893). La “verdadera libertad” cristiana se somete a los mandamientos por amor, libremente y no por coacción de las leyes: pero, no quita el deber de obedecerlas (Santo Tomás, S. Theol. 1-2, 108, 1-2-3). Si todos se salvan por la Redención para todos, todos tienen el “derecho” de pecar libremente. Es lo que Lutero escribió a Melachton: “Peca fuertemente y cree más fuertemente”.

2.8. Dios respeta la dignidad de los malos

Afirma el Concilio: “Dios tiene en cuenta la dignidad de la persona humana [… ] que debe ser conducida por criterio propio libre y gozar de libertad” (11.2). Los Apóstoles “respetaban a los débiles a pesar de que cayesen en errores”(11.17).

¡Sofisma! Se pasa de la dignidad ontológica, por la cual Dios sustenta en el ser hasta los demonios en el Infierno, a la dignidad moral y lógica, natural y sobrenatural. Si Dios castiga a los malos con penas temporales y eternas, no“tiene en cuenta”, ni “respeta” la dignidad de los que obran contra la dignidad moral y religiosa. La “dignidad” moral y religiosa sería agnóstica. Y, contradictoriamente, un agnóstico nada puede afirmar sobre Dios. Sofisma tétrico que pretende que Dios “respeta” la dignidad de Lucifer y quiere que Lucifer tenga igual “dignidad” que Dios; que los malos tengan igual dignidad que los buenos: el mal moral sería indiferente, “no discriminable”. Contradicción. Si fuese “derecho” obrar mal, no existiría pena en el juicio final, como afirma. ¡No se castiga el ejercicio de un “derecho” dado por Dios! Ni tampoco todos los “vacilantes” son “débiles” en el sentido de inadvertidos, impotentes; existen los renitentes en los errores, conscientemente; existen los perversos, endurecidos por el mal. Con la gracia de Dios: “podemos todas las cosas”, dice San Pablo.

2.9. Cristo ordenó el “derecho” de obrar mal

Afirma el Concilio: “Cristo, reconociendo la cizaña sembrada con el trigo, ordenó que ambos creciesen hasta la siega, al fin de los siglos” (11.8).

Ahora bien, la Tradición y los contextos muestran que Cristo ahí preceptuó la tolerancia de los malos, en ciertos casos, en atención a la defensa de los buenos y no concedió a los malos un “derecho” de obrar mal. El no mandó dar “derecho” a la cizaña, sino “permitir” (sinite) que creciese. Y el fin de ese “permiso” fue no damnificar, por el castigo, simultáneamente, al trigo. Donde no existe ese daño posible a los buenos, la Revelación coloca la espada del gobernante como “vindicadora contra el que practica el mal”. No ordena a las autoridades “dormir” para que “el hombre enemigo” siembre la cizaña. Se castigará a la cizaña; no le da “derecho” de acción. El precepto divino ahí sólo tiene lugar: “cuando no podemos erradicar la cizaña sin extirpar junto el trigo” (Santo Tomás, Summa contra gentiles, III, 146). Si para los crímenes contra el patrimonio los hombres aplican penas hasta de muerte, ¿por qué no las aplicarían contra los que envenenan las almas por la herejía? El Concilio deforma, pues, la doctrina de la tolerancia en vista de un bien mayor. Enseña el “derecho de perdición”, el derecho del “non serviam”.

2.10. Solamente castigo en el Día del Juicio

Afirma el Concilio: “Cristo censuró la incredulidad de los oyentes, pero dejó la vindicta para Dios en el día del juicio”(11.6), “al fin del siglo” (11.8), “cada uno de nosotros ha de dar a Dios cuenta de sí mismo” (Rom. 14,12).

Ahora bien, tal doctrina es “herética“. Tanto Dios como sus ministros terrestres tienen derecho y poder de imponer penas temporales. Para eso, San Pablo habló de la “espada” en las manos del gobernante y Cristo usó el látigo. En el Salmo 88, 32, Dios habla sobre los que “y no guardaren mis mandamientos”: “castigaré con la vara sus iniquidades y con azotes sus pecados”. San Pablo habla del fin medicinal y salvífico de la pena temporal: “ut salvus fiat spiritus ejus in die Domini” (ICor. 5, 5). Entonces, el Concilio quiere la perdición eterna de las almas, el “derecho de perdición”. Si Cristo “censuró” la incredulidad, no dio “derecho” de no creer ni tampoco de violar sus leyes. Trento habla de la “pena temporal a ser pagada en este siglo” (D.S. 1580). Pío XI enseña: “Cristo tiene el derecho de imponer penas a los hombres todavía vivos (adhuc viventibus)” (Quas primas). Y Pío IX habla del deber de los gobernantes de “reprimir con sanciones a los violadores de la religión católica” (Quanta cura). Luego, es falsa la doctrina conciliar. Y el juicio individual de cada uno, “por sí mismo”, no le quita a nadie, gobernantes y gobernados, los deberes sociales por los cuales ha de rendir cuentas a Dios. Dijo Dios a Ezequiel: “.. .y tú no le previnieres ni hablares para amonestar al impío [que se aparte] de su perverso camino y viva, ese impío morirá en su iniquidad; mas Yo demandaré de tu mano su sangre” (Ez. 3, 18). Santo Tomás, comentando las Escrituras, enseña que los gobernantes “rendirán cuentas a Dios por las almas de sus subditos”, al rendir cuentas “por sí mismo” (In Hebr. 13, 17); “les será imputado si hubieren sido negligentes en hacer lo que su deber requería” (In Rom. 14, 12).

2.11. La coacción causaría la muerte del alma

Afirma el Concilio: Cristo “no quiebra la caña cascada, ni extingue la mecha que aun humea”.

Ahora bien, por tales metáforas se entiende, según la Tradición, la tolerancia divina para con ciertos pecados y no el “derecho” de pecar. El “derecho” de pecar es “muerte para el alma”, según Gregorio XVI. La pena, vimos, tiene un fin salutífero. Los actos libres de los malhechores de las almas quiebran las cañas ya cascadas por el pecado original y por las concupiscencias y extinguen los restos de inocencia y libertad dejados por los pecados. Invierte el Concilio los fines de la coacción y la naturaleza mala de la libertad agnóstica. Pío IX enseña que la libertad para el mal corrompe las costumbres (D.S. 2979).

2.12. La Iglesia en espíritu

Afirma el Concilio: “Dios llama a los hombres para que le sirvan en espíritu y en verdad; por lo cual están vinculados en conciencia, pero no coaccionados” (11,1).

Es la doctrina de los Protestantes y Jansenistas de la Iglesia “neumática” que restringe los vínculos religiosos sólo al interior de las conciencias y deja el orden exterior libre, dentro de la Iglesia y en el orden civil. Es la doctrina de Sabatier y Harnack. Proviene de Eckhart: “Dios no manda actos exteriores”; éstos “no son ni buenos ni malos”. Lo condenó Juan XXII (D.S. 966-967). Los Jansenistas condenados por Pío VI pretendían esa “iglesia” integrada sólo por “adoradores en espíritu y verdad” (D.S. 2615). De ahí, deriva el Indiferentismo de Lamennais que pretende que en el orden exterior se puede profesar libremente “cualquier fe”, siendo suficiente la rectitud interior para la salvación. Lo condenó Gregorio XVI (Mirari vos). Es la doctrina del Ecumenismo de los “Pancristianos“, condenados por Pío XI en “Mortalium ánimos”. Niegan la Iglesia “visible y perceptible”, su “naturaleza externa y perceptible a los sentidos”, la existencia de papas y obispos con “jurisdicción visible”. Pío XII enseña: “Están lejos de la verdad los que imaginan la Iglesia de forma [… ] sólo neumática, que une entre sí, con vínculos invisibles, comunidades cristianas separadas en la fe” (Mystici Corporis). Es “herética” esa concepción de “Iglesia” que deja orden exterior sin jurisdicción visible. El Concilio nada habla de la jurisdicción suprema en la tierra en materia religiosa, de la“naturaleza coactiva” de su poder de enseñar y de regir. Quiere una Iglesia sin papa verdadero. Eso es revelador de la naturaleza del Vaticano II.

2.13. Bastan la Fe y el Bautismo sin las obras

Afirma el Concilio: Cristo, al enviar a los Apóstoles, les dice: “Quien creyere y fuere bautizado, será salvo; mas, quien no creyere, será condenado” (Me. 16, 16).

Ahora bien, el Concilio de Trento condenó la herejía de los Protestantes de la suficiencia de la fe sin la “condición de cumplir los mandamientos”, siendo sólo necesario el bautismo. “Si alguien dijere que los bautizados, por el bautismo, están obligados sólo a la fe y no a guardar toda la ley de Cristo, sea antema” (D.S. 1620).

“Si alguien dijere que los bautizados están libres de todos los preceptos de la Santa Iglesia, ya los escritos, ya los de la tradición, de tal modo que no están obligados a observarlos, a no ser que espontáneamente (sua sponte) quieran someterse a ellos, sea anatema” (D.S. 1621).

“Si alguien dijere que los niños bautizados, cuando crecieren, han de ser interrogados si quieren ratificar lo que en el bautismo los padrinos prometieron en su nombre y si respondieren que no quieren, han de ser dejados a su arbitrio y que no se debe obligarlos por ninguna otra pena a la vida cristiana […], sea anatema” (D.S. 1627).

He allí la plena condenación de la Iglesia meramente “en espíritu”, con obligaciones sólo “en conciencia”, sólo “espontánea“, sin “coacción exterior”. Junto con el agnosticismo de la “conciencia“, “cualquier fe” sería salutífera. La“Iglesia de la espontaneidad general” no es católica.

2.14. Basta la fe fiducial de los herejes

Afirma el Concilio: los Apóstoles sólo “se consagraron a dar testimonio de la verdad” […] y anunciaban “con confianza (cum fiducia) la palabra de Dios” (Hech. IV, 31). Insinúa la doctrina de la suficiencia de la palabra de Dios con la fe “fiducial” predicada por Lutero, sin necesidad de sumisión a los mandamientos de Cristo y leyes de la Iglesia. Lutero enseñó: “cree fuertemente que estás absuelto y estarás absuelto” (D.S. 1461). El Concilio de Trento la condenó como “confianza vana” (vana fiducia), que “puede darse entre los herejes y cismáticos”, está “contra la Iglesia Católica” (D.S. 1533) y no es la “fe justificante” (D.S. 1562-1563- 1564). Suprime la necesidad de sumisión a la Iglesia visible.

2.15. Mártires de la libertad contra Dios

Afirma el Concilio: “En todo tiempo y lugar innumerables mártires y fieles siguieron este camino” (11.23).

He aquí la “suma desvergüenza”: afirma que los mártires de la sumisión a las leyes de Dios y de la Iglesia, cooperadores de la gracia de Dios, son mártires del apego orgulloso al “proprio libero consilio”, mártires de la libertad para violar las leyes de Dios, iguales a los que, por sus crímenes, por predicar falsedades e impedir la libertad de la “ordenación de Dios” o de la verdadera fe, fueron justamente castigados. Paulo VI, en un discurso en Uganda, igualó a los mártires católicos a los de “otras religiones”. Serían iguales al impío Miguel Servet, muerto por los calvinistas. ¡Injuria!

TERCERA PARTE

CONDENACIÓN DE LA IGLESIA CATÓLICA

Y el Concilio llega a la “suma desvergüenza” de injuriar de nuevo a la Iglesia Católica. Afirma que los Apóstoles: “no usaron artificios indignos del Evangelio” (11.16) y que “el pueblo de Dios (populus Dei)”, a través de los siglos “tuvo a veces un modo de obrar menos conforme y hasta contrario (immo contrarius) al espíritu del Evangelio” (12.3).

Ahora bien, no se trata sólo del “obrar” sino también de la doctrina que dirige la acción de la Iglesia. Afirma, por lo tanto, que la Iglesia Católica usó de “artificios” o sea de una falsa doctrina y que, por eso, a través de los siglos fue “contraria” al Evangelio de Cristo. Serían los herejes, las “mentes de los hombres”, por su “experiencia de los siglos” (9.1) los que estarían con la verdad del Evangelio: quienes rindieron culto a la “dignidad del hombre” de modo agnóstico son los ciertos. Contradicción en quien afirma conocer las leyes divinas “mediante su conciencia”(3.5), derivando de ahí “su fe”, “principios religiosos”, “sus normas propias” y, por lo tanto, su “evangelio” propio. Quien afirma el “sentimiento religioso” y el “libre criterio propio”, afirma la prevalencia del “proprio judicio” que, lo afirma San Pablo, es la característica del haereticus homo (Tito 3, 10). ¡He aquí el derecho de herejía del Concilio!

Vimos cómo todas las doctrinas filosóficas y teológicas del Concilio aquí consideradas son radicalmente opuestas a la Filosofía y Teología de la Iglesia Católica. Y como afirma el propio Vaticano II, son “contrarias” entre sí. Ante eso, no nos queda sino el deber imperativo: rechazar el Concilio Vaticano II como herético, falso, injurioso a la Iglesia Católica, como obra de enemigos de la Iglesia infiltrados en su medio. Al adherirse a una falsae cuidam christianae religioni, áb una Christi Ecclesia admodum alienae, instituyó “una falsa religión cristiana, sumamente ajena a la única Iglesia de Cristo” (Pío XI, Mortalium ánimos).

TOMADO DE EcceChristianus

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SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DE QUASIMODO

DOMINGO DE QUASIMODO

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por miedo a los judíos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros.

Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.

Jesús les dijo otra vez: La paz sea con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.

Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.

Tomás, uno de los Doce, llamado el Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: La paz sea con vosotros. Luego dice a Tomás: Mete aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel.

Tomás le contestó: Señor mío y Dios mío.

Dícele Jesús: Porque me has visto, Tomás, has creído. Bienaventurados los que sin ver creyeron.

Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos milagros que no están escritos en este libro. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

La Sagrada Liturgia pone todo su empeño y cuidado en que los neófitos y los fieles se convenzan y crean firmemente en la Resurrección de Cristo. “Si Cristo no resucitó, entonces nuestra predicación es vana. Entonces vuestra fe es inútil. Entonces vosotros permanecéis todavía en vuestros pecados, y los que murieron en Cristo perecieron. Si sólo tenemos esperanza en Cristo durante esta vida, somos los más miserables y desgraciados de todos los hombres”, dice San Pablo.

Por eso debemos contemplar y meditar hoy, en la Santa Misa, la aparición de Nuestro Señor Resucitado en el Cenáculo.

Entre los primeros a quienes se aparece Jesús Resucitado se cuentan los Apóstoles. Es la tarde del día de Pascua. Los Apóstoles se encuentran reunidos en el Cenáculo. Entonces aparece Jesús en medio de ellos, y les dice: “¡La paz sea con vosotros! Yo soy, no temáis.” Pero ellos, llenos de angustia y de terror, creían ver un fantasma. Entonces les dijo Jesús: “¿Por qué os asustáis y os dejáis alucinar por vuestras imaginaciones? Ved mis manos y mis pies. Yo soy. Palpad y ved”. Y, diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies.

Los Apóstoles, inundados de júbilo y llenos de admiración, no pueden creer que sea Él. Entonces Jesús come delante de ellos y les alarga después los restos del pez y de la miel que Él acaba de probar. A continuación les recuerda lo que ya les había dicho otras veces, mientras vivía con ellos. E iluminando sus inteligencias, para que comprendiesen las Sagradas Escrituras, les dijo: “Así está escrito y así convenía que Cristo padeciese y resucitase al tercer día de entre los muertos.”

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“Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. Así se expresa San Juan.

Hay hombres que sólo se dejan conducir y arrastrar por los sentidos, y hay hombres que en todo se rigen solamente por su propia razón. Ni unos ni otros podrán conocer nunca la excelsitud e interna riqueza de la vida cristiana.

Sólo lo saben aquellos que creen, con viva fe, en Jesús, en el Hijo de Dios.

Gracias a esta fe, estos tales no tienen otras ambiciones que las de Jesús. No conocen más ideal ni más altas aspiraciones que las de marchar tras las huellas de Jesús y las de seguir al que es la Verdad, el Camino y la Vida. Aman lo que ama Jesús, eligen lo que elige Jesús. Jesús es para ellos el Hijo de Dios, la verdad infalible, la sabiduría del Padre, su todo.

Este es el fruto de la profunda y viva fe en Jesús, el Hijo de Dios. Cuanto más honda y viva sea esa fe, tanto más perfectamente se elevará el alma por encima del mundo y de todo lo transitorio. “El justo vive de la fe”. “Mi vida presente es una vida de fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí”, confiesa San Pablo.

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El Apóstol Tomás no puede creer que el Señor haya resucitado y se haya aparecido a los otros Apóstoles. Quiere verlo, palparlo: “Mientras no vea en sus manos el agujero de los clavos, no creeré.”

Ocho días después, es decir, hoy, el Domingo in Albis, vuelve el Señor a aparecerse a los Apóstoles. Se dirige entonces derechamente a Tomás, y le dice: “Mete aquí tu dedo y mira mis manos. Trae aquí tu mano, y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino fiel.”

Tomás, entonces, cayendo de rodillas a sus pies, exclama: “¡Señor mío y Dios mío!”

“Porque me has visto”, le reprocha Jesús, “has creído: bienaventurados los que no ven y, sin embargo, creen”.

Jesús exige la fe.

Sólo podrá vencer al mundo el que tenga fe.

Por eso la Santa Liturgia subraya con manifiesto ahínco la importancia de la fe, de nuestra fe, la fe en Jesucristo, como Hijo de Dios.

En el Evangelio, el Señor vence la incredulidad del Apóstol Tomás. La Oración de la Comunión insiste de nuevo sobre el episodio del Cenáculo y nos dice, a los que acabamos de recibir al Señor: “Mete tu mano, y reconoce el lugar de los clavos, y no seas incrédulo, sino fiel.”

El cristianismo lo cifra todo en la fe. La fe es el principio de la salvación, la raíz de todos los pensamientos, juicios, valores, deseos y obras de la vida cristiana.

Creer es algo más que contentarse solamente con el pensamiento de que existe un Dios, un Ser supremo.

Creer en Dios significa para nosotros tanto como aceptar y someterse a todo lo que Él ordena.

Y ésto, no porque nosotros comprendamos con nuestra inteligencia el porqué y el cómo, sino simplemente porque Dios así lo dice y así lo manda.

En la fe le ofrecemos a Dios el sacrificio de nosotros mismos y nos sometemos, en espíritu de sacrificio, de consciente y voluntaria renuncia a la propia comprensión, a toda palabra revelada por Él.

Y esto lo hacemos llenos de un santo respeto hacia la veracidad de Dios y obedeciendo sólo a su mandato.

No es en verdad pequeña cosa consagrar a Dios el sacrificio de uno mismo, con todos sus pensamientos y deseos personales.

Pues esto es lo que hacemos nosotros en la fe.

¡Más aún! Creer en Dios, creer a Dios, significa para nosotros reconocer en Él a nuestro último y supremo fin, hacia el cual tendemos, hacia el cual se encaminan todos nuestros pensamientos y aspiraciones, en torno del cual giran toda nuestra vida y actividad.

Nos sometemos a Él con toda nuestra existencia, y aspiramos a Él con el alma, con el corazón, con la voluntad, con todo el hombre.

Creer en Dios significa entregarse a Él con todo lo que uno es y posee. Creer en Dios es servirle con un servicio que sólo a Él puede y debe rendírsele.

Sólo quien posea la fe cristiana podrá creer verdaderamente en Dios. Y, viceversa, todos los que hemos recibido la fe cristiana estamos santamente obligados a creer en Dios verdaderamente, a reconocerle como fin de nuestros sentimientos y aspiraciones, a entregarnos totalmente a Él, con todo lo que seamos y tengamos, a seguir sus palabras, sus mandamientos, sus excitaciones, sus ilustraciones, sus direcciones, sus llamadas.

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“Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe.” Nosotros creemos en Dios. Pero esta fe en Dios tiene diversos grados y quilates. Esforcémonos por alcanzar la perfección de la fe. Sólo la fe perfecta es la que vence al mundo.

Subimos el primer escalón de la fe, cuando vivimos según la fe, cuando amoldamos nuestra vida a las exigencias de la fe. La fe sin obras es una fe muerta. El que conoce la voluntad del Señor y no la ejecuta, el que tiene en su boca el Nombre de Dios, pero lo deshonra con sus obras, se hace digno de mayor castigo que el que no ha conocido nada de la fe. “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que ejecute la voluntad de mi Padre”.

Más perfecto que someterse forzadamente a las exigencias de la fe, retardando así constantemente la llegada a su cumbre, es entregarse a ella alegre y generosamente. Este es el segundo grado.

El que vive en la fe como un niño en casa de su padre, como el hombre libre en su domicilio, ya no siente más el peso de la fe, que tanto oprime a las almas esclavas. Vive en ella como en su propia patria y camina en la luz y en el mundo de la fe con una naturalidad y una clarividencia que no pueden por menos de causar la admiración y la envidia de cuantos no poseen una fe parecida.

Es en verdad algo grande el que la fe, con sus exigencias sobre nuestro espíritu, sobre nuestro corazón y sobre nuestra voluntad, llegue hasta el punto de convertirse para nosotros en una verdadera morada.

Pero todavía es algo más grande el que nosotros vivamos de la fe. Este es el tercer grado, la plenitud.

La fe vive en nosotros, y nosotros vivimos de la fe.

Los que viven de la fe, no necesitan indagar con gran esfuerzo lo que Dios quiere de ellos. En todos los sucesos, circunstancias y negocios de la vida reconocen y advierten, instintiva y como naturalmente, a Dios, la presencia y la acción de Dios.

No tienen necesidad de fiestas impresionantes ni de medios extraordinarios para ponerse en la presencia de Dios. Sienten presente a Dios aun en medio de sus más penosos trabajos y en medio de la batahola del mundo. Su vida, de día y de noche, es una continua llama de amor, que se consume en la presencia divina.

Este es el fruto de la vida de fe.

La fe ya no es para ellos algo externo: es la misma alma de su vida. Esta es la fe que ha hecho los Santos.

Cuando esta fe viva en nosotros, y nosotros vivamos esta fe, entonces habremos vencido al mundo, con sus concupiscencias, habremos vencido al pecado y al amor propio y no descansaremos hasta haber cumplido la última exigencia y el último consejo con que la fe excite nuestro amor y nuestra generosidad.

Creamos. Vivamos según la fe, vivamos en la fe, vivamos de la fe. El mundo nos odiará por ello; pero así debe ser. El mundo no puede comprender el espíritu que anima a los cristianos. Nuestra patria, nuestro mundo es el de la fe. Cuanto menos nos comprenda el mundo, cuanto más nos desprecie, más debemos agradecérselo a Dios.

Estimemos y amemos sobre todas las cosas la santa fe que hemos recibido en el Santo Bautismo. No descansemos hasta convertirla en nuestra propia carne y sangre, hasta hacer desaparecer por medio de ella todo pensamiento puramente humano y natural. Entonces habremos alcanzado la virtud perfecta.

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El Apóstol Tomás quiere ver, palpar. El Señor remedia su flaqueza con una admirable atención y condescendencia; pero no sin reprocharle: “Tomás, has creído porque me has visto. Bienaventurados los que no ven y, sin embargo, creen”.

El Tomás del domingo de Resurrección es el representante de todos aquellos que no quieren admitir ningún testimonio del Evangelio, de la Iglesia y del sacerdocio. Para ellos no tiene valor más que lo que ellos ven con sus propios ojos y tocan con sus propias manos.

Tomás es también el representante de todos aquellos que creen ciertamente en el testimonio del Evangelio y de la Iglesia, pero que, no obstante esto, en la práctica son incapaces de elevarse por encima de una mentalidad y de un concepto de la vida puramente naturalista y humano. Estos últimos recitan el Credo de la Iglesia, pero no poseen el espíritu de fe.

Desgraciadamente, así es la vida de muchos cristianos y católicos. Piensan, juzgan, valoran, hablan y obran lo mismo que piensa y vive el mundo que los rodea. No tienen otras aspiraciones más elevadas que las de los demás hombres del mundo: salud, prosperidad, ganancia, negocios, placeres, diversiones.

Cuando encuentran algo desagradable o difícil, se irritan, se alborotan, buscan en seguida un cabrito expiatorio, se lavan después las manos y hacen todo lo posible por librarse de lo desagradable y dificultoso.

Sus pensamientos e ideales son puramente naturales. Puramente naturales son, sobre todo, los móviles de sus deseos y acciones.

En general, la mayor parte de los católicos que rezan el Credo, en su vida práctica no se mueven más que por motivos puramente humanos y naturales.

Todos nosotros vivimos aún demasiado apegados a lo puramente natural. No vivimos la fe y de la fe, con la vista fija en Cristo, en Dios y en su santa voluntad.

¡De aquí esa inquietud, esa inseguridad, esa endeblez y ese vacío que tanto sentimos en nuestra vida interior!

Nuestro relajamiento es tan grande, que hasta ha invadido ya el círculo de nuestra vida de piedad. Muchas de las personas que pasan por sinceramente piadosas y espirituales, apenas tienen nada de tales. No buscan en su piedad más que los efectos puramente sensibles y el saciar su curiosidad. Ven con los ojos de los sentidos una piedad que no es otra cosa que una serie de impresiones sentimentales.

Esta piedad tiene un horror instintivo a las luchas, a los trabajos y a los sacrificios. Se aprovecha de las cosas espirituales, incluso de la oración y de los sacramentos, únicamente para satisfacer sus sentidos.

El espíritu permanece privado de todo verdadero fruto y se convierte en presa de una sequedad desoladora y de un permanente vacío.

Semejantes almas viven solamente de la superficie de las cosas, de la realidad. Son esclavas de la exterioridad, la cual constituye para ellas la cosa más importante, tanto en la oración como en sus trabajos y en el cumplimiento de sus deberes. No adelantan en el camino de Dios. Se eternizan en un cúmulo de prácticas externas.

Tampoco son profundas. Al contrario, miran las cosas y los acontecimientos de la vida desde su punto de vista más mezquino, tornándose, por ende ellas mismas mezquinas, estrechas, pedantes. Se anquilosan, se hacen esclavas de lo pequeño y de las pequeñeces, llegando en muchísimos casos hasta el ridículo.

Son inconsistentes, disipadas y cada vez más enclenques. Multiplican los esfuerzas, las oraciones y los ejercicios; pero, a pesar de todo esto, cada vez se tornan más quebradizas, más débiles, más raquíticas.

Poseen lo externo de la piedad, pero desconocen su espíritu. ¡Pobres almas, torturadas y estériles! Han edificado sobre el sentimentalismo, sobre los sentidos, no sobre el espíritu y sobre los fundamentos de la fe.

No viven con la vista fija en Dios, en la Providencia, en la presencia, en la voluntad de Dios. Por eso no tienen profundidad, ni fuerza, ni quietud interior, ni constancia.

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“Bienaventurados los que no ven y, sin embargo, creen.” “Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe.”

El espíritu de fe, la vida de fe, la costumbre de contemplar todo lo que nos ocurre a la luz de Dios, de la Providencia, de la permisión, de la ordenación y conducta, eternamente sabia y amorosa, de Dios.

La fe da luz, fuerza, profundidad, anchura y plena quietud.

Nosotros hemos resucitado con Cristo, nos hemos convertido en hombres nuevos, llenos de fuego y de espiritualidad.

Profundicemos todavía más esta nueva vida que se nos dio en Pascua, es decir, en nuestro Santo Bautismo.

Vivir así es conservar en nuestras costumbres y en toda nuestra vida el espíritu de las fiestas de Pascua, tal como no lo hace pedir la Santa Iglesia:

Suplicámoste, oh Dios omnipotente, nos concedas la gracia de que, habiendo concluido la celebración de las fiestas de Pascua, conservemos siempre su espíritu en nuestras costumbres y en toda nuestra vida. Amén.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo Ana Catalina Emmerich Parte IV

IX Desesperación de Judas

JUDAS

Mientras conducían a Jesús a casa de Pilatos, el traidor Judas oyó lo que se decía en el pueblo, y entendió palabras semejantes a éstas: “Lo conducen ante Pilatos; el gran Consejo ha condenado al Galileo a muerte; tiene una paciencia excesiva, no responde nada, ha dicho sólo que era el Mesías, y que estaría sentado a la derecha de Dios; por eso le crucificarán; el malvado que le ha vendido era su discípulo, y poco antes aún había comido con Él el cordero pascual; yo no quisiera haber tomado parte en esa acción; que el Galileo, sea lo que sea, al menos no ha conducido a la muerte a un amigo suyo por el dinero: “¡verdaderamente ese miserable merecería ser crucificado!”. Entonces la angustia, el remordimiento y la desesperación luchaban en el alma de Judas. Huyó, corrió como un insensato hasta el templo, donde muchos miembros del Consejo se habían reunido después del juicio de Jesús. Se miraron atónitos, y con una risa de desprecio lanzaron una mirada altanera sobre Judas, que, fuera de sí, arrancó de su cintura las treinta piezas, y presentándoselas con la mano derecha, dijo con voz desesperada: “Tomad vuestro dinero, con el cual me habéis hecho vender al Justo; tomad vuestro dinero, y dejad a Jesús. Rompo nuestro pacto; he pecado vendiendo la sangre del inocente”. Los sacerdotes le despreciaron; retiraron sus manos del dinero que les presentaba, para no manchársela tocando la recompensa del traidor, y le dijeron: “¡Qué nos importa que hayas pecado! Si crees haber vendido la sangre inocente, es negocio tuyo; nosotros sabemos lo que hemos comprado, y lo hallamos digno de muerte!”. Estas palabras dieron a Judas tal rabia y tal desesperación, que estaba como fuera de sí; los cabellos se le erizaron; rasgó el cinturón donde estaban las monedas, las tiró en el templo, y huyó fuera del pueblo.

Lo vi correr como un insensato en el vale de Hinón. Satanás, bajo una forma horrible, estaba a su lado, y le decía al oído, para llevarle a la desesperación, ciertas maldiciones de los Profetas sobre este valle, donde los judíos habían sacrificado sus hijos a los ídolos. Parecía que todas sus palabras lo designaban, como por ejemplo: “Saldrán y verán los cadáveres de los que han pecado contra mí, cuyos gusanos no morirán, cuyo fuego no se apagará”. Después repetía a sus oídos: “Caín ¿dónde está tu hermano Abel? ¿qué has hecho? Su sangre me grita: eres maldito sobre la tierra, estás errante y fugitivo”. Cuando llegó al torrente de Cedrón, y vio el monte de los Olivos, empezó a temblar, volvió los ojos y oyó de nuevo estas palabras: “Amigo mío, ¿qué vienes a hacer? ¡Judas, tú vendes al Hijo del hombre con un beso!”. Penetrado de horror hasta el fondo de su alma, llegó al pie de la montaña de los Escándalos, a un lugar pantanoso, lleno de escombros y de inmundicias. El ruido de la ciudad llegaba de cuando en cuando a sus oídos con más fuerza, y Satanás le decía: “Ahora le llevan a la muerte; tú le has vendido; ¿sabes tú lo que hay en la ley? El que vendiere un alma entre sus hermanos los hijos de Israel, y recibiere el precio, debe ser castigado con la muerte. ¡Acaba contigo, miserable, acaba!”. Entonces Judas, desesperado, tomó su cinturón y se colgó de un árbol que crecía en un bajo y que tenía muchas ramas. Cuando se hubo ahorcado, su cuerpo reventó, y sus entrañas se esparcieron por el suelo.

X Jesús conducido a presencia de Pilatos

Condujeron al Salvador a Pilatos por en medio de la parte más frecuentada de la ciudad. Caifás, Anás y muchos miembros del gran Consejo marchaban delante con sus vestidos de fiesta; los seguían un gran número de escribas y de judíos, entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los perversos fariseos que habían tomado la mayor parte de la acusación de Jesús. A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de soldados. Iba desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, la cara ensangrentada; y las injurias y los malos tratamientos continuaban sin cesar. Habían reunido mucha gente, para aparentar su entrada del Domingo de Ramos. Lo llamaban Rey, por burla; echaban delante de sus pies piedras, palos y pedazos de trapos; se burlaban de mil maneras de su entrada triunfal. Jesús debía probar en el camino cómo los amigos nos abandonan en la desgracia; pues los habitantes de Ofel estaban juntos a la orilla del camino, y cuando lo vieron en un estado de abatimiento, su fe se alteró, no pudiendo representarse así al Rey, al Profeta, al Mesías, al Hijo de Dios. Los fariseos se burlaban de ellos a causa de su amor a Jesús, y les decían: “Ved a vuestro Rey, saludadlo. ¿No le decís nada ahora que va a su coronación, antes de subir al trono? Sus milagros se han acabado; el Sumo Sacerdote ha dado fin a sus sortilegios”; y otros discursos de esta suerte.

Estas pobres gentes, que habían recibido tantas gracias y tantos beneficios de Jesús, se resfriaron con el terrible espectáculo que daban las personas más reverenciadas del país, los príncipes, los sacerdotes y el Sanhedrín. Los mejores se retiraron, dudando; los peores se juntaron al pueblo en cuanto les fue posible; pues los fariseos habían puesto guardias para mantener algún orden.

Eran poco más o menos las seis de la mañana, según nuestro modo de contar, cuando la tropa que conducía a Jesús llegó delante del palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los miembros del Consejo se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del tribunal. Jesús fue arrastrado hasta la escalera de Pilatos, quien estaba sobre una especie de azotea avanzada. Cuando vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con aire de desprecio. “¿Qué venís a hacer tan temprano? ¿Cómo habéis puesto a ese hombre en tal estado? ¿Comenzáis tan temprano a desollar vuestras víctimas?”. Ellos gritaron a los verdugos: “¡Adelante, conducidlo al tribunal!”; y después respondieron a Pilatos: “Escuchad nuestras acusaciones contra ese criminal. Nosotros no podemos entrar en el tribunal para no volvernos impuros”. Los alguaciles hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y lo condujeron así detrás de la azotea desde donde Pilatos hablaba a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verle tan horriblemente desfigurado por los malos tratamientos y conservando siempre una admirable expresión de dignidad, su desprecio hacia los príncipes de los sacerdotes se redobló; les dio a entender que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les dijo con tono imperioso: “¿De qué acusáis a este hombre?”. Ellos le respondieron: “Si no fuera un malhechor, no os lo hubiéramos presentado”. – “Tomadle, replicó Pilatos, y juzgadle según vuestra ley”. Los judíos dijeron: “Vos sabéis que nuestros derechos son muy limitados en materia de pena capital”. Los enemigos de Jesús estaban llenos de violencia y de precipitación; querían acabar con Jesús antes del tiempo legal de la fiesta, para poder sacrificar el Cordero pascual. No sabían que el verdadero Cordero pascual era el que habían conducido al tribunal del juez idólatra, en el cual temían contaminarse. Cuando el gobernador les mandó que presentasen sus acusaciones, lo hicieron de tres principales, apoyada cada una por diez testigos, y se esforzaron, sobre todo, en hacer ver a Pilatos que Jesús había violado los derechos del Emperador. Le acusaron primero de ser un seductor del pueblo, que perturbaba la paz pública y excitaba a la sedición, y presentaron algunos testimonios. Añadieron que seducía al pueblo con horribles doctrinas, que decía que debían comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dirigió a los judíos estas palabras picantes: “Parece que vosotros queréis seguir también su doctrina y alcanzar la vida eterna, pues queréis comer su carne y beber su sangre”. La segunda acusación era que Jesús excitaba al pueblo, a no pagar el tributo al Emperador. Aquí Pilatos, lleno de cólera, los interrumpió con el tono de un hombre encargado especialmente de esto, y les dijo: “Es un grandísimo embuste; yo debo saber eso mejor que vosotros”. Entonces los judíos pasaron a la tercera acusación. “Este hombre oscuro, de baja extracción, se ha hecho un gran partido, se ha hecho dar los honores reales; pues ha enseñado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el Rey prometido a los judíos, y se hace llamar así”. Esto fue también apoyado por diez testigos. Cuando dijeron que Jesús se hacía llamar el Cristo, el Rey de los judíos, Pilatos pareció pensativo. Fue desde la azotea a la sala del tribunal que estaba al lado, echó al pasar una mirada atenta sobre Jesús, y mandó a los guardias que se lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de un espíritu ligero y fácil de perturbar. No ignoraba que los Profetas de los judíos les habían anunciado, desde mucho tiempo, un ungido del Señor, un Rey libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. Pero no creía tales tradiciones sobre un Mesías, y si hubiese querido formarse una idea de ellas, se hubiera figurado un Rey victorioso y poderoso, como lo hacían los judíos instruidos de su tiempo y los herodianos. Por eso le pareció tan ridículo que acusaran a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de abatimiento, de haberse tenido por ese Mesías y por ese Rey.
Pero como los enemigos de Jesús habían presentado esto como un ataque a los derechos del Emperador, mandó traer al Salvador a su presencia para interrogarle. Pilatos miró a Jesús con admiración, y le dijo: “¿Tú eres, pues, el Rey de los judíos?”. Y Jesús respondió: “¿Lo dices tú por ti mismo, o porque otros te lo han dicho de mí?”. Pilatos, picado de que Jesús pudiera creerle bastante extravagante para hacer por sí mismo una pregunta tan rara, le dijo: “¿Soy yo acaso judío para ocuparme de semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos, porque has merecido la muerte. Dime lo que has hecho”. Jesús le dijo con majestad: “Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuese de este mundo, yo tendría servidores que combatirían por mí, para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo”. Pilatos se sintió perturbado con estas graves palabras y le dijo con tono más serio: “¿Tú eres Rey?”. Jesús respondió: “Como tú lo dices, yo soy Rey. He nacido y he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad, escucha mi voz”. Pilatos le miró, y dijo, levantándose: “¡La verdad! ¿Qué es la verdad?”. Hubo otras palabras, de que no me acuerdo bien. Pilatos volvió a la azotea: no podía comprender a Jesús; pero veía bien que no era un rey que pudiera dañar al Emperador, pues no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador se inquietaba poco por los reinos del otro mundo. Y así gritó a los príncipes de los sacerdotes desde lo alto de la azotea: “No hallo ningún crimen en este hombre”. Los enemigos de Jesús se irritaron, y por todas partes salió un torrente de acusaciones contra Él. Pero el Salvador estaba silencioso, y oraba por los pobres hombres; y cuando Pilatos se volvió hacia Él, diciéndole: “¿No respondes nada a esas acusaciones?”, Jesús no dijo una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir: “Yo veo bien que no dicen más que mentiras contra ti”. Pero los acusadores continuaron hablando con furor, y dijeron: “¡Cómo!, ¿no halláis crimen contra Él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar al pueblo y extender su doctrina en todo el país, desde la Galilea hasta aquí?”. Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un instante, y dijo: “¿Este hombre es Galileo y súbdito de Herodes?”. “Sí – respondieron ellos -: sus padres han vivido en Nazareth, y su habitación actual es Cafarnaum”. “Si es súbdito de Herodes – replicó Pilatos – conducidlo delante de él: ha venido aquí para la fiesta, y puede juzgarle”. Entonces mandó conducir a Jesús fuera del tribunal, y envió un oficial a Herodes para avisarle que le iban a presentar a Jesús de Nazareth, súbdito suyo. Pilatos, muy satisfecho con evitar así la obligación de juzgar a Jesús, deseaba  por otra parte hacer una fineza a Herodes, quien estaba reñido con él, y quería ver a Jesús. Los enemigos del Salvador, furiosos de ver que Pilatos los echaba así en presencia de todo el pueblo, hicieron recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y lo arrastraron, llenándolo de insultos y de golpes en medio de la multitud que cubría la plaza hasta el palacio de Herodes. Algunos soldados romanos se habían juntado a la escolta. Claudia Procla, mujer de Pilatos, le mandó a decir que deseaba muchísimo hablarle; y mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, subió secretamente a una galería elevada, y miraba la escolta con mucha agitación y angustia.

XI Origen del Via Crucis

Durante esta discusión, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan estuvieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando con un profundo dolor. Cuando Jesús fue conducido a Herodes, Juan acompañó a la Virgen y a Magdalena por todo el camino que había seguido Jesús. Así volvieron a casa de Caifás, a casa de Anás, a Ofel, a Getsemaní, al jardín de los Olivos, y en todos los sitios, donde el Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían con Él. La Virgen se prosternó más de una vez, y besó la tierra en los sitios en donde Jesús se había caído.
Este fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a la Pasión de Jesús, aun antes de que se cumpliera. La meditación de la Iglesia sobre los dolores de su Redentor comenzó en la flor más santa de la humanidad, en la Madre virginal del Hijo del hombre. La Virgen pura y sin mancha consagró para la Iglesia el Vía Crucis, para recoger en todos los sitios, como piedras preciosas, los inagotables méritos de Jesucristo; para recogerlos como flores sobre el camino y ofrecerlos a su Padre celestial por todos los que tienen fe. El dolor había puesto a Magdalena como fuera de sí. Su arrepentimiento y su gratitud no tenían límites, y cuando quería elevar hacia Él su amor, como el humo del incienso, veía a Jesús maltratado, conducido a la muerte, a causa de sus culpas, que había tomado sobre sí. Entonces sus pecados la penetraban de horror, su alma se le partía, y todos esos sentimientos se expresaban en su conducta, en sus palabras y en sus movimientos. Juan amaba y sufría. Conducía por la primera vez a la Madre de Dios por el camino de la cruz, donde la Iglesia debía seguirla, y el porvenir se le aparecía.

XII Pilatos y su mujer

Mientras conducían a Jesús a casa de Herodes, vi a Pilatos con su mujer Claudia Procla. Habló mucho tiempo con Pilatos, le rogó por todo lo que le era más sagrado, que no hiciese mal ninguno a Jesús, el Profeta, el Santo de los Santos, y le contó algo de las visiones maravillosas que había tenido acerca de Jesús la noche precedente.
Mientras hablaba, yo vi la mayor parte de esas visiones, pero no me acuerdo bien de qué modo se seguían. Ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús: la Anunciación de María, la Natividad, la Adoración de los Pastores y de los Reyes, la profecía de Simeón y de Ana, la huida a Egipto, la tentación en el desierto. Se le apareció siempre rodeado de luz, y vio la malicia y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles, vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, la santidad y los dolores de su Madre. Estas visiones le causaron mucha inquietud y mucha tristeza; que todos esos objetos eran nuevos para ella, estaba suspensa y pasmada, y veía muchas de esas cosas, como, por ejemplo, la degollación de los inocentes y la profecía de Simeón, que sucedían cerca de su casa. Yo sé bien
hasta qué punto un corazón compasivo puede estar atormentado por esas visiones; pues el que ha sentido una cosa, debe comprender lo que sienten los demás. Había sufrido toda la noche, y visto más o menos claramente muchas verdades maravillosas, cuando la despertó el ruido de la tropa que conducía a Jesús. Al mirar hacia aquel lado, vio al Señor, el objeto de todos esos milagros que le habían sido revelados, desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se trastornó a esta vista, y mandó enseguida llamar a Pilatos, y le contó, en medio de su agitación, lo que le acababa de suceder. Ella no lo comprendía todo, y no podía expresarlo bien; pero rogaba, suplicaba, instaba a su marido del modo más tierno. Pilatos, atónito y perturbado, unía lo que le decía su mujer con lo que había recogido de un lado y de otro acerca de Jesús, se acordaba del furor de los judíos, del silencio de Jesús y de las maravillosas respuestas a sus preguntas. Agitado e inquieto, cedió a los ruegos de su mujer, y le dijo: “He declarado que no hallaba ningún crimen en ese hombre. No lo condenaré: he reconocido toda la malicia de los judíos”. Le habló también de lo que le había dicho Jesús; prometió a su mujer no condenar a Jesús, y le dio una prenda como garantía de su promesa. No sé si era una joya, un anillo o un sello. Así se separaron. Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, lleno de orgullo, y al mismo tiempo de bajeza: no retrocedía ante las acciones más vergonzosas, cuando encontraba en ellas su interés, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones más ridículas cuando estaba en una posición difícil. Así en la actual circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía incienso en lugar secreto de su casa, pidiéndoles señales. Una de sus prácticas supersticiosas era ver comer a los pollos; pero todas estas cosas me parecían horribles, tan tenebrosas y tan infernales, que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. La mayor confusión reinaba en sus ideas, y él mismo no sabía lo que quería.

XIII Jesús delante de Herodes

El Tetrarca Herodes tenía su palacio situado al norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad, no lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos se había juntado a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadas que formaban una especie de trono. Los príncipes de los sacerdotes entraron y se pusieron a los lados, Jesús se quedó en la puerta. Herodes estuvo muy satisfecho al ver que Pilatos le reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, el derecho de juzgar a un Galileo. También se alegraba viendo delante de su tribunal, en estado de abatimiento, a ese Jesús que nunca se había dignado presentársele. Había recibido tantas relaciones acerca de Él, de parte de los herodianos y de todos sus espías, que su curiosidad estaba excitada. Cuando Herodes vio a Jesús tan desfigurado, cubierto de golpes, la cara ensangrentada, su vestido manchado, aquel príncipe voluptuoso y sin energía sintió una compasión mezclada de disgusto. Profirió el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia, y dijo a los sacerdotes: “Llevadlo, limpiadlo; ¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan lleno de heridas?”. Los alguaciles llevaron a Jesús al vestíbulo, trajeron agua y lo limpiaron, sin cesar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad; parecía que quería imitar la conducta de Pilatos, pues también les dijo: “Ya se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes de tiempo”. Los príncipes de los sacerdotes reproducían con empeño sus quejas y sus acusaciones. Herodes, con énfasis y largamente, repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que hiciera un prodigio. Jesús no respondía una palabra, y estaba delante de él con los ojos bajos, lo que irritó a Herodes. Me fue explicado que Jesús no habló, por estar Herodes excomulgado, a causa de su casamiento adúltero con Herodías y de la muerte de Juan Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el silencio de Jesús, y comenzaron otra vez sus acusaciones: añadieron que había llamado a Herodes una zorra, y que pretendía establecer una nueva religión. Herodes, aunque irritado contra Jesús, era siempre fiel a sus proyectos políticos. No quería condenar al que Pilatos había declarado inocente, y creía conveniente mostrarse obsequioso hacia el gobernador en presencia de los
príncipes de los sacerdotes. Llenó a Jesús de desprecios, y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: “Tomad a ese insensato, y rendid a ese Rey burlesco los honores que merece. Es más bien un loco que un criminal”. Condujeron al Salvador a un gran patio, donde lo llenaron de malos tratamientos y de escarnio. Uno de ellos trajo un gran saco blanco y con grandes risotadas se lo echaron sobre la cabeza a Jesús. Otro soldado trajo otro pedazo de tela colorada, y se la pusieron al cuello. Entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le pegaban en la cara, porque no había querido responder a su Rey. Le hacían mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él
como para hacerle danzar; habiéndolo echado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio, de modo que su sagrada cabeza pegaba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron, para renovar los insultos. Su cabeza estaba ensangrentada y lo vi caer tres veces bajo los golpes; pero vi también ángeles que le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo, los golpes que le daban hubieran sido mortales. El tiempo urgía, los príncipes de los sacerdotes tenían que ir al templo, y cuando supieron que todo estaba dispuesto como lo habían mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste,para conformarse con las ideas de Pilatos, le mandó a Jesús cubierto con el vestido de escarnio.

XIV De Herodes a Pilatos

Los enemigos de Jesús le condujeron de Herodes a Pilatos. Estaban avergonzados de tener que volver al sitio donde había sido ya declarado inocente. Por eso tomaron otro camino mucho más largo, para presentarle en medio de su humillación a otra parte de la ciudad, y también con el fin de dar tiempo a sus agentes para que agitaran los grupos conforme a sus proyectos. Ese camino era más duro y más desigual, y todo el tiempo que duró no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le impedía andar, se cayó muchas veces en el lodo, lo levantaron a patadas, y dándole palos en la cabeza; recibió ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como del pueblo que se juntaba en el camino. Jesús pedía a Dios no morir, para poder cumplir su pasión y nuestra redención. Eran las ocho y cuarto cuando llegaron al palacio de Pilatos. La Virgen Santísima, Magdalena, y otras muchas santas mujeres, hasta veinte, estaban en un sitio, donde lo podían oír todo. Un criado de Herodes había venido ya a decir a Pilatos que su amo estaba lleno de gratitud por su fineza, y que no habiendo hallado en el célebre Galileo más que un loco estúpido, le había tratado como tal, y se lo volvía. Los alguaciles hicieron subir a Jesús la escalera con la brutalidad ordinaria; pero se enredó en su vestido, y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se tiñeron con la sangre de su cabeza sagrada; el pueblo reía de su caída y los soldados le pegaban para levantarlo. Pilatos avanzó sobre la azotea, y dijo a los acusadores de Jesús: “Me habéis traído a este hombre, como a un agitador del pueblo, le he interrogado delante de vosotros y no le he hallado culpable del crimen que le imputáis. Herodes tampoco le encuentra criminal. Por consiguiente, le mandaré azotar y dejarle”. Violentos murmullos se elevaron entre los fariseos.Era el tiempo en que el pueblo venía delante del gobernador romano para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de un preso. Los fariseos habían enviado sus agentes con el fin de excitar a la multitud, a no pedir la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos esperaba que pedirían la libertad de Jesús, y tuvo la idea de dar a escoger entre Él y un insigne criminal, llamado Barrabás, que horrorizaba a todo el mundo. Hubo un movimiento en el pueblo sobre la plaza: un grupo se adelantó, encabezado por sus oradores, que gritaron a Pilatos: “Haced lo que habéis hecho siempre por la fiesta”.  Pilatos les dijo: “Es costumbre que liberte un criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que liberte: a Barrabás o al Rey de los Judíos, Jesús, que dicen el ungido del Señor?”.

A esta pregunta de Pilatos hubo alguna duda en la multitud, y sólo algunas voces gritaron: “¡Barrabás!”. Pilatos, habiendo sido llamado por un criado de su mujer, salió de la azotea un instante, y el criado le presentó la prenda que él le había dado, diciéndole: “Claudia Procla os recuerda la promesa de esta mañana”. Mientras tanto los fariseos y los príncipes de los sacerdotes estaban en una grande agitación, amenazaban y ordenaban. Pilatos había devuelto su prenda a su mujer, para decirle que quería cumplir su promesa, y volvió a preguntar con voz alta: “¿Cuál de los dos queréis que liberte?”. Entonces se elevó un grito general en la plaza: “No queremos a este, sino a Barrabás”. Pilatos dijo entonces: “¿Qué queréis que haga con Jesús, que se llama Cristo?”. Todos gritaron tumultuosamente: “¡Que sea crucificado!, ¡que sea crucificado!”. Pilatos preguntó por tercera vez: “Pero, ¿qué mal ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte. Voy a mandarlo azotar y dejarlo”. Pero el grito “¡crucificadlo!, ¡crucificadlo!” se elevó por todas partes como una tempestad infernal; los príncipes de los sacerdotes y los fariseos se agitaban y gritaban como furiosos. Entonces el débil Pilatos dio libertad al malhechor Barrabás, y condenó a Jesús a la flagelación.

XV Flagelación de Jesús

Pilatos, juez cobarde y sin resolución, había pronunciado muchas veces estas palabras, llenas de bajeza: “No hallo crimen en Él; por eso voy a mandarle azotar y a darle libertad”. Los judíos continuaban gritando: “¡Crucificadlo! ¡crucificadlo!”. Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad prevaleciera y mandó azotar a Jesús a la manera de los romanos. Al norte del palacio de Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna que servía para azotar. Los verdugos vinieron con látigos, varas y cuerdas, y las pusieron al pie de la columna. Eran seis hombres morenos, malhechores de la frontera de Egipto, condenados por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más perversos de entre ellos hacían el oficio de verdugos en el Pretorio. Esos hombres crueles habían ya atado a esa misma columna y azotado hasta la muerte a algunos pobres condenados. Dieron de puñetazos al Señor, le arrastraron con las cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron brutalmente a la columna. Esta columna estaba sola y no servía de apoyo a ningún edificio. No era muy elevada; pues un hombre alto, extendiendo el brazo, hubiera podido alcanzar la parte superior. A media altura había anillas y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos perros furiosos arrastraron a Jesús: le arrancaron la capa de irrisión de Herodes y le echaron casi al suelo. Jesús abrazó a la columna; los verdugos le ataron las manos, levantadas por
alto a un anillo de hierro, y extendieron tanto sus brazos en alto, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la columna, tocaban apenas al suelo. El Señor fue así extendido con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de esos furiosos comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado desde la cabeza hasta los pies. Sus látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible; puede ser también que fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco. El Hijo de Dios temblaba y se retorcía como un gusano. Sus gemidos dulces y claros se oían como una oración en medio del ruido de los golpes. De cuando en cuando los gritos del pueblo y de los fariseos, cual tempestad ruidosa, cubrían sus quejidos dolorosos y llenos de bendiciones, diciendo: “¡Hacedlo morir! ¡crucificadlo!”. Pilatos estaba todavía hablando con el pueblo, y cada vez que quería decir algunas palabras en medio del tumulto popular, una trompeta tocaba para pedir silencio. Entonces se oía de nuevo el ruido de los azotes, los quejidos de Jesús, las imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales. Ese balido presentaba un espectáculo tierno: eran las sotavoces que se unían a los gemidos de Jesús. El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna, los soldados romanos ocupando diferentes puntos, iban y venían, muchos profiriendo insultos, mientras que otros se sentían conmovidos y parecía que un rayo de Jesús les tocaba. Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los verdugos, y les trajeron un cántaro de una bebida espesa y colorada, para que se embriagasen. Pasado un cuarto de hora, los verdugos que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. La sangre del Salvador corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas. Los segundos verdugos se echaron con una nueva rabia sobre Jesús; tenían otra especie de varas: eran de espino con nudos y puntas. Los golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; su sangre saltó a cierta distancia, y ellos tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos extranjeros pasaron por la plaza, montados sobre camellos y se llenaron de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que pasaba. Eran viajeros que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los griegos no cesaban alrededor de la casa de Pilatos. Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas unos garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a cada golpe. ¡Ah! ¡quién podría expresar este terrible y doloroso espectáculo! La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora, cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por
Jesús, se precipitó sobre la columna con una navaja, que tenía la figura de una cuchilla, gritando en tono de indignación: “¡Parad! No peguéis a ese inocente hasta hacerle morir”. Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó rápidamente las cuerdas, atadas detrás de la columna, y se escondió en la multitud. Jesús cayó, casi sin conocimiento, al pie de la columna sobre el suelo, bañado en sangre. Los verdugos le dejaron, y se fueron a beber, llamando antes a los criados, que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.

Vi a la Virgen Santísima en un éxtasis continuo durante la flagelación de nuestro divino Redentor. Ella vio y sufrió con un amor y un dolor indecibles todo lo que sufría su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos y sus ojos estaban bañados en lágrimas. Las santas mujeres, temblando de dolor y de inquietud, rodeaban a la Virgen y lloraban como si hubiesen esperado su sentencia de muerte. María tenía un vestido largo azul, y por encima una capa de lana blanca, y un velo de un blanco casi amarillo. Magdalena, pálida y abatida de dolor, tenía los cabellos en desorden debajo de su velo. La cara de la Virgen estaba pálida y desencajada, sus ojos colorados de las lágrimas. No puedo expresar su sencillez y dignidad. Desde ayer no ha cesado de andar errante, en medio de angustias, por el valle de Josafat y las calles de Jerusalén, y, sin embargo, no hay ni desorden ni descompostura en su vestido, no hay un solo pliegue que no respire santidad; todo en ella es digno, lleno de pureza y de inocencia. María mira majestuosamente a su alrededor, y los pliegues de su velo, cuando vuelve la cabeza, tienen una vista singular. Sus movimientos son sin violencia, y en medio del dolor más amargo, su aspecto es sereno. Su vestido está húmedo del rocío de la noche y de las abundantes lágrimas que ha derramado. Es bella, de una belleza indecible y sobrenatural; esta belleza es pureza inefable, sencillez, majestad y santidad. Magdalena tiene un aspecto diferente. Es más alta y más fuerte, su persona y sus movimientos son más pronunciados. Pero las pasiones, el arrepentimiento, su dolor enérgico han destruido su belleza. Da miedo al verla tan desfigurada por la violencia de su desesperación; sus largos cabellos cuelgan desatados debajo de su velo despedazado. Está toda trastornada, no piensa más que en su dolor, y parece casi una loca. Hay mucha gente de Magdalum y de sus alrededores que la han visto llevar una vida escandalosa. Como ha vivido mucho tiempo escondida, hoy la señalan con el dedo y la llenan de injurias, y aún los hombres del populacho de Magdalum le tiran lodo. Pero ella no advierte nada, tan grande y fuerte es su dolor. Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de tela.
No sé si creía que Jesús sería libertado, y que su Madre necesitaría esa tela para curar sus llagas o si esa pagana compasiva sabía a qué uso la Virgen Santísima destinaría su regalo. María viendo a su Hijo despedazado, conducido por los soldados, extendió las manos hacia Él y siguió con los ojos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose apartado el pueblo, María y Magdalena se acercaron al sitio en donde Jesús había sido azotado; escondidas por las otras santas mujeres, se bajaron al suelo cerca de la columna, y limpiaron por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla había mandado. Eran las nueve de la mañana cuando acabó la flagelación.

XVI La coronación de espinas

La coronación de espinas se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia. El pueblo estaba alrededor del edificio; pero pronto fue rodeado de mil soldados romanos, puestos en buen orden, cuyas risas y burlas excitaban el ardor de los verdugos de Jesús, como los aplausos del público excitan a los cómicos. En medio del patio había el trozo de una columna; pusieron sobre él un banquillo muy bajo. Habiendo arrastrado a Jesús brutalmente a este asiento, le pusieron la corona de espinas alrededor de la cabeza, y le atacaron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas eran torcidas a propósito para adentro. Habiéndosela atado, le pusieron una caña en la mano; todo
esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si realmente lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron con tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador se inundaron de sangre. Sus verdugos arrodillándose delante de Él le hicieron burla, le escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: “¡Salve, Rey de los judíos!”. No podría repetir todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. El Salvador sufría una sed horrible, su lengua estaba retirada, la sangre sagrada, que corría de su cabeza, refrescaba su boca ardiente y entreabierta. Jesús fue así maltratado por espacio de media hora en medio de la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor del Pretorio.

XVII ¡Ecce Homo!

Jesús, cubierto con la capa colorada, la corona de espinas sobre la cabeza, y el cetro de cañas en las manos atadas, fue conducido al palacio de Pilatos. Cuando llegó delante del gobernador, este hombre cruel no pudo menos de temblar de horror y de compasión, mientras el pueblo y los sacerdotes le insultaban y le hacían burla. Jesús subió los escalones. Tocaron la trompeta para anunciar que el gobernador quería hablar. Pilatos se dirigió a los príncipes de los sacerdotes y a todos los circunstantes, y les dijo: “Os lo presento otra vez para que sepáis que no hallo en Él ningún crimen”. Jesús fue conducido cerca de Pilatos, de modo que todo el pueblo podía verlo. Era un espectáculo terrible y lastimoso la aparición del Hijo de Dios ensangrentado, con la corona de espinas, bajando sus ojos sobre el pueblo, mientras Pilatos, señalándole con el dedo, gritaba a los judíos: “¡Ecce Homo!”. Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos, llenos de furia, gritaron: “¡Que muera! ¡Que sea crucificado!”. – “¿No basta ya?”, dijo Pilatos. “Ha sido tratado de manera que no le quedará gana de ser Rey”. Pero estos insensatos gritaron cada vez más: “¡Que muera! ¡Que sea crucificado!”. Pilatos mandó tocar la trompeta, y dijo: “Entonces, tomadlo y crucificadlo, pues no hallo en Él ningún crimen”. Algunos de los sacerdotes gritaron: “¡Tenemos una ley por la cual debe morir, pues se ha llamado Hijo de Dios!”. Estas palabras, se ha llamado Hijo de Dios, despertaron los temores supersticiosos de Pilatos; hizo conducir a Jesús aparte, y le preguntó de dónde era. Jesús no respondió, y Pilatos le dijo: “¿No me respondes? ¿No sabes que puedo crucificarte o ponerte en libertad?”. Y Jesús respondió: “No tendrías tú ese poder sobre mí, si no lo hubieses recibido de arriba; por eso el que me ha entregado en tus manos ha cometido un gran pecado”.
Pilatos, en medio de su incertidumbre, quiso obtener del Salvador una respuesta que lo sacara de este penoso estado: volvió al Pretorio, y se estuvo solo con Él. “¿Será posible que sea un Dios? se decía a sí mismo, mirando a Jesús ensangrentado y desfigurado; después le suplicó que le dijera si era Dios, si era el Rey prometido a los judíos, hasta dónde se extendía su imperio, y de qué orden era su divinidad. No puedo repetir más que el sentido de la respuesta de Jesús. El Salvador le habló con gravedad y severidad; le dijo en qué consistía su reino y su imperio; después le reveló todos los crímenes secretos que él había cometido; le predijo la suerte miserable que le esperaba, y le anunció que el Hijo del hombre vendría a pronunciar contra él un juicio justo. Pilatos, medio atemorizado y medio irritado de las palabras de Jesús, volvió al balcón, y dijo otra vez que quería libertar a Jesús. Entonces gritaron: “¡Si lo libertas, no eres amigo del César!”. Otros decían que lo acusarían delante del Emperador, de haber agitado su fiesta, que era menester acabar, porque a las diez tenían que estar en el templo. Por todas partes se oía gritar: “¡Que sea crucificado!”; hasta encima de las azoteas, donde había muchos subidos. Pilatos vio que sus esfuerzos eran inútiles. El tumulto y los gritos eran horribles, y la agitación del pueblo era tan grande que podía temerse una insurrección. Pilatos mandó que le trajesen agua; un criado se la echó sobre las manos delante del pueblo, y el gritó desde lo alto de la azotea: “Yo soy inocente de la sangre de este Justo; vosotros responderéis por ella”. Entonces se levantó un grito horrible y unánime de todo el pueblo, que se componía de gentes de toda la Palestina: “¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros descendientes!”.

XVIII Jesús condenado a muerte

Cuando los judíos, habiendo pronunciado la maldición sobre sí y sobre sus hijos, pidieron que esa sangre redentora, que pide misericordia para nosotros, pidiera venganza contra ellos; Pilatos mandó traer sus vestidos de ceremonia, se puso un tocado, en donde brillaba una piedra preciosa y otra capa. Estaba rodeado de soldados, precedido de oficiales del tribunal y por delante tenía un hombre que tocaba la trompeta. Así fue desde su palacio hasta la plaza, donde había, enfrente de la columna de la flagelación, un sitio elevado para pronunciar los juicios. Este tribunalse llamaba Gabbata: era una elevación redonda, donde se subía por escalones.
Muchos de los fariseos se habían ido ya al templo. No hubo más que Anás, Caifás y otros veintiocho, que vinieron al tribunal cuando Pilatos se puso sus vestidos de ceremonia. Los dos ladrones también fueron conducidos al tribunal, y el Salvador, con su capa colorada y su corona de espinas, fue colocado en medio de ellos. Cuando Pilatos se sentó, dijo a los judíos: “¡Ved aquí a vuestro Rey!”; y ellos respondieron: “¡Crucificadlo!”. “¿Queréis que crucifique a vuestro Rey?”, volvió a decir Pilatos. “¡No tenemos más Rey que al César!” gritaron los príncipes de los sacerdotes. Pilatos no dijo nada más, y comenzó a pronunciar el juicio. Los príncipes de los sacerdotes habían diferido la ejecución de los dos ladrones, ya anteriormente condenados al suplicio de la cruz, porque querían hacer una afrenta más a Jesús, asociándolo en su suplicio a dos malhechores de la última clase. Pilatos comenzó por un largo preámbulo, en el cual daba los nombres más sublimes al emperador Tiberio; después expuso la acusación intentada contra Jesús, que los príncipes de los sacerdotes habían condenado a muerte, por haber agitado la paz pública y violado su ley, haciéndose llamar Hijo de dios y Rey de los judíos, habiendo el pueblo pedido su muerte por voz unánime. El miserable añadió que encontraba esa sentencia conforme a la justicia, él, que no había cesado de proclamar la inocencia de Jesús, y al acabar dijo: “Condeno a Jesús de Nazareth, Rey de los judíos, a ser crucificado”; y mandó traer la cruz. Me parece que rompió un palo largo y que tiró los pedazos a los pies de Jesús. Mientras Pilatos pronunciaba su juicio inicuo, vi que su mujer Claudia Procla le devolvía su prenda y la renunciaba. La tarde de este mismo día se salió secretamente del palacio, para refugiarse con los amigos de Jesús. Ese mismo día, a poco tiempo después, vi a un amigo del Salvador grabar sobre una piedra verdusca, detrás de la altura de Gabbata, dos líneas donde había estas palabras: Judex injustus, y el nombre de Claudia Procla. Esta piedra se halla todavía en los cimientos de una casa o de una iglesia en Jerusalén, en el sitio donde estaba Gabbata. Claudia Procla se hizo cristiana, siguió a San Pablo, y fue su fiel discípula.Los dos ladrones estaban a la derecha y a la izquierda de Jesús: tenían las manos atadas y una cadena al cuello; el que se convirtió después, se mantuvo desde entonces tranquilo y pensativo; el otro, grosero e insolente, se unió a los alguaciles para maldecir e insultar a Jesús, que miraba a sus dos compañeros con amor, y ofrecía sus tormentos por la salvación. Los
alguaciles juntaban los instrumentos del suplicio, y lo preparaban todo para esta terrible y dolorosa marcha. Anás y Caifás habían acabado sus discusiones con Pilatos: tenían dos bandas de pergamino con la copia de la sentencia, y se dirigían con precipitación al templo temiendo llegar tarde.

XIX Jesús con la Cruz a cuestas

Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados vinieron a caballo para acompañar al suplicio a nuestro Redentor.

Los alguaciles lo condujeron al medio de la plaza, donde vinieron esclavos a echar la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracia por la redención del género humano. Los soldados levantaron a Jesús sobre sus rodillas, y tuvo que cargar con mucha pena con esta carga pesada sobre su hombro derecho. Vi ángeles invisibles ayudarle, pues si no, no hubiera podido levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el pescuezo a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos; las grandes piezas las llevaban esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó; uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, arrodillado bajo su carga; y entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de los reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.
Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol de la cruz y dos soldados la mantenían en el aire; otros cuatro tenían cuerdas atadas a la cintura de Jesús. El Salvador, bajo su peso, me recordó a Isaac, llevando a la montaña la leña para su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de marcha, porque el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumultuoso.
Iba a caballo, rodeado de sus oficiales y de tropa de caballería. Detrás venía un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos de la frontera de Italia y de Suiza. Delante se veía una trompa que tocaba en todas las esquinas y proclamaba la sentencia. A pocos pasos seguía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones.

Detrás se notaban algunos fariseos a caballo, y un joven que llevaba sobre el pecho la inscripción que Pilatos había hecho para la cruz. Llevaban también en la punta de un palo la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras cargaba la cruz. Al fin venía nuestro Señor, los pies desnudos y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, debilitado por la pérdida de la sangre y devorado de calentura y de sed. Con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; su mano izquierda, cansada, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantarse su largo vestido, con que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados tenían a grande distancia la punta de los cordeles atados a la
cintura; los dos de delante le tiraban; los dos que seguían le empujaban, de suerte que no podía asegurar su paso. A su rededor no había más que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados también por cuerdas. La mitad de los fariseos a caballo cerraba la marcha; algunos de ellos corrían acá y allá para mantener el orden. A una distancia bastante grande venía la escolta de Pilatos: el gobernador romano tenía su uniforme de guerra; en medio de sus oficiales, precedido de un escuadrón de caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza, y entró en una calle bastante ancha. Jesús fue conducido por una calle estrecha, para no estorbar a la gente que iba al templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte del pueblo se había puesto en movimiento, después de haber condenado a Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al templo; sin embargo, la multitud era todavía numerosa, y se precipitaban delante para ver pasar la triste procesión. La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas, los esclavos le tiraban lodo y hasta los niños traían piedras en sus vestidos para echarlas delante de los pies
del Salvador.

XX Primera caída de Jesús debajo de la Cruz

La calle, poco antes de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube un poco; por ella pasa un acueducto subterráneo, que viene del monte de Sión. Antes de la subida hay un hoyo, que tiene con frecuencia agua y lodo cuando llueve, por cuya razón han puesto una piedra grande para facilitar el paso. Cuando llegó Jesús a este sitio, ya no podía andar; como los solados tiraban de Él y lo empujaban sin misericordia, cayó a lo largo contra esa piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se pararon, llenándolo de imprecaciones y pegándole; en vano Jesús tendía la mano para que le ayudasen, diciendo: “¡Ah, presto se acabará!”, y rogó por sus verdugos; mas los fariseos gritaron: “¡Levantadlo, si no morirá en nuestras manos!”. A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de espinas. Habiéndolo levantado, le cargaron la cruz sobre los hombros, y tuvo que ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre su  hombro el peso con que estaba cargado.

XXI Jesús encuentra a su Santísima Madre – Segunda caída

La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia inicua, acompañada de Juan y de algunas mujeres, había visitado muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús; pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la marcha hasta el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver todavía a su Divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los sitios por donde Jesús debía pasar: se fueron a un palacio, cuya puerta daba a la calle, donde entró la escolta después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la habitación del sumo pontífice Caifás. Juan obtuvo deun criado o portero compasivo el permiso de ponerse en la puerta con María y los que la acompañaban. La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos llenos de lágrimas y cubierta enteramente de una capa parda azulada. Se oía ya el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta, y la voz del pregonero, publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta, el ruido era cada vez más fuerte y espantoso. María oró, y dijo a Juan: “¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir? ¿Podré yo soportarlo?”. Al fin salieron a la puerta. María se paró, y miró; la escolta estaba a ochenta pasos; no había gente delante, sino por los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos de suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de esos
hombres preguntó: “¿Quién es esa mujer que se lamenta?”; y otro respondió: “Es la Madre del Galileo”. Los miserables al oír tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los presentó a la Virgen en tono de burla. María miró a Jesús y se agarró a la puerta para no caerse. Los fariseos pasaron a caballo, después el niño que llevaba la inscripción, detrás su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la cruz, inclinando sobre su hombro la cabeza coronada de espinas. Echaba sobre su Madre una mirada de compasión, y habiendo tropezado cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos. María, en medio de la violencia de su dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado, y se abrazó a Él. Yo oí estas palabras: “¡Hijo mío!” – “¡Madre mía!”. Pero no sé si realmente fueron pronunciadas, o sólo en el pensamiento. Hubo un momento de desorden: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo: “Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría en nuestras manos”. Algunos soldados tuvieron compasión. Juan y las santas mujeres la condujeron atrás a la misma puerta, donde la vi caer sobre sus rodillas y dejar en la piedra angular la impresión de sus manos. Esta piedra, que era muy dura, fue transportada a la primera iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el episcopado de Santiago el Menor. Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús y habiéndole acomodado la cruz sobre sus hombros, le empujaron con mucha crueldad para que siguiese adelante.

XXII Simón Cirineo – Tercera caída de JesúsLlegaron a la puerta de una muralla vieja, interior de la ciudad. Delante de ella hay una plaza, de donde salen tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al templo, exclamaron llenas de compasión: “¡Ah! ¡El pobre hombre se muere!”. Hubo algún tumulto; no podían poner a Jesús en pie, y los fariseos dijeron a los soldados: “No podremos llevarlo vivo, si no buscáis a un hombre que le ayude a llevar la cruz”. Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo, acompañado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero, y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba en medio de la multitud, de donde no podía salir, y los soldados, habiendo reconocido por su vestido que era un pagano y un obrero de la clase inferior, lo llamaron y le mandaron que ayudara al Galileo a llevar su cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Simón sentía mucho disgusto y repugnancia, a causa del triste estado en que se hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba, y le miraba con ternura. Simón le ayudó a levantarse, y al instante los alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. Él seguía a Jesús, que se sentía aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto,
de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos de diversos colores. Dos eran ya crecidos, se llamaban Rufo y Alejandro: se reunieron después a los discípulos de Jesús. El tercero era más pequeño, y lo he visto con San Esteban, aún niño. Simón no llevó mucho tiempo la cruz sin sentirse penetrado de compasión.

XXIII La Verónica y el Sudario

La escolta entró en una calle larga que torcía un poco a la izquierda, y que estaba cortada por otras transversales. Muchas personas bien vestidas se dirigían al templo; pero algunas se retiraban a la vista de Jesús, por el temor farisaico de contaminarse; otras mostraban alguna compasión. Habían andado unos doscientos pasos desde que Simón ayudaba a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de aspecto imponente, llevando de la mano a una niña, salió de una bella casa situada a la izquierda, y se puso delante. Era Serafia, mujer de Sirac, miembro del Consejo del templo, que se llamaba Verónica, de Vera Icon (verdadero retrato), a causa de lo que hizo en ese día. Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor en su camino de dolor. Salió a la calle, cubierta de su velo; tenía un paño sobre sus hombros; una niña de nueve años, que había adoptado por hija, estaba a su lado, y escondió, al acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los que iban delante quisieron rechazarla; mas ella se abrió paso en medio de la multitud, de los soldados y de los alguaciles, y llegando hasta Jesús, se arrodilló, y le presentó el paño extendido diciendo: “Permitidme que limpie la cara de mi Señor”. El Señor tomó el paño, lo aplicó sobre su cara ensangrentada, y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su capa, y se levantó. La niña levantó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no permitieron que bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían excitado un movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta como unos dos minutos. Verónica había podido presentar el sudario. Los fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y sobre todo, de este homenaje público, rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras Verónica entraba en su casa.
Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenía delante, y cayó sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Un conocido que venía a verla la halló así al lado de un lienzo extendido, donde la cara ensangrentada de Jesús estaba estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con este espectáculo, la hizo volver en sí, y le mostró el sudario delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: “Ahora lo quiero dejar todo, pues el Señor me ha dado un recuerdo”. Este sudario era de lana fina, tres veces más largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer a los afligidos o enfermos, o a limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el sudario a la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los Apóstoles.

XXIV Las hijas de Jerusalén 

La escolta estaba todavía a cierta distancia de la puerta, situada en la dirección del sudoeste. Al acercarse a la puerta los alguaciles empujaron a Jesús en medio de un lodazal. Simón Cirineo quiso pasar por el lado, y habiendo ladeado la cruz, Jesús cayó por cuarta vez. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible: “¡Ah Jerusalén, cuánto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tú me echas cruelmente fuera de tus puertas!”. Al oír estas palabras, los fariseos le insultaron de nuevo, y pegándole lo arrastraron para sacarlo del lodo. Simón Cirineo se indignó tanto de ver esta crueldad, que exclamó: “Si no cesáis de insultarle suelto la cruz, aunque me matéis”. Al salir de la puerta encontraron una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y mujeres pobres de Belén, de Hebrón y de otros lugares circunvecinos, que habían venido a Jerusalén para celebrar la Pascua. Jesús desfalleció; Simón se acercó a Él y le sostuvo, impidiendo así que se cayera del todo. Esta es la quinta caída de Jesús debajo de la cruz. A vista de su cara tan desfigurada y tan llena de heridas, comenzaron a dar lamentos, y según la costumbre de los judíos, le presentaron lienzos para limpiarse el rostro. El Salvador se volvió hacia ellas, y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: “¡Felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar”. Entonces empezarán a decir a los montes: “¡Caed sobre nosotros!”; y a las alturas: “¡Cubridnos! Pues si así se trata al leño verde, ¿qué se hará con el seco?”. Aquí pararon en este sitio: los que llevaban los instrumentos de suplicio fueron al monte Calvario, seguidos de cien soldados romanos de la escolta de Pilatos, quien al llegar a la puerta, se volvió al interior de la ciudad.

XXV Jesús sobre el Gólgota

Se pusieron en marcha. Jesús, doblando bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho trabajo el rudo camino que se dirigía al norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino tuerce al mediodía se cayó por sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Los malos tratamientos que aquí le dieron llegaron a su colmo. El Salvador llegó a la roca del Calvario, donde cayó por séptima vez. Simón Cirineo, maltratado también y agobiado por el cansancio, estaba lleno de indignación: hubiera querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles lo echaron, llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos. Echaron también a toda la gente que había venido por mera curiosidad. Los fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario. El llano que hay en la elevación, el sitio del suplicio, es de forma circular y está rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Estos cinco caminos se hallan en muchos sitios del país, en los cuales se baña, se bautiza, en la piscina de Betesda: muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay en esto una profunda significación profética, a causa de la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco llagas del Salvador. Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al lado occidental, donde la cuesta es suave: el lado por donde conducen a los condenados, es áspero y rápido. Cien soldados romanos se hallaban alrededor del llano. Mucha gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros, esclavos, paganos, sobre todo mujeres, rodeaban el llano y las alturas circunvecinas, no temiendo contaminarse. Eran las doce menos cuarto cuando el Señor dio la última caída y echaron a Simón. Los alguaciles insultando a Jesús, le decían: “Rey de los judíos, vamos a componer tu trono”. Pero Él mismo se acostó sobre la cruz y lo extendieron para tomar su medida; enseguida lo condujeron setenta pasos al norte, a una especie de hoyo abierto en la roca, que parecía una cisterna: lo empujaron tan brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada y dejaron centinelas. Entonces comenzaron sus preparativos. En medio del llano circular estaba el punto más elevado de la roca del Calvario; era una eminencia redonda, de dos pies de altura, a la cual se subía por escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres cruces, e hicieron otros preparativos para la crucifixión.

XXVI María y las santas mujeres van al Calvario

La Virgen, después de su doloroso encuentro con Jesús, habíase retirado a una casa vecina; pero su amor maternal y el deseo ardiente de estar con su Hijo crecía cada instante. Se fue a casa de Lázaro, donde estaban las otras santas mujeres, y diecisiete de ellas se juntaron con Ella para seguir el camino de la Pasión. Las vi cubiertas con sus velos, ir a la plaza, sin hacer caso de las injurias del pueblo, besar el suelo en donde Jesús había cargado con la cruz, y así seguir adelante por todo el camino que había llevado. María buscaba los vestigios de sus pasos, y mostraba a sus compañeras los sitios consagrados por alguna circunstancia dolorosa. De este modo la devoción más tierna de la Iglesia fue escrita por la primera vez en el corazón
maternal de María con la espada que predijo el viejo Simeón. Pasó de Ella a sus compañeras, y de éstas hasta nosotros. Estas santas mujeres entraron en casa de Verónica, porque Pilatos volvía por la misma calle con su escolta, examinaron llorando la cara de Jesús estampada en el sudario, y admiraron la gracia que habíahecho a esta santa mujer. En seguida se dirigieron todas juntas hacia el Gólgota.
Subieron al Calvario por el lado occidental, por donde la subida es más cómoda. La Madre de Jesús, su sobrina María, hija de Cleofás, Salomé y Juan, se acercaron hasta el llano circular; Marta, María Helí, Verónica, Juana Chusa, Susana y María, madre de Marcos, se detuvieron a cierta distancia con Magdalena, que estaba como fuera de sí. Más lejos estaban otras siete, y algunas personas compasivas que establecían las comunicaciones de un grupo al otro. ¡Qué espectáculo para María el ver este sitio del suplicio, los clavos, los martillos, las cuerdas, la terrible cruz, los verdugos, empeñados en hacer los preparativos para la crucifixión! La ausencia de Jesús prolongaba su martirio: sabía que estaba todavía vivo, deseaba verlo, y temblaba al pensar en los tormentos a que lo vería expuesto. Desde por la mañana hasta las diez hubo granizo por intervalos, mas a las doce una niebla encarnada oscureció el sol.

XXVII Jesús despojado de sus vestiduras y clavado en la cruz

Cuatro alguaciles fueron a sacar a Jesús del sitio en donde le habían encerrado. Le dieron golpes llenándole de ultrajes en estos últimos pasos que le quedaban por andar, y arrastráronle sobre le elevación. Cuando las santas mujeres vieron al Salvador dieron dinero a un hombre para que le procurase el permiso de dar a Jesús el vino aromatizado de Verónica. Mas los alguaciles las engañaron y se quedaron con el vino, ofreciendo al Señor una mezcla de vino y mirra. Jesús mojó sus labios, pero no bebió. En seguida los alguaciles quitaron a Nuestro Señor su capa, y como no podían sacarle la túnica sin costuras que su Madre le había hecho, a causa de la corona de espinas, arrancaron con violencia esta corona de la cabeza, abriendo todas sus heridas. No le quedaba más que un lienzo alrededor de los riñones. El Hijo delhombre estaba temblando, cubierto de llagas y despedazados sus hombros hasta los
huesos. Habiéndole hecho sentar sobre una piedra le pusieron la corona sobre la cabeza, y le presentaron un vaso con hiel y vinagre; mas Jesús volvió la cabeza sin decir palabra.

Después que los alguaciles extendieron al divino Salvador sobre la cruz, y habiendo estirado su brazo derecho sobre el brazo derecho de la cruz, lo ataron fuertemente; uno de ellos puso la rodilla sobre su pecho sagrado, otro le abrió la mano, y el tercero apoyó sobre la carne un clavo grueso y largo, y lo clavó con un martillo de hierro. Un gemido dulce y claro salió del pecho de Jesús y su sangre saltó sobre los brazos de sus verdugos. Los clavos era muy largos, la cabeza chata y del diámetro de una moneda mediana, tenían tres esquinas y eran del grueso de un dedo pulgar a la cabeza: la punta salía detrás de la cruz. Habiendo clavado la mano derecha del Salvador, los verdugos vieron que la mano izquierda no llegaba al agujero que habían abierto; entonces ataron una cuerda a su brazo izquierdo, y tiraron de él con toda su fuerza, hasta que la mano llegó al agujero. Esta dislocación violenta de sus brazos lo atormentó horriblemente, su pecho se levantaba y sus rodillas se estiraban. Se arrodillaron de nuevo sobre su cuerpo, le ataron el brazo para hundir el segundo clavo en la mano izquierda; otra vez se oían los quejidos del Señor en medio de los martillazos. Los brazos de Jesús quedaban extendidos horizontalmente, de modo que no cubrían los brazos de la cruz. La Virgen Santísima sentía todos los dolores de su Hijo: Estaba cubierta de una palidez mortal y exhalaba gemidos de su pecho. Los fariseos la llenaban de insultos y de burlas. Habían clavado a la cruz un pedazo de madera para sostener los pies de Jesús, a fin de que todo el peso del cuerpo no pendiera de las manos, y para que los huesos de los pies no se rompieran cuando los clavaran. Ya se había hecho el clavo que debía traspasar los pies y una excavación para los talones. El cuerpo de Jesús se hallaba contraído a causa de la violenta extensión de los brazos. Los verdugos extendieron también sus rodillas atándolas con cuerdas; pero como los pies no llegaban al pedazo de madera, puesto para sostenerlos, unos querían taladrar nuevos agujeros para los clavos de las manos; otros vomitando imprecaciones contra el Hijo de Dios, decían: “No quiere estirarse, pero vamos a ayudarle”. En seguida ataron cuerdas a su pierna derecha, y lo tendieron violentamente, hasta que el pie llegó al pedazo de madera. Fue una dislocación tan horrible, que se oyó crujir el pecho de Jesús, quien, sumergido en un mar de dolores, exclamó: “¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!”. Después ataron el pie izquierdo sobre el derecho, y habiéndolo abierto con una especie de taladro, tomaron un clavo de mayor dimensión para atravesar sus sagrados pies. Esta operación fue la más dolorosa de todas. Conté hasta treinta martillazos. Los gemidos de Jesús eran una continua oración, que contenía ciertos pasajes de los salmos que se estaban cumpliendo en aquellos momentos. Durante toda su larga Pasión el divino Redentor no ha cesado de orar. He oído y repetido con Él estos pasajes, y los recuerdo algunas veces al rezar los salmos; pero actualmente estoy tan abatida de dolor, que no puedo coordinarlos. El jefe de la tropa romana había hecho clavar encima de la cruz la inscripción de Pilatos. Como los romanos se burlaban del título de Rey de los judíos, algunos fariseos volvieron a la ciudad para pedir a Pilatos otra inscripción. Eran las doce y cuarto cuando Jesús fue crucificado, y en el mismo momento en que elevaban la cruz, el templo resonaba con el ruido de las trompetas que celebraban la inmolación del cordero pascual.

XXVIII Exaltación de la Cruz

Los verdugos, habiendo crucificado a Nuestro Señor, alzaron la cruz dejándola caer con todo su peso en el hueco de una peña con un estremecimiento espantoso.
Jesús dio un grito doloroso, sus heridas se abrieron, su sangre corrió abundantemente. Los verdugos, para asegurar la cruz, la alzaron nuevamente, clavando cinco cuñas a su alrededor. Fue un espectáculo horrible y doloroso el ver, en medio de los gritos e insultos de los verdugos, la cruz vacilar un instante sobre su base y hundirse temblando en la tierra; mas también se elevaron hacia ella voces piadosas y compasivas. Las voces más santas del mundo, las de las santas mujeres y de todos aquellos que tenían el corazón puro, saludaron con acento doloroso al Verbo humanado elevado sobre la cruz. Sus manos vacilantes se elevaron para socorrerlo; pero cuando la cruz se hundió en el hoyo de la roca con grande estruendo, hubo un
momento de silencio solemne; todo el mundo parecía penetrado de una sensación nueva y desconocida hasta entonces. El infierno mismo se estremeció de terror al sentir el golpe de la cruz que se hundió, y redobló sus esfuerzos contra ella. Las almas encerradas en el limbo lo oyeron con una alegría llena de esperanza: para ellas era el anuncio del Triunfador que se acercaba a las puertas de la Redención. La sagrada cruz se elevaba por primera vez en medio de la tierra, cual otro árbol de vida en el Paraíso, y de las llagas de Jesús salían cuatro arroyos sagrados para fertilizar la tierra, y hacer de ella el nuevo Paraíso. El sitio donde estaba clavada la cruz era más elevado que el terreno circunvecino; los pies del Salvador bastante bajos para que sus amigos pudieran besarlos. El rostro del Señor miraba al noroeste.

XXIX Crucifixión de los ladrones

Mientras crucificaban a Jesús, los dos ladrones estaban tendidos de espaldas a poca distancia de los guardias que los vigilaban. Los acusaban de haber asesinado a una mujer con sus hijos, en el camino de Jerusalén a Jopé. Habían estado mucho tiempo en la cárcel antes de su condenación. El ladrón de la izquierda tenía más edad, era un gran criminal, el maestro y el corruptor del otro; los llamaban ordinariamente Dimas y Gesmas. Formaban parte de una compañía de ladrones de la frontera de Egipto, los cuales en años anteriores, habían hospedado una noche a la Sagrada Familia, en la huida a Egipto. Dimas era aquel niño leproso, que en aquella ocasión fue lavado en el agua que había servido de baño al niño Jesús, curando milagrosamente de su enfermedad. Los cuidados de su madre para con la Sagrada Familia fueron recompensados con este milagro. Dimas no conocía a Jesús; pero como su corazón no era malo, se conmovía al ver su paciencia más que humana.
Entretanto los verdugos ya habían plantado la cruz del Salvador, y se daban prisa para crucificar a los dos ladrones; pues el sol se oscurecía ya, y en toda la naturaleza había un movimiento como cuando se acerca una tormenta. Arrimaron escaleras a las dos cruces ya plantadas y clavaron las piezas transversales. Sujetados los brazos de los ladrones a los de las cruces, les ataron los puños, las rodillas y los pies, apretando las cuerdas con tal vehemencia que se dislocaron las coyunturas. Dieron gritos terribles, y el buen ladrón dijo cuando lo subían: “Si nos hubieseis tratado como al pobre Galileo, no tendríais el trabajo de levantarnos así en el aire”. Mientras tanto los ejecutores habían hecho partes de los vestidos de Jesús para repartírselos. No pudiendo saber a quién le tocaría su túnica inconsútil trajeron una mesa con números, sacaron unos dados que tenían figura de habas, y la sortearon. Pero un criado de Nicodemus y de José de Arimatea vino a decirles que hallarían compradores de los vestidos de Jesús; consintieron en venderlos y así conservaron los cristianos estos preciosos despojos.

XXX Jesús crucificado y los dos ladrones

Los verdugos, habiendo plantado las cruces de los ladrones, aplicaron escaleras a la cruz del Salvador, para cortar las cuerdas que tenían atado su Sagrado Cuerpo. La sangre, cuya circulación había sido interceptada por la posición horizontal y compresión de los cordeles, corrió con ímpetu de las heridas, y fue tal el padecimiento, que Jesús inclinó la cabeza sobre su pecho y se quedó como muerto durante unos siete minutos. Entonces hubo un rato de silencio: se oía otra vez el sonido de las trompetas del templo de Jerusalén. Jesús tenía el pecho ancho, los brazos robustos; sus manos bellas, y, sin ser delicadas, no se parecían a las de un hombre que las emplea en penosos trabajos. Su cabeza era de una hermosa proporción, su frente alta y ancha; su cara formaba un lindo óvalo; sus cabellos, de un color de cobre oscuro, no eran muy espesos. Entre las cruces de los ladrones y la de Jesús había bastante espacio para que un hombre a caballo pudiese pasar. Los dos ladrones sobre sus cruces ofrecían un espectáculo muy repugnante y terrible, especialmente el de la izquierda, que no cesaba de proferir injurias y blasfemias contra el Hijo de Dios.

XXXI Primera palabra de Jesús en la Cruz

Acabada la crucifixión de los ladrones, los verdugos se retiraron, y los cien soldados romanos fueron relevados por otros cincuenta, bajo el mando de Abenadar, árabe de nacimiento, bautizado después con el nombre de Ctesifón; el segundo jefe se llamaba Casio, y recibió después el nombre de Longinos. En estos momentos llegaron doce fariseos, doce saduceos, doce escribas y algunos ancianos, que habían pedido inútilmente a Pilatos que mudase la inscripción de la cruz, y cuya rabia se había aumentado por la negativa del gobernador. pasando por delante de Jesús, menearon desdeñosamente la cabeza, diciendo: “¡Y bien, embustero; destruye el templo y levántalo en tres días! – ¡Ha salvado a otros, y no se puede salvar a sí mismo! – ¡Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz! – Si es el Rey de Israel, que baje de la cruz, y creeremos en Él”. Los soldados se burlaban también de Él. Cuando Jesús se desmayó, Gesmas, el ladrón de la izquierda, dijo: “Su demonio lo ha abandonado”. Entonces un soldado puso en la punta de un palo una esponja con vinagre, y la arrimó a los labios de Jesús, que pareció probarlo. El soldado le dijo: “Si eres el Rey de los judíos, sálvate tú mismo”. Todo esto pasó mientras que la primera tropa dejaba el puesto a la de Abenadar. Jesús levantó un poco la cabeza, y dijo: “¡Padre mío, perdonadlos, pues no saben lo que hacen!”. Gesmas gritó: “Si tú eres Cristo, sálvate y sálvanos”. Dimas, el buen ladrón, estaba conmovido al ver que Jesús pedía por sus enemigos. La Santísima Virgen, al oír la voz de su Hijo, se precipitó hacia la cruz con Juan, Salomé y María Cleofás. El centurión no los rechazó. Dimas, el buen ladrón, obtuvo en este momento, por la oración de Jesús, una iluminación interior: reconoció que Jesús y su Madre le habían curado en su niñez, y dijo en vos distinta y fuerte:
“¿Cómo podéis injuriarlo cuando pide por vosotros? Se ha callado, ha sufrido paciente todas vuestras afrentas, es un Profeta, es nuestro Rey, es el Hijo de Dios”. Al oír esta reprensión de la boca de un miserable asesino sobre la cruz, se elevó un gran tumulto en medio de los circunstantes: tomaron piedras para tirárselas; mas el centurión Abenadar no lo permitió. Mientras tanto la Virgen se sintió fortificada con la oración de su Hijo, y Dimas dijo a su compañero, que continuaba injuriándolo: “¿No tienes temor de Dios, tú que estás condenado al mismo suplicio? Nosotros lo merecemos justamente, recibimos el castigo de nuestros crímenes; pero éste no ha hecho ningún mal. Piensa en tu última hora, y conviértete”. Estaba iluminado y tocado: confesó sus culpas a Jesús, diciendo: “Señor, si me condenáis, será con justicia; pero tened misericordia de mí”. Jesús le dijo: “Tú sentirás mi misericordia”. Dimas recibió en este momento la gracia de un profundo arrepentimiento. Todo lo que acabo de contar sucedió entre las doce y las doce y media, y pocos minutos después de la Exaltación de la cruz; pero pronto hubo un gran cambio en el alma de los espectadores, a causa de la mudanza de la naturaleza.

XXXII Eclipse de sol – Segunda y tercera palabras de Jesús

Cuando Pilatos pronunció la inicua sentencia, cayó un poco de granizo; después el Cielo se aclaró hasta las doce, en que vino una niebla colorada que oscureció el sol: a la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi cómo sucedió, mas no encuentro palabras para expresarlo. Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de la tierra, huyendo con rapidez, como un globo de fuego. Enseguida me hallé en Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el monte de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol oscurecido con la niebla. Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho ascua. El cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron despidiendo una luz ensangrentada. Un terror general se apoderó de los hombres y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban golpes de pecho, diciendo: “¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!”. Otros de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos. Las tinieblas se aumentaban, y la cruz fue abandonada de todos, excepto de María y de los caros amigos del Salvador. Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo: “¡Señor, acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!”. Jesús le respondió: “En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso”. María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: “Mujer, este es tu hijo”. Después dijo a Juan: “Esta es tu Madre”. Juan besó respetuosamente el pie de la cruz del Redentor. La Virgen Santísima se sintió acabada de dolor, pensando que el momento se acercaba en que su divino Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí interiormente que daba a María por Madre a Juan, y a Juan por hijo a María. En tales visiones se perciben muchas cosas, y con gran claridad que no se hallan escritas en los Santos Evangelios.
Entonces no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en este momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se comprende muy claramente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios. Se comprende también que la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo dicho al ángel: “Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, se hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo moribundo obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo, repitiendo en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia, y adopta por hijos suyos a todos los hijos de Dios, a todos los hermanos de Jesucristo. Es más fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez el Padre celestial: “Todo está revelado a los hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que aman”.

XXXIII Estado de la ciudad y del templo – Cuarta palabra de Jesús

Era poco más o menos la una y media; fui transportada a la ciudad para ver lo que pasaba. La hallé llena de agitación y de inquietud; las calles estaban oscurecidas por una niebla espesa; los hombres, tendidos por el suelo con la cabeza cubierta; unos se daban golpes de pecho, y otros subían a los tejados, mirando al cielo y se lamentaban. Los animales aullaban y se escondían; las aves volaban bajo y se caían. Pilatos mandó venir a su palacio a los judíos más ancianos, y les preguntó qué significaban aquellas tinieblas; les dijo que él las miraba como un signo espantoso, que su Diosestaba irritado contra ellos, porque habían perseguido de muerte al Galileo, que era ciertamente su Profeta y su Rey; que él se había lavado las manos; que era inocente de esa muerte; mas ellos persistieron en su endurecimiento, atribuyendo todo lo que pasaba a causas que no tenían nada de sobrenatural. Sin embargo, mucha gente se convirtió, y también todos aquellos soldados que presenciaron la prisión de Jesús en el monte de los Olivos, que entonces cayeron y se levantaron. La multitud se reunía delante de la casa de Pilatos, y en el mismo sitio en que por la mañana habían gritado: “¡Que muera! ¡que sea crucificado!”, ahora gritaba: “¡Muera el juez inicuo! ¡que su sangre recaiga sobre sus verdugos!”. El terror y la angustia llegaban a su colmo en el templo. Se ocupaban en la inmolación del cordero pascual, cuando de pronto anocheció. Los príncipes de los sacerdotes se esforzaron en mantener el orden y la tranquilidad, encendieron todas las lámparas; pero el desorden aumentaba cada vez más. Yo vi a Anás, aterrorizado, correr de un rincón a otro para esconderse. Cuando me encaminé para salir de la ciudad, los enrejados de las ventanas temblaban, y sin embargo no había tormenta. Entretanto la tranquilidad reinaba alrededor de la cruz.
El Salvador estaba absorto en el sentimiento de un profundo abandono; se dirigió a su Padre celestial, pidiéndole con amor por sus enemigos. Sufría todo lo que sufre un hombre afligido, lleno de angustias, abandonado de toda consolación divina y humana, cuando la fe, la esperanza y la caridad se hallan privadas de toda luz y de toda asistencia sensible en el desierto de la tentación, y solas en medio de un padecimiento infinito. Este dolor no se puede expresar. Entonces fue cuando Jesús nos alcanzó la fuerza de resistir a los mayores terrores del abandono, cuando todas las afecciones que nos unen a este mundo y a esta vida terrestre se rompen, y que al mismo tiempo el sentimiento de la otra vida se oscurece y se apaga: nosotros no podemos salir victoriosos de esta prueba sino uniendo nuestro abandono a los méritos del suyo sobre la cruz. Jesús ofreció por nosotros su misericordia, su pobreza, sus padecimientos y su abandono: por eso el hombre, unido a Él en el seno de la Iglesia, no debe desesperar en la hora suprema, cuando todo se oscurece, cuando toda luz y toda consolación desaparecen. Jesús hizo su testamento delante de Dios, y dio todos sus méritos a la Iglesia y a los pecadores. No olvidó a nadie; pidió aún por esos herejes que dicen que Jesús, siendo Dios, no sintió los dolores de su Pasión; y que no sufrió lo que hubiera padecido un hombre en el mismo caso. En su dolor nos mostrósu abandono con un grito, y permitió a todos los afligidos que reconocen a Dios por su Padre un quejido filial y de confianza. A las tres, Jesús gritó en alta voz: “¡Eli, Eli, lamma sabactani!”. Lo que significa: “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has
abandonado?”. El grito de Nuestro Señor interrumpió el profundo silencio que reinaba alrededor de la cruz: los fariseos se volvieron hacia Él y uno de ellos le dijo: “Llama a Elías”. Otro dijo: “Veremos si Elías vendrá a socorrerlo”. Cuando María oyó la voz de su Hijo, nada pudo detenerla. Vino al pie de la cruz con Juan, María, hija de Cleofás, Magdalena y Salomé.

Mientras el pueblo temblaba y gemía, un grupo de treinta hombres de la Judea y de los contornos de Jopé pasaban por allí para ir a la fiesta, y cuando vieron a Jesús crucificado, y los signos amenazadores que presentaba la naturaleza, exclamaron llenos de horror: “¡Mal haya esta ciudad! Si el templo de Dios no estuviera en ella, merecería que la quemasen por haber tomado sobre sí tal iniquidad”. Estas palabras fueron como un punto de apoyo para el pueblo, y todos los que tenían los mismos sentimiento se reunían. Los circunstantes se dividieron en dos partidos: los unos lloraban y murmuraban, los otros pronunciaban injurias e imprecaciones. Sin embargo, los fariseos ya no ostentaban la misma arrogancia que antes, y más bien temiendo una insurrección popular, se entendieron con el centurión Abenadar. Dieron órdenes para cerrar la puerta más cercana de la ciudad y cortar toda comunicación. Al mismo tiempo enviaron un expreso a Pilatos y Herodes, para pedir al primero quinientos hombres, y al segundo sus guardias para impedir una insurrección. Mientras tanto, el centurión Abenadar mantenía el orden e impedía los insultos contra Jesús, para no irritar al pueblo. Poco después de las tres, paulatinamente desaparecieron las tinieblas. Los enemigos de Jesús recobraron su arrogancia conforme la luz volvía. Entonces fue cuando dijeron: “¡Llama a Elías!”.

XXXIV Quinta, sexta y séptima palabras. Muerte de Jesús

La luz continuaba retornando gradualmente, y el semblante amoratado y exhausto de nuestro Señor se volvió visible nuevamente. Por la pérdida de sangre, el sagrado cuerpo de Jesús estaba pálido; y lo escuché exclamar “Estoy estrujado como la uva, que es pisoteada en el lagar. Mi sangre va a ser esparcida copiosamente hasta que surja agua, pero el vino no se hará más aquí”. No estoy segura si el realmente pronunció estas palabras, como para ser oídas por otros, o fueron solamente una respuesta dada a mi plegaria interior. Después tuve una visión relacionada a estas palabras, y en ella vi a Jafet haciendo vino en este lugar. Jesús estaba casi desfalleciendo, su lengua se había desecado y sintiendo una sed abrasadora, dijo: “Tengo sed”. Los discípulos que estaban parados alrededor de la Cruz lo miraron con la expresión más profunda de tristeza y él agregó: “¿No me podrían haber dado un poco de agua?” Con estas palabras les dio a entender que nadie los hubiera prevenido de hacerlo durante la oscuridad. Juan estaba lleno de remordimiento y replicó: “No pensamos en hacerlo, Oh Señor”. Jesús pronunció unas pocas palabras más, lo importante de las cuales fue: “Mis amigos y mis parientes también me olvidaron, y no me dieron de beber, y así lo que estaba escrito acerca de mí se cumplió”. Esta omisión lo había afligido mucho. Entonces los discípulos le ofrecieron dinero a los soldados para obtener permiso para darle un poco de agua: ellos se negaron a dársela, pero mojaron una esponja con vinagre y hiel, y estaban a punto de ofrecérsela a Jesús, cuando el centurión Abenadar, cuyo corazón fue tocado por la compasión, se las quitó, escurrió la hiel, roció con vinagre fresco la esponja, y atándola a una caña, la puso en la punta de su lanza para presentarla a la boca del Señor. De estas palabras que dijo recuerdo solamente las siguientes: “Cuando mi voz no se oiga más, la boca de los muertos hablará”. Entonces algunos gritaron: “Blasfema todavía”. Mas Abenadar les mandó estarse quietos. La hora del Señor había llegado: un sudor frío corrió sus miembros, Juan limpiaba los pies de Jesús con su sudario. Magdalena, partida de dolor, se apoyaba detrás de la cruz. La Virgen Santísima de pie entre Jesús y el buen ladrón, miraba el rostro de su Hijo moribundo.
Entonces Jesús dijo: “¡Todo está consumado!”. Después alzó la cabeza y gritó en alta voz: “Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Fue un grito dulce y fuerte, que penetró el cielo y la tierra: enseguida inclinó la cabeza, y rindió el espíritu. Juan y las santas mujeres cayeron de cara sobre el suelo. El centurión Abenadar tenía los ojos fijos en la cara ensangrentada de Jesús, sintiendo una emoción muy profunda. Cuando el Señor murió, la tierra tembló, abriéndose el peñasco entre la cruz de Jesús y la del mal ladrón. El último grito del Redentor hizo temblar a todos los que le oyeron. Entonces fue cuando la gracia iluminó a Abenadar. Su corazón, orgulloso y duro, se partió como la roca del Calvario; tiró su lanza, se dio golpes en el pecho gritando con el acento de un hombre nuevo: “¡Bendito sea el Dios Todopoderoso, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; éste era justo; es verdaderamente el Hijo de Dios!”. Muchos soldados, pasmados al oír las palabras de su jefe, hicieron como él.
Abenadar, convertido del todo, habiendo rendido homenaje al Hijo de Dios, no quería estar más al servicio de sus enemigos. Dio su caballo y su lanza a Casio, el segundo oficial, quien tomó el mando, y habiendo dirigido algunas palabras a los soldados, se fue en busca de los discípulos del Señor, que se mantenían ocultos en las grutas de Hinnón. Les anunció la muerte del Salvador, y se volvió a la ciudad a casa de Pilatos.
Cuando Abenadar dio testimonio de la divinidad de Jesús, muchos soldados hicieron como él: lo mismo hicieron algunos de los que estaban presentes, y aún algunos fariseos de los que habían venido últimamente. Mucha gente se volvía a su casa dándose golpes de pecho y llorando. Otros rasgaron sus vestidos, y se cubrieron con tierra la cabeza. Era poco más de las tres cuando Jesús rindió el último suspiro. Los soldados romanos vinieron a guardar la puerta de la ciudad y a ocupar algunas posiciones para evitar todo movimiento tumultuoso. Casio y cincuenta soldados se quedaron en el Calvario.

XXXV Temblor de tierra – Aparición de los muertos en JerusalénCuando Jesús expiró, vi a su alma, rodeada de mucha luz, entrar en la tierra, al pie de la cruz; muchos ángeles, entre ellos Gabriel, la acompañaron. Estos ángeles arrojaron de la tierra al abismo una multitud de malos espíritus. Jesús envió desde el limbo muchas almas a sus cuerpos para que atemorizaran a los impenitentes y dieran testimonio de Él. En el templo, los príncipes de los sacerdotes habían continuado el sacrificio, interrumpido por el espanto que les causaron las tinieblas, y creían triunfar con la vuelta de la luz; mas de pronto la tierra tembló, el ruido de las paredes que se caían y del velo del templo que se rasgaba les infundió un terror espantoso. Se vio de repente aparecer en el santuario al sumo sacerdote Zacarías, muerto entre el templo y el altar, pronunciar palabras amenazadoras; habló de la muerte del otro Zacarías, padre de Juan Bautista, de la de Juan Bautista, y en general de la muerte de los profetas. Dos hijos del piadoso sumo sacerdote Simón el Justo se presentaron cerca del gran púlpito, y hablaron igualmente de la muerte de los profetas y del sacrificio que iba a cesar. Jeremías se apareció cerca del altar, y proclamó con voz amenazadora el fin del antiguo sacrificio y el principio del nuevo. Estas apariciones, habiendo tenido lugar en los sitios en donde sólo los sacerdotes podían tener conocimiento de ellas, fueron negadas o calladas, y prohibieron hablar de ellas bajo severísimas penas. Pero pronto se oyó un gran ruido: las puertas del santuario se abrieron, y una voz gritó: “Salgamos de aquí”. Nicodemus, José de Arimatea y otros muchos abandonaron el templo. Muertos resucitados se veían asimismo que andaban por el pueblo. Anás que era uno de los enemigos más acérrimos de Jesús, estaba así loco de terror: huía de un rincón a otro, en las piezas más retiradas del templo. Caifás quiso animarlo, pero fue en vano: la aparición de los muertos lo había consternado. Dominado Caifás por el orgullo y la obstinación, aunque sobrecogido por el terror, no dejó traslucir nada de lo que sentía, oponiendo su férrea frente a los signos amenazadores de la ira divina. No pudo, a pesar de sus esfuerzos, hacer continuar la ceremonia. Dijo y mandó decir a los otros sacerdotes que estos signos de la ira del cielo habían sido ocasionados por los secuaces del Galileo, que muchas cosas

provenían de los sortilegios de ese hombre que en su muerte como en su vida había agitado el reposo del templo. Mientras todo esto pasaba en el templo, el mismo sobresalto reinaba en muchos sitios de Jerusalén. No sólo en el Templo hubo apariciones de muertos: también ocurrieron en la ciudad y sus alrededores. Entraron en las casas de sus descendientes, y dieron testimonio de Jesús con palabras severas contra los que habían tomado parte en su muerte. Pálidos o amarillos, su voz dotada de un sonido extraño e inaudito, iban amortajados según la usanza del tiempo en que vivían: al llegar a los sitios en donde la sentencia de muerte de Jesús fue proclamada, se detuvieron un momento, y gritaron: “¡Gloria a Jesús, y maldición a sus verdugos!”.

El terror y el pánico producidos por estas apariciones fue grande: el pueblo se retiró por fin a sus moradas, siendo muy pocos los que comieron por la noche el Cordero pascual.

XXXVI José de Arimatea pide a Pilatos el cuerpo de Jesús

Apenas se restableció un poco la tranquilidad en la ciudad, el gran consejo de los judíos pidió a Pilatos que mandara romper las piernas a los crucificados, para que no estuvieran en la cruz el sábado. Pilatos dio las órdenes necesarias. En seguida José de Arimatea vino a verle; pues con Nicodemus habían formado el proyecto de enterrar a Jesús en un sepulcro nuevo, que había hecho construir a poca distancia del Calvario. Habló a Pilatos, pidiéndole el cuerpo de Jesús. Pilatos se extrañó que un hombre tan honorable pidiese con tanta instancia el permiso de rendir los últimos honores al que había hecho morir tan ignominiosamente. Hizo llamar al centurión Abenadar, vuelto ya después de haber conversado con los discípulos, y le preguntó si el Rey de los judíos había expirado. Abenadar le contó la muerte del Salvador, sus últimas palabras, el temblor de tierra y la roca abierta por el terremoto. Pilatos pareció extrañar sólo que Jesús hubiera muerto tan pronto, porque ordinariamente los crucificados vivían más tiempo; pero interiormente estaba lleno de angustia y de terror, por la coincidencia de esas señales con la muerte de Jesús. Quizá quiso en algo reparar su crueldad dando a José de Arimatea el permiso de tomar el cuerpo de Jesús.
También tuvo la mira de dar un desaire a los sacerdotes, que hubiesen visto gustosos a Jesús enterrado ignominiosamente entre dos ladrones. Envió un agente al Calvario para ejecutar sus órdenes, que fue Abenadar. Le vi asistir al descendimiento de la cruz.

XXXVII Abertura del costado de Jesús – Muerte de los ladrones

Mientras tanto el silencio y el duelo reinaban sobre el Gólgota. El pueblo atemorizado se había dispersado; María, Juan, Magdalena, María hija de Cleofás, y Salomé, estaban de pie o sentadas enfrente de la cruz, la cabeza cubierta y llorando. Se notaban algunos soldados recostados sobre el terraplén que rodeaba la llanura; Casio, a caballo, iba de un lado a otro. El cielo estaba oscuro, y la naturaleza parecía enlutada. Pronto llegaron seis alguaciles con escalas, azadas, cuerdas y barras de hierro para romper las piernas a los crucificados. Cuando se acercaron a la cruz, los amigos de Jesús se apartaron un poco, y la Virgen Santísima temía que ultrajasen aún el cuerpo de su Hijo. Aplicaron las escalas a la cruz para asegurarse de que Jesús estaba muerto. Habiendo visto que el cuerpo estaba frío y rígido lo dejaron, y subieron a las cruces de los ladrones. Dos alguaciles les quebraron los brazos por encima y por debajo de los codos con sus martillos. Gesmas daba gritos horribles, y le pegaron tres golpes sobre el pecho para acabarlo de matar. Dimas lanzó un gemido, y expiró, siendo el primero de los mortales que volvió a ver a su Redentor. Los verdugos dudaban todavía de la muerte de Jesús. El modo horrible como habían fracturado los miembros de los ladrones hacía temblar a las santas mujeres por elcuerpo del Salvador. Mas el subalterno Casio, hombre de veinticinco años, cuyos ojos bizcos excitaban la befa de sus compañeros, tuvo una inspiración súbita. La ferocidad bárbara de los verdugos, la angustia de las santas mujeres, y el ardor grande que excitó en él la Divina gracia, le hicieron cumplir una profecía. Empuñó la lanza, y dirigiendo su caballo hacia la elevación donde estaba la cruz, se puso entre la del buen ladrón y la de Jesús. Tomó su lanza con las dos manos, y la clavó con tanta fuerza en el costado derecho del Señor, que la punta atravesó el corazón, un poco más abajo del pulmón izquierdo. Cuando la retiró salió de la herida una cantidad de sangre y agua que llenó su cara, que fue para él baño de salvación y de gracia. Se apeó, y de rodillas, en tierra, se dio golpes de pecho, confesando a Jesús en alta voz. La Virgen Santísima y sus amigas, cuyos ojos estaban siempre fijos en Jesús, vieron con inquietud la acción de ese hombre, y se precipitaron hacia la cruz dando gritos. María cayó en los brazos de las santas mujeres, como si la lanza hubiese atravesado su propio corazón, mientras Casio, de rodillas, alababa a Dios; pues los ojos de su cuerpo y de su alma se habían curado y abierto a la luz. Todos estaban conmovidos profundamente a la vista de la sangre del Salvador, que había caído en un hoyo de la peña, al pie de la cruz. Casio, María, las santas mujeres y Juan recogieron la sangre y el agua en frascos, y limpiaron el suelo con paños. Casio, que había recobrado toda la plenitud de su vista, estaba en una humilde contemplación. Los soldados, sorprendidos del milagro que había obrado en él, se hincaron de rodillas, dándose golpes de pecho, y confesaron a Jesús. Casio, bautizado con el nombre de Longinos, predicó la fe como diácono, y llevó siempre sangre de Jesús sobre sí. Esta se había secado, y se halló en su sepulcro, en Italia, en una ciudad a poca distancia del sitio donde vivió Santa Clara. Hay un lago con una isla cerca de esta ciudad. El cuerpo de Longinos debe haber sido transportado a ella. Los alguaciles, que mientras tanto habían recibido orden de Pilatos de no tocar el cuerpo de Jesús, no volvieron.

XXXVIII El descendimiento

El cielo estaba todavía oscuro y nebuloso cuando José y Nicodemus se fueron al Calvario: allí se encontraron con sus criados y las santas mujeres que lloraban sentadas enfrente de la cruz. Casio y muchos soldados, que se habían convertido, estaban a cierta distancia, tímidos y respetuosos. José y Nicodemus contaron a la Virgen y a Juan todo lo que habían hecho para librar a Jesús de una muerte ignominiosa, y cómo habían obtenido que no rompiesen los huesos al Señor. Entre tanto llegó el centurión Abenadar, y luego comenzaron la piadosa obra del descendimiento de la cruz, para embalsamar el sagrado cuerpo del Señor. Casio se acercó también, y contó a Abenadar la milagrosa curación de la vista. Todos se sentían muy conmovidos, llenos de tristeza y de amor. Nicodemus y José pusieron las escaleras detrás de la cruz, subieron y arrancaron los clavos. Enseguida descendieron despacio el santo Cuerpo, bajando escalón por escalón con las mayores precauciones. Fue un espectáculo muy tierno; tenían el mismo cuidado, las mismas precauciones como si hubiesen temido causar algún dolor a Jesús. Todos los circunstantes tenían los ojos fijos en el cuerpo del Señor y seguían sus movimientos, levantaban las manos al cielo, derramaban lágrimas y daban señales del más profundo dolor. Todos estaban penetrados de un respeto profundo, hablando sólo en voz baja para ayudarse unos a otros. Mientras los martillazos se oían, María, Magdalena y todos los que estaban presentes a la crucifixión, tenían el corazón partido. El ruido de esos golpes les recordaba los padecimientos de Jesús; temían oír otra vez el grito penetrante de sus sufrimientos. Habiendo descendido el santo Cuerpo, lo envolvieron y lo pusieron en los brazos de su Madre, que se los tendía poseída de dolor y de amor. Así la Virgen Santísima sostenía por última vez en sus brazos el cuerpo de su querido Hijo, a quien no había podido dar ninguna prueba de su amor en todo su martirio; contempló sus heridas, cubrió de ósculos su cara ensangrentada, mientras Magdalena reposaba la suya sobre sus pies. Después de un rato, Juan, acercándose a la Virgen, le suplicó que se separase de su Hijo para que le pudieran embalsamar, porque se acercaba el sábado. María se despidió de Él en los términos más tiernos. Entonces los hombres lo tomaron de los brazos de su madre y lo llevaron a un sitio más bajo que la cumbre del Gólgota, que ofrecía gran comodidad para hacer el embalsamamiento. Lo hicieron enseguida y envolvieron después el santo Cuerpo en un gran lienzo blanco. Cuando todos se arrodillaron para despedirse de Él, se operó delante de sus ojos un gran milagro: el sagrado cuerpo de Jesús, con sus heridas, apareció representado sobre el lienzo que lo cubría, como si hubiese querido recompensar su celo y su amor, y dejarles un retrato a través de los velos que lo cubrían. Era un retrato sobrenatural, un testimonio de la divinidad creadora, que residía siempre en el cuerpo de Jesús.

XXXIX Jesús metido en el sepulcro

Los hombres pusieron el sagrado Cuerpo sobre unas parihuelas de cuero, tapadas con un cobertor oscuro. Nicodemus y José llevaban sobre sus hombros los palos de delante, y Abenadar y Juan los de atrás. Enseguida venían la Virgen, Magdalena y María Cleofás, después las mujeres que habían estado sentadas a cierta distancia, Verónica, Juana Chusa, María, madre de Marcos, Salomé, mujer de Zebedeo; María Salomé, Salomé de Jerusalén, Susana y Ana, sobrina de San José; Casio y los soldados cerraban la marcha. Se detuvieron a la entrada del jardín de José, que abrieron arrancando algunos palos, que sirvieron después de palancas para llevar a la gruta la piedra que debía tapar el sepulcro. Cuando llegaron a la peña, levantaron el santo Cuerpo sobre una tabla larga, cubierta de una sábana. Las santas mujeres se sentaron enfrente de la entrada. Los cuatro hombres introdujeron el cuerpo del Señor, llenaron de aromas una parte del sepulcro, extendieron una sábana sobre la cual pusieron el Cuerpo y salieron. Entonces entró la Virgen, se sentó al lado de la cabeza, y se bajó, llorando, sobre el cuerpo de su Hijo. Cuando salió de la gruta, Magdalena entró y besó, llorando, los pies sagrados de Jesús; pero habiéndole dicho los hombres que debían cerrar el sepulcro, se volvió con las otras mujeres. Pusieron la tapa de color oscuro, y cerraron la puerta. Todos volvieron a la ciudad; José y Nicodemus encontraron en Jerusalén a Pedro, a Santiago el Mayor y a Santiago el Menor. Vi después a la Virgen Santísima y a sus compañeras entrar en el Cenáculo; Abenadar fue también introducido, y poco a poco la mayor parte de los Apóstoles y de los discípulos se reunieron en él. Tomaron algún alimento, y pasaron todavía unos momentos reunidos llorando y contando lo que habían visto. Los hombres cambiaron de vestido, y los vi después, debajo de una lámpara, orar.

LX Los judíos ponen guardia en el sepulcro

En la noche del viernes al sábado vi a Caifás y a los principales judíos consultarse respecto de las medidas que debían adoptarse, vistos los prodigios que habían sucedido y la disposición del pueblo. Al salir de esta deliberación, fueron por la noche a casa de Pilatos, y le dijeron que como ese seductor había asegurado que resucitaría el tercer día, era menester guardar el sepulcro tres días; porque si no, sus discípulos podían llevarse su Cuerpo y esparcir la voz de su Resurrección. Pilatos, no queriendo mezclarse en ese negocio, les dijo: “Tenéis una guardia: mandad que guarde el sepulcro como queráis”. Sin embargo, les dio a Casio, que debía observarlo todo, para hacer una relación exacta de lo que viera. Vi salir de la ciudad a unos doce, antes de levantarse el sol; los soldados que los acompañaban no estaban vestidos a la romana, eran soldados del templo. Llevaban faroles puestos en palos para alumbrarse en la oscura gruta donde se encontraba el sepulcro. Así que llegaron, se aseguraron de la presencia del cuerpo de Jesús; después ataron una cuerda atravesada delante de la puerta del sepulcro, y otra segunda sobre la piedra gruesa que estaba delante, y lo sellaron todo con un sello semicircular. Los fariseos volvieron a Jerusalén, y los guardas se pusieron enfrente de la puerta exterior. Casio no se movió de su puesto.

Había recibido grandes gracias interiores y la inteligencia de muchos misterios. No acostumbrado a ese estado sobrenatural, estuvo todo el tiempo como fuera de sí, sin ver los objetos exteriores. Se transformó en un nuevo hombre, y pasó todo el día haciendo penitencia y oración. Después de la Resurrección del Señor, dejó la milicia y se juntó con los discípulos. Fue uno de los primeros que recibieron el bautismo, después de Pentecostés, junto con otros soldados convertidos al pie de la Cruz.

TOMADO DE: EcceChristianus

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La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Ana Catalina Emmerich Parte III

ANAS

III Jesús delante de Anás

Anás y Caifás habían recibido inmediatamente el aviso de la prisión de Jesús, y en su casa estaba todo en movimiento. Los mensajeros corrían por el pueblo para convocar los miembros del Consejo, los escribas y todos los que debían tomar parte en el juicio. Toda la multitud de los enemigos de Jesús iba al tribunal de Caifás, conducida por los fariseos y los escribas de Jerusalén, a los cuales se juntaban muchos de los vendedores, echados del templo por Jesús, muchos doctores orgullosos, a los cuales había cerrado la boca en presencia del pueblo y otros muchos instrumentos de Satanás, llenos de rabia interior contra toda santidad, y por consecuencia contra el Santo de los santos. Esta escoria del pueblo judío fue puesta en movimiento y excitada por alguno de los principales enemigos de Jesús, y corría por todas partes al palacio de Caifás, para acusar falsamente de todos los crímenes al verdadero Cordero sin mancha, que lleva los pecados del mundo, y para mancharlo con sus obras, que, en efecto, ha tomado sobre sí y expiado. Mientras que esta turba impura se agitaba, mucha gente piadosa y amigos de Jesús, tristes y afligidos, pues no sabían el misterio que se iba a cumplir, andaban errantes acá y allá, y escuchaban y gemían. Otras personas bien intencionadas, pero débiles e indecisas, se escandalizaban, caían en tentación, y vacilaban en su convicción. El número de los que perseveraba era pequeño.
Entonces sucedía lo que hoy sucede: se quiere ser buen cristiano cuando no se disgusta a los hombres, pero se avergüenza de la cruz cuando el mundo la ve con mal ojo. Sin embargo, hubo muchos cuyo corazón fue movido por la paciencia del Salvador en medio de tantas crueldades y que se retiraron silenciosos y desmayados.
A media noche Jesús fue introducido en el palacio de Anás, y lo llevaron a una sala muy grande. Enfrente de la entrada estaba sentado Anás, rodeado de veintiocho consejeros. Su silla estaba elevada del suelo por algunos escalones. Jesús, rodeado aún de una parte de los soldados que lo habían arrestado, fue arrastrado por los alguaciles hasta los primeros escalones. El resto de la sala estaba lleno de soldados, de populacho, de criados de Anás, de falsos testigos, que fueron después a casa de Caifás. Anás esperaba con impaciencia la llegada del Salvador Estaba lleno de odio y animado de una alegría cruel. Presidía un tribunal, encargado de vigilar la pureza de la doctrina, y de acusar delante de los príncipes de los sacerdotes a los que la infrigían. Vi al divino Salvador delante de Anás, pálido, desfigurado, silencioso, con la cabeza baja. Los alguaciles tenían la punta de las cuerdas que apretaban sus manos.
Anás, viejo, flaco y seco, de barba clara, lleno de insolencia y orgullo, se sentó con una sonrisa irónica, haciendo como que nada sabía y que extrañaba que Jesús fuese el preso que le habían anunciado. He aquí lo que dijo a Jesús, o a lo menos el sentido de sus palabras: “¿Cómo, Jesús de Nazareth? Pues ¿dónde están tus discípulos y tus numerosos partidarios? ¿dónde está tu reino? Me parece que las cosas no se han vuelto como tú creías; han visto que ya bastaba de insultos a Dios y a los sacerdotes, de violaciones de sábado. ¿Quiénes son tus discípulos? ¿dónde están? ¿Callas? ¡Habla, pues, agitador, seductor! ¿No has comido el cordero pascual de un modo inusitado, en un tiempo y en un sitio adonde no debías hacerlo? ¿Quieres tú introducir una nueva doctrina? ¿Quién te ha dado derecho para enseñar? ¿Dónde has estudiado? Habla, ¿cuál es tu doctrina?”. Entonces Jesús levantó su cabeza cansada, miró a Anás, y dijo: “He hablado en público, delante de todo el mundo: he enseñado siempre en el templo y en las sinagogas, adonde se juntan los judíos. Jamás he dicho nada en secreto. ¿Por qué me interrogas? Pregunta a los que me han oído lo que les he dicho.
Mira a tu alrededor; ellos saben lo que he dicho”. A estas palabras de Jesús, el rostro de Anás expresó el resentimiento y el furor. Un infame ministro que estaba cerca de Jesús lo advirtió; y el miserable pegó con su mano cubierta de un guante de hierro, una bofetada en el rostro del Señor, diciendo: “¿Así respondes al Sumo Pontífice?”. Jesús, empujado por la violencia del golpe, cayó de un lado sobre los escalones, y la sangre corrió por su cara. La sala se llenó de murmullos, de risotadas y de ultrajes.
Levantaron a Jesús, maltratándolo, y el Señor dijo tranquilamente: “Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?”. Exasperado Anás por la tranquilidad de Jesús, mandó a todos los que estaban presentes que dijeran lo que le habían oído decir. Entonces se levantó una explosión de clamores confusos y de groseras imprecaciones. “Ha dicho que era rey; que Dios era su padre; que los fariseos eran unos adúlteros; subleva al pueblo; cura, en nombre del diablo, el sábado; los habitantes de Ofel le rodeaban con furor, le llaman su Salvador y su Profeta; se deja nombrar Hijo de Dios; se dice enviado por Dios; no observa los ayunos; come con los impuros, los paganos, los publicanos y los pecadores”. Todos estos cargos los hacían a la vez: los acusadores venían a echárselos en cara, mezclándolos con las más groseras injurias, y los alguaciles le pegaban y le empujaban, diciéndole que respondiera. Anás y sus consejeros añadían mil burlas a estos ultrajes, y le decían: “¡Esa es tu doctrina! ¿Qué respondes? ¿Qué especia de Rey eres tu? Has dicho que eres más que Salomón. No tengas cuidado, no te rehusaré más tiempo el título de tu dignidad real”. Entonces Anás pidió una especie de cartel, de una vara de largo y tres dedos de ancho; escribió en él una serie de grandes letras, cada una indicando una acusación contra el Señor. Después lo envolvió, y lo metió en una calabacita vacía, que tapó con cuidado y ató después a una caña. Se la presentó a Jesús, diciéndole con ironía: “Este es el cetro de tu reino: ahí están reunidos tus títulos, tus dignidades y tus derechos. Llévalos al Sumo Sacerdote para que conozca tu misión y te trate según tu dignidad. Que le aten las manos a ese Rey, y que lo lleven delante del Sumo Sacerdote”. Ataron de nuevo las manos a Jesús; sujetaron también con ello el simulacro del cetro, que contenía las acusaciones de Anás; y condujeron a Jesús a casa de Caifás, en medio de la risa, de las injurias y de los malos tratamientos de la multitud. La casa de Anás estaría a trescientos pasos de la de Caifás. El camino, que era a lo largo de paredes y de pequeños edificios dependientes del tribunal del Sumo Pontífice, estaba alumbrado con faroles y cubierto de judíos, que vociferaban y se agitaban. Los soldados podían apenas abrir por medio de la multitud. Los que habían ultrajado a Jesús en casa de Anás repetían sus ultrajes delante del pueblo; y el Salvador fue injuriado y maltratado todo el camino. Vi hombres armados rechazar algunos grupos que parecían comparecer al Señor, dar dinero a los que se distinguían por su brutalidad con Jesús y dejarlos entrar en el patio de Caifás.
IV Jesús delante de Caifás
 
Para llegar al tribunal de Caifás se atraviesa un primer patio exterior, después se entra en otro patio, que rodea todo el edificio. La casa tiene doble de largo que de ancho. Delante hay una especie de vestíbulo descubierto, rodeado de tres órdenes de columnas, formando galerías cubiertas. Jesús fue introducido en el vestíbulo en medio de los clamores, de las injurias y de los golpes. Apenas estuvo en presencia del Consejo, cuando Caifás exclamó: “¡Ya estás aquí, enemigo de Dios, que llenas de agitación esta santa noche!”. La calabaza que contenía las acusaciones de Anás fue desatada del cetro ridículo puesto entre las manos de Jesús. Después que las leyeron, Caifás con más ira que Anás, hacía una porción de preguntas a Jesús, que estaba tranquilo, paciente, con los ojos mirando al suelo. Los alguaciles querían obligarle a hablar, lo empujaban, le pegaban, y un perverso le puso el dedo pulgar con fuerza en la boca, diciéndole que mordiera. Pronto comenzó la audiencia de los testigos, y el populacho excitado daba gritos tumultuosos, y se oía hablar a los mayores enemigos de Dios, entre los fariseos y los saduceos reunidos en Jerusalén de todos los puntos del país. Repetían las acusaciones a que Él había respondido mil veces: “Que curaba a los enfermos y echaba a los demonios por arte de éstos, que violaba el Sábado, que sublevaba al pueblo, que llamaba a los fariseos raza de víboras y adúlteros, que había predicho la destrucción de Jerusalén, frecuentaba a los publicanos y los pecadores, que se hacía llamar Rey, Profeta, Hijo de Dios; que hablaba siempre de su Reino, que desechaba el divorcio, que se llamaba Pan de vida”. Así sus palabras, sus instrucciones y sus parábolas eran desfiguradas, mezcladas con injurias, y presentadas como crímenes. Pero todos se contradecían, se perdían en sus relatos y no podían establecer ninguna acusación bien fundada. Los testigos comparecían más bien para decirle injurias en su presencia que para citar hechos. Se disputaban entre ellos, y Caifás aseguraba muchas veces que la confusión que reinaba en las deposiciones de los testigos era efecto de sus hechizos. Algunos dijeron que había comido la Pascua la víspera, que era contra la ley y que el año anterior había ya hecho innovaciones en la ceremonia. Pero los testigos se contradijeron tanto, que Caifás y los suyos estaban llenos de vergüenza y de rabia al ver que no podían justificar nada que tuviera algún fundamento. Nicodemus y José de Arimatea fueron citados a explicar sobre que había comido la pascua en una sala perteneciente a uno de ellos, y probaron, con escritos antiguos, que de tiempo inmemorial los galileos tenían el permiso de comer la Pascua un día antes. Al fin, se presentaron otros dos diciendo: “Jesús ha dicho: Yo derribaré el templo edificado por las manos de los hombres y en tres días reedificaré uno que no estará hecho por mano de los hombres”.
No estaban éstos tampoco acordes. Caifás, lleno de cólera, exasperado por los discursos contradictorios de los testigos, se levantó, bajó los escalones, y dijo: “Jesús: ¿No respondes tú nada a ese testimonio?”. Estaba muy irritado porque Jesús no lo miraba. Entonces los alguaciles, asiéndolo por los cabellos, le echaron la cabeza atrás y le pegaron puñadas bajo la barba; pero sus ojos no se levantaron. Caifás elevó las manos con viveza, y dijo en tono de enfado: “Yo te conjuro por el Dios vivo que nos digas si eres el Cristo, el Mesías, el Hijo de Dios”.
Había un profundo silencio, y Jesús, con una voz llena de majestad indecible, con la voz del Verbo Eterno, dijo: “Yo lo soy, tú lo has dicho. Y yo os digo que veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de la Majestad Divina, viniendo sobre las nubes del cielo”. Mientras Jesús decía estas palabras, yo le vi resplandeciente: el cielo estaba abierto sobre Él, y en una intuición que no puedo expresar, vi a Dios Padre Todopoderoso; vi también a los ángeles, y la oración de los justos que subía hasta su Trono. Debajo de Caifás vi el infierno como una esfera de fuego, oscura, llena de horribles figuras. Él estaba encima, y parecía separado sólo por una gasa. Vi toda la rabia de los demonios concentrada en él. Toda la casa me pareció un infierno salido de la tierra. Cuando el Señor declaró solemnemente que era el Cristo, Hijo de Dios, el infierno tembló delante de Él, y después vomitó todos sus furores en aquella casa. Caifás asió el borde de su capa, lo rasgó con ruido, diciendo en alta voz: “¡Has blasfemado! ¿Para qué necesitamos testigos? ¡Habéis oído? Él blasfema: ¿cuál es vuestra sentencia?”. Entonces todos los asistentes gritaron con una voz terrible: “¡Es digno de muerte! ¡Es digno de muerte!”.
Durante esta horrible gritería, el furor del infierno llegó a lo sumo. Parecía que las tinieblas celebraban su triunfo sobre la luz. Todos los circunstantes que conservaban algo bueno fueron penetrados de tan horror que muchos se cubrieron la cabeza y se fueron. Los testigos más ilustres salieron de la sala con la conciencia agitada. Los otros se colocaron en el vestíbulo alrededor del fuego, donde les dieron dinero, de comer y de beber. El Sumo Sacerdote dijo a los alguaciles: “Os entrego este Rey; rendid al blasfemo los honores que merece”. Enseguida se retiró con los miembros del Consejo a otra sala donde no se le podía ver desde el vestíbulo.
Cuando Caifás salió de la sala del tribunal, con los miembros del Consejo, una multitud de miserables se precipitó sobre Nuestro Señor, como un enjambre de avispas irritadas. Ya durante el interrogatorio de los testigos, toda aquella chusma le había escupido, abofeteado, pegado con palos y pinchado con agujas. Ahora, entregados sin freno a su rabia insana, le ponían sobre la cabeza coronas de paja y de corteza de árbol y decían: “Ved aquí al hijo de David con la corona de su padre. Es el Rey que da una comida de boda para su hijo”. Así se burlaban de las verdades eternas, que Él presentaba en parábolas a los hombres que venía a salvar; y no cesaban de golpearle con los puños o con palos. Le taparon los ojos con un trapo asqueroso, y le pegaban, diciendo: “Gran Profeta, adivina quién te ha pegado”. Jesús no abría la boca; pedía por ellos interiormente y suspiraba. Vi que todo estaba lleno de figuras diabólicas; era todo tenebroso, desordenado y horrendo. Pero también vi con frecuencia una luz alrededor de Jesús, desde que había dicho que era el Hijo de Dios. Muchos de los circunstantes parecían tener un presentimiento de ello, más o menos confuso; sentían con inquietud que todas las ignominias, todos los insultos no podían hacerle perder su indecible majestad. La luz que rodeaba a Jesús parecía redoblar el furor de sus ciegos enemigos.
V Negación de Pedro
 
Pedro y Juan que habían seguido a Jesús de lejos, lograron entrar en el tribunal de Caifás. Ya no tuvieron fuerzas para contemplar en silencio las crueldades e ignominias que su Maestro tuvo que sufrir. Juan fue a juntarse con la Madre de Jesús, que en estos momentos se hallaba en casa de Marta. Pedro estaba silencioso; pero su silencio mismo y su tristeza lo hacían sospechoso. La portera se acercó, y oyendo hablar de Jesús y de sus discípulos, miró a Pedro con descaro, y le dijo: “Tú eres también discípulo del Galileo”. Pedro, asustado, inquieto y temiendo ser maltratado por aquellos hombres groseros, respondió: “Mujer, no le conozco; no sé lo que quieres decir”. Entonces se levantó y queriendo deshacerse de aquella compañía, salió del vestíbulo. Era el momento en que el gallo cantaba la primera vez. Al salir, otra criada le miró, y dijo: “Este también se ha visto con Jesús de Nazareth”; y los que estaban a su lado preguntaron: “¿No eras tú uno de sus discípulos?”.
Pedro, asustado, hizo nuevas protestas, y contestó: “En verdad, yo no era su discípulo; no conozco a ese hombre”. Atravesó el primer patio, y vino al del exterior. Ya no podía hallar reposo, y su amor a Jesús lo llevó de nuevo al patio interior que rodea el edificio. Masncomo oía decir a algunos: “¿Quién es ese hombre?”, se acercó a la lumbre, donde se sentó un rato. Algunas personas que habían observado su agitación se pusieron a hablarle de Jesús en términos injuriosos.
Una de ellas le dijo: “Tú eres uno de sus partidarios; tú eres Galileo; tu acento te hace conocer”. Pedro procuraba retirarse; pero un hermano de Maleo, acercándose a él le dijo: “¿No eres tú el que yo he visto con ellos en el jardín de las Olivas, y que ha cortado la oreja de mi hermano?”. Pedro, en su ansiedad, perdió casi el uso de la razón: se puso a jurar que no conocía a ese hombre, y corrió fuera del vestíbulo al patio interior. Entonces el gallo cantó por segunda vez, y Jesús, conducido a la prisión por medio del patio, se volvió a mirarle con dolor y compasión.
Las palabras de Jesús: “Antes que el gallo cante dos veces, me has de negar tres”, le vinieron a la memoria con una fuerza terrible. En aquel instante sintió cuán enorme era su culpa, y su corazón se partió. Había negado a su Maestro cuando estaba cubierto de ultrajes, entregado a jueces inicuos, paciente y silencioso en medio de los tormentos. Penetrado de arrepentimiento, volvió al patio exterior con la cabeza cubierta y llorando amargamente. Ya no temía que le interpelaran: ahora hubiera dicho a todo el mundo quién y cuán culpable era.
VI María en casa de Caifás
 
La Virgen Santísima, hallándose constantemente en comunicación espiritual con Jesús, sabía todo lo que le sucedía, y sufría con Él. Estaba como Él en oración continua por sus verdugos; pero su corazón materno clamaba también a Dios, para que no dejara cumplirse este crimen, y que apartara esos dolores de su Santísimo Hijo. Tenía un vivo deseo de acercarse a Jesús, y pidió a Juan que la condujera cerca del sitio donde Jesús sufría. Juan, que no había dejado a su divino Maestro más que para consolar a la que estaba más cerca de su corazón después de Él, condujo a las santas mujeres a través de las calles, alumbradas por el resplandor de la luna. Iban con la cabeza cubierta; pero sus sollozos atrajeron sobre ellas la atención de algunos grupos, y tuvieron que oír palabras injuriosas contra el Salvador. La Madre de Jesús contemplaba interiormente el suplicio de su Hijo, y lo conservaba en su corazón como todo lo demás, sufriendo en silencio como Él. Al llegar a la casa de Caifás, atravesó el patio exterior y se detuvo a la entrada del interior, esperando que le abrieran la puerta. Esta se abrió, y Pedro se precipitó afuera, llorando amargamente.
María le dijo: “Simón, ¿qué ha sido de Jesús, mi Hijo?”. Estas palabras penetraron hasta lo íntimo de su alma. No pudo resistir su mirada; pero María se fue a él, y le dijo con profunda tristeza: “Simón, ¿no me respondes?”. Entonces Pedro exclamó, llorando: “¡Oh Madre, no me hables! Lo han condenado a muerte, y yo le he negado tres veces vergonzosamente”. Juan se acercó para hablarle; pero Pedro, como fuera de sí, huyó del patio y se fue a la caverna del monte de los Olivos. La Virgen Santísima tenía el corazón destrozado. Juan la condujo delante del sitio donde el Señor estaba encerrado. María estaba en espíritu con Jesús; quería oír los suspiros de su Hijo y los oyó con las injurias de los que le rodeaban. Las santas mujeres no podían estar allí mucho tiempo sin ser vistas; Magdalena mostraba una desesperación demasiado exterior y muy violenta; y aunque la Virgen en lo más profundo de su dolor conservaba una dignidad y un silencio extraordinario, sin embargo, al oír estas crueles palabras: “¿No es la madre del Galileo? Su hijo será ciertamente crucificado; pero no antes de la fiesta, a no ser que sea el mayor de los criminales”; Juan y las santas mujeres tuvieron que llevarla más muerta que viva. La gente no dijo nada, y guardó un extraño silencio: parecía que un espíritu celestial había atravesado aquel infierno.
VII Jesús en la cárcel
 
Jesús estaba encerrado en un pequeño calabozo abovedado, del cual se conserva todavía una parte. Dos de los cuatro alguaciles se quedaron con Él, pero pronto los relevaron otros. Cuando el Salvador entró en la cárcel, pidió a su Padre celestial que aceptara todos los malos tratamientos que había sufrido y que tenía aún que sufrir, como un sacrificio expiatorio por sus verdugos y por todos los hombres que, sufriendo iguales padecimientos, se dejaran llevar de la impaciencia o de la cólera.
Los verdugos no le dieron un solo instante de reposo. Lo ataron en medio del calabozo a un pilar, y no le permitieron que se apoyara; de modo que apenas podía tenerse sobre sus pies cansados, heridos e hinchados. No cesaron de insultarle y de atormentarle, y cuando los dos de guardia estaban cansados, los relevaban otros, que inventaban nuevas crueldades. Puedo contar lo que esos hombres crueles hicieron sufrir al Santo de los Santos; estoy muy mala, y estaba casi muerta a esta vista. ¡Ah! ¡qué vergonzoso es para nosotros que nuestra flaqueza no pueda decir u oír sin repugnancia la historia de los innumerables ultrajes que el Redentor ha padecido por nuestra salvación! Nos sentimos penetrados de un horror igual al de un asesino obligado a poner la mano sobre las heridas de su víctima. Jesús lo sufrió todo sin abrir la boca; y eran los hombres, los pecadores, los que derramaban su rabia sobre su Hermano, su Redentor y su Dios. Yo también soy una pobre pecadora; yo también soy causa de su dolorosa pasión. El día del juicio, cuando todo se manifieste, veremos todos la parte que hemos tomado en el suplicio del Hijo de Dios por los pecados que no cesamos de cometer, y que son una participación en los malos tratamientos que esos miserables hicieron sufrir a Jesús. En su prisión el Divino Salvador pedía sin cesar por sus verdugos; y como al fin le dejaron un instante de reposo, lo vi recostado sobre el pilar, y completamente rodeado de luz. El día comenzaba a alborear: era el día de su Pasión, el día de nuestra redención; un tenue rayo de luz caía por el respiradero del calabozo sobre nuestro Cordero pascual. Jesús elevó sus manos atadas hacia la luz que venía, y dio gracias a su Padre, en alta voz y de la manera más tierna, por el don de este día tan deseado por los Patriarcas, por el cual Él mismo había suspirado con tanto ardor desde la llegada a la tierra. Antes ya había dicho a sus discípulos: “Debo ser bautizado con otro bautismo, y estoy en la impaciencia hasta que se cumpla”. He orado con Él, pero no puedo referir su oración; tan abatida estaba.
Cuando daba gracias por aquel terrible dolor que sufría también por mí, yo no podía sino decir sin cesar: “¡Ah! Dadme, dadme vuestros dolores: ellos me pertenecen, son el precio de mis pecados”. Era un espectáculo que partía el corazón verlo recibir así el primer rayo de luz del grande día de su sacrificio. Parecía que ese rayo llegaba hasta Él como el verdugo que visita al reo en la cárcel, para reconciliarse con él antes de la ejecución. Los alguaciles, que se habían dormido un instante, despertaron y le miraron con sorpresa, pero no le interrumpieron. Jesús estuvo poco más de una hora en esta prisión. Entre tanto Judas, que había andado errante como un desesperado en el valle de Hinón, se acercó al tribunal de Caifás. Tenía todavía colgadas de su cintura las treinta monedas, precio de su traición. Preguntó a los guardias de la casa,sin darse a conocer, qué harían con el Galileo. Ellos le dijeron: “Ha sido condenado muerte y será crucificado”. Judas se retiró detrás del edificio para no ser visto, pues huía de los hombres como Caín, y la desesperación dominaba cada vez más a su alma. Permaneció oculto en los alrededores, esperando la conclusión del juicio de la mañana.
VIII Juicio de la mañana
Al amanecer, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se juntaron de nuevo en la gran sala del tribunal, para pronunciar un juicio en forma, pues no era legal el juzgar en la noche: podía haber sólo una instrucción preparatoria, a causa de la urgencia. La mayor parte de los miembros había pasado el resto de la noche en casa de Caifás. La asamblea era numerosa, y había en todos sus movimientos mucha agitación. Como querían condenar a Jesús a muerte, Nicodemus, José y algunos otros se opusieron a sus enemigos, y pidieron que se difiriese el juicio hasta después de la fiesta: hicieron presente que no se podía fundar un juicio sobre las acusaciones presentadas ante el tribunal, porque todos los testigos se contradecían. Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que contradecían, que siendo ellos mismos sospechosos de ser favorables a las doctrinas del Galileo, les disgustaba ese juicio, porque los comprendía también. Hasta quisieron excluir del Consejo a todos los que eran favorables a Jesús; estos últimos, declarando que no tomarían ninguna parte en todo lo que pudieran decidir, salieron de la sala y se retiraron al templo. Desde aquel día no volvieron a entrar en el Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de los jueces, y que se preparasen para conducirlo a Pilatos inmediatamente después del juicio. Los alguaciles se precipitaron en tumulto a la cárcel, desataron las manos de Jesús, le ataron cordeles al medio del cuerpo, y le condujeron a los jueces. Todo esto se hizo precipitadamente y con una horrible brutalidad. Caifás, lleno de rabia contra Jesús, le dijo: “Si tú eres el ungido por Dios, si eres el Mesías, dínoslo”. Jesús levantó la cabeza, y dijo con una santa paciencia y grave solemnidad: “Si os lo digo, no me creeréis; y si os interrogo, no me responderéis, ni me dejaréis marchar; pero desde ahora el Hijo del hombre está sentado a la derecha del poder de Dios”. Se miraron entre ellos, y dijeron a Jesús: “¿Tú eres, pues, el Hijo de Dios?”. Jesús, con la voz de la verdad eterna, respondió: “Vos lo decís: yo lo soy”. Al oír esto, gritaron todos: “¿Para qué queremos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de su propia boca”. Al mismo tiempo prodigaban a Jesús palabras de desprecio: “¡Ese miserable, decían, ese vagabundo, que quiere ser el Mesías y sentarse a la derecha de Dios!”. Le mandaron atar de nuevo y poner una cadena al cuello, como hacían con los condenados a muerte, para conducirlo a Pilatos. Habían enviado ya un mensajero a éste para avisarle que estuviera pronto a juzgar a un criminal, porque debían darse prisa a causa de la fiesta. Hablaban entre sí con indignación de la necesidad que tenían de ir al gobernador romano para que ratificase la condena; porque en las materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del templo, no podían ejecutar la sentencia de muerte sin su aprobación. Lo querían hacer pasar por un enemigo del Emperador, y bajo este aspecto principalmente la condenación pertenecería a la jurisdicción de Pilatos. Los príncipes de los sacerdotes y una parte del Consejo iban delante; detrás, el Salvador rodeado de soldados; el pueblo cerraba la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la ciudad, y se dirigieron al palacio de Pilatos.
TOMADO DE: EcceChristianus
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La Amarga Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Ana Catalina Emmerich Parte II

En el Monte de los Olivos
Cuando Jesús, después de instituido el Santísimo Sacramento del altar, salió del Cenáculo con los once Apóstoles, su alma estaba turbada, y su tristeza se iba aumentando. Condujo a los once por un sendero apartado en el valle de Josafat. El Señor, andando con ellos, les dijo que volvería a este sitio a juzgar al mundo; que entonces los hombres temblarían y gritarían: “¡Montes, cubridnos!”. Les dijo también: “Esta noche seréis escandalizados por causa mía; pues está escrito: Yo heriré al Pastor, y las ovejas serán dispersadas. Pero cuando resucite, os precederé en Galilea”. Los Apóstoles conservaban aún algo del entusiasmo y del recogimiento que les había comunicado la santa comunión y los discursos solemnes y afectuosos de Jesús.
Lo rodeaban, pues, y le expresaban su amor de diversos modos, protestando que jamás lo abandonarían; pero Jesús continuó hablándoles en el mismo sentido, y entonces dijo Pedro: “Aunque todos se escandalizaren por vuestra causa, yo jamás me escandalizaré”. El Señor le predijo que antes que el gallo cantare le negaría tres veces, y Pedro insistió de nuevo, y le dijo: “Aunque tenga que morir con Vos, nunca os negaré”. Así hablaron también los demás. Andaban y se paseaban alternativamente, y la tristeza de Jesús se aumentaba cada vez más.
Querían ellos consolarlo de un modo puramente humano, asegurándole que lo que preveía no sucedería. Se cansaron en esta vana tentativa, comenzaron a sudar, y vino sobre ellos la tentación. Atravesaron el torrente de Cedrón, no por el puente donde fue conducido preso Jesús más tarde, sino por otro, pues habían dado un rodeo. Getsemaní, adonde se dirigían, está a media legua del Cenáculo. Desde el Cenáculo hasta la puerta del valle de Josafat, hay un cuarto de legua, y otro tanto desde allí hasta Getsemaní. Este sitio, donde Jesús en los últimos días había pasado algunas noches con sus discípulos, se componía de varias casas vacías y abiertas, y de un gran jardín rodeado de un seto, adonde no había más que plantas de adorno y árboles frutales.
Los Apóstoles y algunas otras personas tenían una llave de este jardín, que era un lugar de recreo y de oración. El jardín de los Olivos estaba separado del de Getsemaní por un camino; estaba abierto, cercado sólo por una tapia baja, y era más pequeño que el jardín de Getsemaní. Había en él grutas, terraplenes y muchos olivos, y fácilmente se encontraban sitios a propósito para la oración y para la meditación. Jesús fue a orar al más retirado de todos.
Eran cerca de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La tierra estaba todavía oscura; pero la luna esparcía ya su luz en el cielo. El Señor estaba triste y anunciaba la proximidad del peligro. Los discípulos estaban sobrecogidos, y Jesús dijo a ocho de los que le acompañaban que se quedasen en el jardín de Getsemaní, mientras él iba a orar. Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y entró en el jardín de los Olivos. Estaba sumamente triste, pues el tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que siempre los había consolado, podía estar tan abatido. “Mi alma está triste hasta la muerte”, respondió Jesús; y veía por todos lados la angustia y la tentación acercarse como nubes cargadas de figuras terribles.
Entonces dijo a los tres Apóstoles: “Quedaos ahí: velad y orad conmigo para no caer en tentación”. Jesús bajó un poco a la izquierda, y se ocultó debajo de un peñasco en una gruta de seis pies de profundidad, encima de la cual estaban los Apóstoles en una especie de hoyo. El terreno se inclinaba poco a poco en esta gruta, y las plantas asidas al peñasco formaban una especie de cortina a la entrada, de modo que no podía ser visto. Cuando Jesús se separó de los discípulos, yo vi a su alrededor un círculo de figuras horrendas, que lo estrechaban cada vez más. Su tristeza y su angustia se aumentaban; penetró temblando en la gruta para orar, como un hombre que busca un abrigo contra la tempestad; pero las visiones amenazadoras le seguían, y cada vez eran más fuertes. Esta estrecha caverna parecía presentar el horrible espectáculo de todos los pecados cometidos desde la caída del primer hombre hasta el fin del mundo, y su castigo.
A este mismo sitio, al monte de los Olivos, habían venido Adán y Eva, expulsados del Paraíso, sobre una tierra ingrata; en esta misma gruta habían gemido y llorado. Me pareció que Jesús, al entregarse a la divina justicia en satisfacción de nuestros pecados, hacía volver su Divinidad al seno de la Trinidad Santísima; así, concentrado en su pura, amante e inocente humanidad, y armado sólo de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y a los padecimientos. Postrado en tierra, inclinado su rostro ya anegado en un mar de tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas en toda su fealdad interior; los tomó todos sobre sí, y se ofreció en la oración, a la justicia de su Padre celestial para pagar esta terrible deuda.
Pero Satanás, que se agitaba en medio de todos estos horrores con una sonrisa infernal, se enfurecía contra Jesús; y haciendo pasar ante sus ojos pinturas cada vez más horribles, gritaba a su santa humanidad: “¡Como!, ¿tomarás tú éste también sobre ti?, ¿sufrirás su castigo?, ¿quieres satisfacer por todo esto?”. Entre los pecados del mundo que pesaban sobre el Salvador, yo vi también los míos; y del círculo de tentaciones que lo rodeaban vi salir hacia mí como un río en donde todas mis culpas me fueron presentadas. Al principio Jesús estaba arrodillado, y oraba con serenidad; pero después su alma se horrorizó al aspecto de los crímenes innumerables de los hombres y de su ingratitud para con Dios: sintió un dolor tan vehemente, que exclamó diciendo: “¡Padre mío, todo os es posible: alejad este cáliz!”. Después se recogió y dijo: “Que vuestra voluntad se haga y no la mía”. Su voluntad era la de su Padre; pero abandonado por su amor a las debilidades de la humanidad temblaba al aspecto de la muerte. Yo vi la caverna llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la malicia, todos los vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que le oprimían: el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre al aspecto de los padecimientos expiatorios, le asaltaban bajo la figura de espectros horrendos.
Sus rodillas vacilaban; juntaba las manos; inundábalo el sudor, y se estremecía de horror. Por fin se levantó, temblaban sus rodillas, apenas podían sostenerlo; tenía la fisonomía descompuesta, y estaba desconocido, pálido y erizados los cabellos sobre la cabeza. Eran cerca de las diez cuando se levantó, y cayendo a cada paso, bañado de sudor frío, fue a donde estaban los tres Apóstoles, subió a la izquierda de la gruta, al sitio donde esto se habían dormido, rendidos, fatigados de tristeza y de inquietud.
Jesús vino a ellos como un hombre cercado de angustias que el terror le hace recurrir a sus amigos, y semejante a un buen pastor que, avisado de un peligro próximo, viene a visitar a su rebaño amenazado, pues no ignoraba que ellos también estaban en la angustia y en la tentación. Las terribles visiones le rodeaban también en este corto camino. Hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó junto a ellos lleno de tristeza y de inquietud, y dijo: “Simón, ¿duermes?”. Despertáronse al punto; se levantaron y díjoles en su abandono: “¿No podíais velar una hora conmigo?”.
Cuando le vieron descompuesto, pálido, temblando, empapado en sudor; cuando oyeron su voz alterada y casi extinguida, no supieron qué pensar; y si no se les hubiera aparecido rodeado de una luz radiante, lo hubiesen desconocido. Juan le dijo: “Maestro, ¿qué tenéis? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?”. Jesús respondió: “Si viviera, enseñara y curara todavía treinta y tres años, no bastaría para cumplir lo que tengo que hacer de aquí a mañana. No llames a los otros ocho; helos dejados allí, porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse: caerían en tentación, olvidarían mucho, y dudarían de Mí, porque verían al Hijo del hombre transfigurado, y también en su oscuridad y abandono; pero vela y ora para no caer en la tentación, porque el espíritu es pronto, pero la carne es débil”. Quería así excitarlos a la perseverancia, y anunciarles la lucha de su naturaleza humana contra la muerte, y la causa de su debilidad.
Les habló todavía de su tristeza, y estuvo cerca de un cuarto de hora con ellos. Se volvió a la gruta, creciendo siempre su angustia: ellos extendían las manos hacia Él, lloraban, se echaban en los brazos los unos a los otros, y se preguntaban: “¿Qué tiene?, ¿qué le ha sucedido?, ¿está en un abandono completo?”. Comenzaron a orar con la cabeza cubierta, llenos de ansiedad y de tristeza. Todo lo que acabo de decir ocupó el espacio de hora y media, desde que Jesús entró en el jardín de los Olivos. En efecto, dice en la Escritura: “¿No habéis podido velar una hora conmigo?”.
Pero esto no debe entenderse a la letra y según nuestro modo de contar. Los tres Apóstoles que estaban con Jesús habían orado primero, después se habían dormido, porque habían caído en tentación por falta de confianza. Los otros ocho, que se habían quedado a la entrada, no dormían: la tristeza que encerraban los últimos discursos de Jesús los había dejado muy inquietos; erraban por el monte de los Olivos para buscar algún refugio en caso de peligro.
Había poco ruido en Jerusalén; los judíos estaban en sus casas ocupados en los preparativos de la fiesta; yo vi acá y allá amigos y discípulos de Jesús, que andaban y hablaban juntos; parecían inquietos y como si esperasen algún acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta, María hija de Cleofás, María Salomé, y Salomé, habían ido desde el Cenáculo a la casa de María, madre de Marcos. María asustada de lo que decían sobre Jesús, quiso venir al pueblo para saber noticias suyas. Lázaro, Nicodemus, José de Arimatea, y algunos parientes de Hebrón, vinieron a velar para tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las tristes predicciones de Jesús en el Cenáculo, habían ido a informarse a casa de los fariseos conocidos suyos, y nohabían oído que se preparase ninguna tentativa contra Jesús: decían que el peligro no debía ser tan grande; que no atacarían al Señor tan cerca de la fiesta; ellos no sabían nada de la traición de Judas. María les habló de la agitación de éste en los últimos días; de qué manera había salido del Cenáculo; seguramente había ido a denunciar a Aquél: Ella le había dicho con frecuencia que era un hijo de perdición. Las santas mujeres se volvieron a casa de María, madre de Marcos.
Cuando Jesús volvió a la gruta y con Él todos sus dolores, se prosternó con el rostro contra la tierra y los brazos extendidos, y en esta actitud rogó a su Padre celestial; pero hubo una nueva lucha en su alma, que duró tres cuartos de hora. Vinieron ángeles a mostrarle en una serie de visiones todos los dolores que había de padecer para expiar el pecado. Mostráronle cuál era la belleza del hombre antes de su caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos los pecados en el primer pecado; la significación y la esencia de la concupiscencia; sus terribles efectos sobre las fuerzas del alma humana, y también la esencia y la significación de todas las penas correspondientes a la concupiscencia. Le mostraron, en la satisfacción que debía de dar a la divina Justicia, un padecimiento de cuerpo y alma que comprendía todas las penas debidas a la concupiscencia de toda la humanidad; la deuda del género humano debía ser satisfecha por la naturaleza humana, exenta de pecado, del Hijo de Dios. Los ángeles le presentaban todo esto bajo diversas formas, y yo percibía lo que decían, a pesar de que no oía su voz. Ningún lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que sobresaltaron el alma de Jesús a la vista de estas terribles expiaciones; el dolor de esta visión fue tal, que un sudor de sangre salió de todo su cuerpo. Mientras la humanidad de Jesucristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, yo noté en los ángeles un movimiento de compasión; hubo un momento de silencio; me pareció que deseaban ardientemente consolarle, y que por eso oraban ante el trono de Dios. Hubo como una lucha de un instante entre la misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba. Me pareció que la voluntad divina del Hijo se retiraba al Padre, para dejar caer sobre su humanidad todos los padecimientos que la voluntad humana de Jesús pedía a su Padre que alejara de Él. Vi esto en el momento de consolar a Jesús, y en efecto, recibió en ese instante algún alivio. Entonces todo desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor cuya alma iba a sufrir nuevos ataques.
Habiendo resistido victoriosamente Jesús a todos estos combates por su abandono completo a la voluntad de su Padre celestial, le fue presentado un nuevo círculo de horribles visiones. La duda y la inquietud que preceden al sacrificio en el hombre que se sacrifica, asaltaron el alma del Señor, que se hizo esta terrible pregunta: “¿Cuál será el fruto de este sacrificio?”. Y el cuadro más terrible vino a oprimir su amante corazón. Apareciéronse a los ojos de Jesús todos los padecimientos futuros de sus Apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio a la Iglesia primitiva tan pequeña, y a medida que iba creciendo vio las herejías y los cismas hacer irrupción, y renovar la primera caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la frialdad, la corrupción y la malicia de un número infinito de cristianos; la mentira y la malicia de todos los doctores orgullosos, los sacrilegios de todos los sacerdotes viciosos, las funestas consecuencias de todos estos actos, la abominación y la desolación en el reino de Dios en el santuario de esta ingrata humanidad, que Él quería rescatar con su sangre al precio de padecimientos indecibles. Vio los escándalos de todos los siglos hasta nuestro tiempo y hasta el fin del mundo, todas las formas del error, del fanatismo furioso y de la malicia; todos los apóstatas, los herejes, los reformadores con la apariencia de Santos; los corruptores y los corrompidos lo ultrajaban y lo atormentaban como si a sus ojos no hubiera sido bien crucificado, no habiendo sufrido como ellos lo entendían o se lo imaginaban, y todos rasgaban el vestido sin costura de la Iglesia; muchos lo maltrataban, lo insultaban, lo renegaban: muchos al oír su nombre alzaban los hombros y meneaban la cabeza en señal de desprecio; evitaban la mano que les tendía, y se volvían al abismo donde estaban sumergidos.
Vio una infinidad de otros que no se atrevían a dejarlo abiertamente, pero que se alejaban con disgusto de las llagas de su Iglesia, como el levita se alejó del pobre asesinado por los ladrones. Se alejaban de su esposa herida, como hijos cobardes y sin fe abandonan a su madre cuando llega la noche, cuando vienen los ladrones, a los cuales, la negligencia o la malicia ha abierto la puerta. El Salvador vio con amargo dolor toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos; juntaba las manos, caía como abrumado sobre sus rodillas, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra la repugnancia de sufrir tanto por una raza tan ingrata, que el sudor de sangre caía de su cuerpo a gotas sobre el suelo. En medio de su abandono, miraba alrededor como para hallar socorro, y parecía tomar el cielo, la tierra y los astros del firmamento por testigos de sus padecimientos. Como elevaba la voz los tres Apóstoles se despertaron, escucharon y quisieron ir hacia Él; pero Pedro detuvo a los otros dos, y dijo: “Estad quietos: yo voy a Él”. Lo vi correr y entrar en la gruta, exclamando: “Maestro, ¿qué tenéis?” . Y se quedó temblando a la vista de Jesús ensangrentado y aterrorizado. Jesús no le respondió. Pedro se volvió a los otros, y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más que gemir y suspirar. Su tristeza se aumentó, cubriéronse la cabeza, y lloraron orando. Muchas veces le oí gritar: “Padre mío, ¿es posible que he de sufrir por esos ingratos? ¡Oh Padre mío! ¡Si este cáliz no se puede alejar de mí, que vuestra voluntad se haga y no la mía!”.
En medio de todas esas apariciones, yo veía a Satanás moverse bajo diversas formas horribles, que representaban diferentes especies de pecados. Estas figuras diabólicas arrastraban, a los ojos de Jesús, una multitud de hombres, por cuya redención entraba en el camino doloroso de la cruz. Al principio vi rara vez la serpiente, después la vi aparecer con una corona en la cabeza: su estatura era gigantesca, su fuerza parecía desmedida, y llevaba contra Jesús innumerables legiones de todos los tiempos, de todas las razas. En medio de esas legiones furiosas, de las cuales algunas me parecían compuestas de ciegos, Jesús estaba herido como si realmente hubiera sentido sus golpes; en extremo vacilante, tan pronto se levantaba como se caía, y la serpiente, en medio de esa multitud que gritaba sin cesar contra Jesús, batía acá y allá con su cola, y desollaba a todos lo que derribaba. Entonces me fue revelado que estos enemigos del Salvador eran los que maltrataban a Jesucristo realmente presente en el Santísimo Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanadores de la Sagrada Eucaristía. Yo vi con horror todos esos ultrajes desde la irreverencia, la negligencia, la omisión, hasta el desprecio, el abuso y el sacrilegio; desde la adhesión a los ídolos del mundo, a las tinieblas y a la falsa ciencia, hasta el error, la incredulidad, el fanatismo y la persecución. Vi entre esos hombres, ciegos, paralíticos, sordos, mudos y aun niños. Ciegos que no querían ver la verdad, paralíticos que no querían andar con ella, sordos que no querían oír sus avisos y amenazas; mudos que no querían combatir por ella con la espada de la palabra, niños perdidos por causa de padres o maestros mundanos y olvidados de Dios, mantenidos con deseos terrestres, llenos de una vana sabiduría y alejados de las cosas divinas. Vi con espanto muchos sacerdotes, algunos mirándose como llenos de piedad y de fe, maltratar también a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Yo vi a muchos que creían y enseñaban la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento, pero olvidaban y descuidaban el Palacio, el Trono, lugar de Dios vivo, es decir, la Iglesia, el altar, la custodia, los ornamentos, en fin, todo lo que sirve al uso y a la decoración de la Iglesia de Dios.
Todo se perdía en el polvo y el culto divino estaba si no profanado interiormente, a lo menos deshonrado en el exterior. Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior. Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera. Vi a los autores de ellas asaltar al Señor, herirle con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas.
Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes ligeros o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia, como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de la Iglesia, rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía de verlos perderse. Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida cara del Salvador. Después de la visión que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna. Cuando vino hacia los Apóstoles, tenían la cabeza cubierta, y se habían sentado sobre las rodillas en la misma posición que tiene la gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y despertaron. Pero cuando a la luz de la luna le vieron de pie delante de ellos, con la cara pálida y ensangrentada, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado. Al verle juntar las manos, se levantaron, y tomándole por los brazos, le sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron y volvieron cuando entró en ella; eran las once y cuarto, poco más o menos.
Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en casa de María, madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hacia el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar la cara de su Hijo. En aquel momento los ocho Apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Estaban dudosos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud: “¿Qué haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle; somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos abandonado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo”.
Vi a Jesús orando todavía en la gruta, luchando contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron. Vi a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el Cielo a estos cautivos. Cuando Jesús hubo mirado con una emoción profunda estos Santos del antiguo mundo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era esta una visión bella y consoladora. Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial de redención abierto después de su muerte. Los Apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires, los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo.
Pero estas visiones consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz. Vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, los insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los insultos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los dolores de María, la Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Lo aceptó todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.
Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su cara como un moribundo; los ángeles desaparecieron; el sudor de la sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la caverna. Vi bajar un ángel hacia Jesús. Estaba vestido como un sacerdote, y traía delante de él, en sus manos, un pequeño cáliz, semejante al de la Cena.
En la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó, le metió en laboca este alimento misterioso y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso.
Después desapareció. Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido una nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta, en una meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor. Cuando Jesús llegó a sus discípulos, estaban éstos acostados como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar. “Ved aquí la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos: el traidor está cerca: más le valdría no haber nacido”. Los Apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación: “Maestro, voy a llamar a los otros para que os defendamos”. Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente del Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado.
Les habló todavía con serenidad, les recomendó que consolaran a su Madre, y les dijo: “Vamos a su encuentro: me entregaré sin resistencia entre las manos de mis enemigos”. Entonces salió del jardín de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre el jardín y Getsemaní.
Encarcelamiento y primeros juicios
II Prisión de Jesús
No creía Judas que su traición tendría el resultado que tuvo; el dinero sólo preocupaba su espíritu, y desde mucho tiempo antes se había puesto en relación con algunos fariseos y algunos saduceos astutos, que le excitaban a la traición halagándole. Estaba cansado de la vida errante y penosa de los Apóstoles. En los últimos meses no había cesado de robar las limosnas de que era depositario, y su avaricia, excitada por la liberalidad de Magdalena cuando derramó los perfumes sobre Jesús, lo llevó al último de sus crímenes. Había esperado siempre en un reino temporal de Jesús, y en él un empleo brillante y lucrativo. Se acercaba más y más cada día a sus agentes, que le acariciaban y le decían de un modo positivo que en todo caso pronto acabarían con Jesús. Se cebó cada vez más en estos pensamientos criminales, y en los últimos días había multiplicado sus viajes para decidir a los príncipes de los sacerdotes a obrar. Estos no querían todavía comenzar, y lo trataron con desprecio. Decían que faltaba poco tiempo antes de la fiesta, y que esto causaría desorden y tumulto. El Sanhedrín sólo prestó alguna atención a las proposiciones de Judas. Después de la recepción sacrílega del Sacramento, Satanás se apoderó de él, y salió a concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que le habían lisonjeado hasta entonces, y que le acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros, entre los cuales estaban Caifás y Anás; este último le habló en tono altanero y burlesco. Andaban irresolutos, y no estaban seguros del éxito, porque no se fiaban de Judas. Cada uno presentaba una opinión diferente, y antes de todo preguntaron a Judas:
“¿Podremos tomarlo? ¿No tiene hombres armados con Él?”. Y el traidor respondió: “No; está solo con sus once discípulos: Él está abatido, y los once son hombres cobardes”. Les dijo que era menester tomar a Jesús ahora o nunca, que otra vez no podría entregarlo, que no volvería más a su lado, que hacía algunos días que los otros discípulos de Jesús comenzaban a sospechar de él. Les dijo también que si ahora no tomaban a Jesús, se escaparía, y volvería con un ejército de sus partidarios para ser proclamado rey. Estas amenazas de Judas produjeron su efecto. Fueron de su modo de pensar, y recibió el precio de su traición: las treinta monedas.
Judas, resentido del desprecio que le mostraban, se dejó llevar por su orgullo hasta devolverles el dinero hasta que lo ofrecieran en el templo, a fin de parecer a sus ojos como un hombre justo y desinteresado. Pero no quisieron, porque era el precio de la sangre que no podía ofrecerse en el templo. Judas vio cuánto le despreciaban, y concibió un profundo resentimiento. No esperaba recoger los frutos amargos de su traición antes de acabarla; pero se había entremetido tanto con esos hombres, que estaba entregado a sus manos, y no podía librarse de ellos. Observábanle de cerca, y no le dejaban salir hasta que explicó la marcha que habían de seguir para tomar a Jesús. Cuando todo estuvo preparado, y reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió al Cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para avisarles si estaba allí todavía. Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el Cenáculo, pero que debía estar ciertamente en el monte de los Olivos, en el sitio donde tenía costumbre de orar.
Pidió que enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo de que los discípulos, que estaban alertas, no se alarmasen y excitasen una sedición. El traidor les dijo también tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, porque con medios misteriosos se había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose invisible a los que le acompañaban. Les aconsejó que lo atasen con una cadena, y que usaran ciertos medios mágicos para impedir que la rompiera. Los judíos recibieron estos avisos con desprecio, y le dijeron: “Si lo llegamos a tomar, no se escapará”. Judas tomó sus medidas con los que lo debían acompañar, y besar y saludar a Jesús como amigo y discípulo; entonces los soldados se presentarían y tomarían a Jesús. Deseaba que creyeran que se hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran, él huiría como los otros discípulos, y no volverían a oír hablar de él. Pensaba también que habría algún tumulto; que los Apóstoles se defenderían, y que Jesús desaparecería, como hacía con frecuencia. Este pensamiento le venía cuando se sentía mortificado por el desprecio de los enemigos de Jesús; pero no se arrepentía, porque se había entregado enteramente a Satanás. Los soldados tenían orden de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que tomaran a Jesús, porque había recibido su recompensa, y temían que escapase con el dinero. La tropa escogida para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la guardia del templo y de los que estaban a las órdenes de Anás y de Caifás. Judas marchó con los veinte soldados; pero fue seguido a cierta distancia de cuatro alguaciles de la última clase, que llevaban cordeles y cadenas; detrás de éstos venían seis agentes con los cuales había tratado Judas desde el principio. Eran un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de Caifás, dos fariseos y dos saduceos, que eran también herodianos.
Estos hombres eran aduladores de Anás y de Caifás; le servían de espías, y Jesús no tenía mayores enemigos. Los soldados estuvieron acordes con Judas hasta llegar al sitio donde el camino separa el jardín de los Olivos del de Getsemaní; al llegar allí, no quisieron dejarlo ir solo delante, y lo trataron dura e insolentemente. Hallándose Jesús con los tres Apóstoles en el camino, entre Getsemaní y el jardín de los Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del camino: hubo una disputa entre ellos, porque Judas quería que los soldados se separasen de él para acercarse a Jesús como amigo, a fin de no aparecer en inteligencia con ellos; pero ellos, parándolo, le dijeron: “No, camarada; no te acercarás hasta que tengamos al Galileo”. Jesús se acercó a la tropa, y dijo en voz alta e inteligible: “¿A quién buscáis?”. Los jefes de los soldados respondieron: “A Jesús Nazareno”. – “Yo soy”, replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando cayeron en el suelo, como atacados por apoplejía. Judas, que estaba todavía al lado de ellos, se sorprendió, y queriendo acercarse a Jesús, el Señor le tendió la mano, y le dijo: “Amigo mío, ¿qué has venido a hacer aquí?”. Y Judas balbuceando, habló de un negocio que le habían encargado. Jesús le respondió en pocas palabras, cuya sustancia es ésta: “¡Más te valdría no haber nacido!”. Mientras tanto, los soldados se levantaron y se acercaron al Señor, esperando la señal del traidor: el beso que debía dar a Jesús.
Pedro y los otros discípulos rodearon a Judas y le llamaron ladrón y traidor.
Quiso persuadirlos con mentiras, pero no pudo, porque los soldados lo defendían contra los Apóstoles, y por eso mismo atestiguaban contra él. Jesús dijo por segunda vez: “¿A quién buscáis?”. Ellos respondieron también: “A Jesús Nazareno”. “Yo soy, ya os lo he dicho; soy yo a quien buscáis; dejad a éstos”. A estas palabras los soldados cayeron una segunda vez con contorsiones semejantes a las de la epilepsia. Jesús dijo a los soldados: “Levantaos”. Se levantaron, en efecto, llenos de terror; pero como los soldados estrechaban a Judas, los soldados le libraron de sus manos y le mandaron con amenazas que les diera la señal convenida, pues tenían orden de tomar a aquél a quien besara. Entonces Judas vino a Jesús, y le dio un beso con estas palabras: “Maestro, yo os saludo”. Jesús le dijo: “Judas, ¿tu vendes al Hijo del hombre con un beso?”. Entonces los soldados rodearon a Jesús, y los alguaciles, que se habían acercado, le echaron mano. Judas quiso huir, pero los Apóstoles lo detuvieron: se echaron sobre los soldados, gritando: “Maestro, ¿debemos herir con la espada?”. Pedro, más ardiente que los otros, tomó la suya, pegó a Malco, criado del Sumo Sacerdote, que quería rechazar a los Apóstoles, y le hirió en la oreja: éste cayó en el suelo, y el tumulto llegó entonces a su colmo. Los alguaciles habían tomado a Jesús para atarlo: los soldados le rodeaban un poco más de lejos, y, entre ellos, Pedro que había herido a Malco.
Otros soldados estaban ocupados en rechazar a los discípulos que se acercaban; o en perseguir a los que huían. Cuatro discípulos se veían a lo lejos: los soldados no se habían aún serenado del terror de su caída, y no se atrevían a alejarse por no disminuir la tropa que rodeaba a Jesús. Tal era el estado de cosas cuando Pedro pegó a Malco, mas Jesús le dijo enseguida: “Pedro, mete tu espada en la vaina, pues el que a cuchillo mata a cuchillo muere: ¿crees tú que yo no puedo pedir a mi Padre que me envíe más de doce legiones de ángeles? ¿No debo yo apurar el cáliz que mi Padre me ha dado a beber? ¿Cómo se cumpliría la Escritura si estas cosas no sucedieran?”. Y añadió: “Dejadme curar a este hombre”. Se acercó a Malco, tocó su oreja, oró, y la curó. Los soldados que estaban a su alrededor con los alguaciles y los seis fariseos; éstos le insultaron, diciendo a la tropa: “Es un enviado del diablo; la oreja parecía cortada por sus encantos, y por sus mismos encantos la ha curado”. Entonces Jesús les dijo: “Habéis venido a tomarme como un asesino, con armas y palos; he enseñado todos los días en el templo, y no me habéis prendido; pero vuestra hora, la hora del poder de las tinieblas, ha llegado”.
Mandaron que lo atasen, y lo insultaban diciéndole: “Tu no has podido vencernos con tus encantos”. Jesús les dio una respuesta, de la que no me acuerdo bien, y los discípulos huyeron en todas direcciones. Los cuatro alguaciles y los seis fariseos no cayeron cuando los soldados, y por consecuencia no se habían levantado. Así me fue revelado, porque estaban del todo entregados a Satanás, lo mismo que Judas, que tampoco se cayó, aunque estaba al lado de los soldados. Todos los que se cayeron y se levantaron se convirtieron después, y fueron cristianos. Estos soldados habían puesto las manos sobre Él. Malco se convirtió después de su cura, y en las horas siguientes sirvió de mensajero a María y a los otros amigos del Salvador.
Los alguaciles ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos, y de baja extracción. Tenían el cuello, los brazos y las piernas desnudos; eran pequeños, robustos y muy ágiles; el color de la cara era moreno rojizo, y parecían esclavos egipcios. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con cordeles nuevos y durísimos; le ataron el puño derecho bajo el codo izquierdo, y el puño izquierdo bajo el codo derecho. Le pusieron alrededor del cuerpo una especie de cinturón lleno de puntas de hierro, al cual le ataron las manos con ramas de sauce; le pusieron al cuello una especie de collar lleno de puntas, del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, y estaban atadas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas, con las cuales tiraban al Señor de un lado y de otro, según su inhumano capricho. Se pusieron en marcha, después de haber encendido muchas hachas. Diez hombres de la guardia iban delante; después seguían los alguaciles, que tiraban a Jesús por las cuerdas; detrás los fariseos que lo llenaban de injurias: los otros diez soldados cerraban la marcha.
Los alguaciles maltrataban a Jesús de la manera más cruel, para adular bajamente a los fariseos, que estaban llenos de odio y de rabia contra el Salvador. Lo llevaban por caminos ásperos, por encima de las piedras, por el lodo, y tiraban de las cuerdas con toda su fuerza. Tenían en la mano otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban. Andaban deprisa y llegaron al puente sobre el torrente de Cedrón. Antes de llegar a él vi a Jesús dos veces caer en el suelo por los violentos tirones que le daban. Pero al llegar al medio del puente, su crueldad no tuvo límites: empujaron brutalmente a Jesús atado, y lo echaron desde su altura en el torrente, diciéndole que saciara su sed. Sin la asistencia divina, esto sólo hubiera bastado para matarlo. Cayó sobre las rodillas y sobre la cara, que se le hubiera despedazado contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un poco de agua, si no se hubiera protegido con los brazos juntos atados; pues se habían desatado de la cintura, sea por una asistencia divina, o sea porque los alguaciles lo habían desatado. Sus rodillas, sus pies, sus codos y sus dedos, se imprimieron milagrosamente en la piedra donde cayó, y esta marca fue después un objeto de veneración. Las piedras eran más blandas y más creyentes que el corazón de los hombres, y daban testimonio, en aquellos terribles momentos, de la impresión que la verdad suprema hacía sobre ellas. Yo no he visto a Jesús beber, a pesar de la sed ardiente que siguió a su agonía en el jardín de los Olivos; le vi beber agua del Cedrón cuando le echaron en él, y supe que se cumplió un pasaje profético de los Salmos, que dice que beberá en el camino del agua del torrente (Salmo 109). Los alguaciles tenían siempre a Jesús atado con las cuerdas.
Pero no pudiéndole hacer atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería que había al lado opuesto, volvieron atrás, y lo arrastraron con las cuerdas hasta el borde. Entonces aquéllos lo empujaron sobre el puente, llenándolo de injurias, de maldiciones y de golpes. Su larga túnica de lana, toda empapada en agua, se pegaba a sus miembros; apenas podía andar, y al otro lado del puente cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, le pegaron con las cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su vestido húmedo. No era aún media noche cuando vi a Jesús al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro alguaciles por un sendero estrecho, entre las piedras, los cardos y las espinas. Los seis perversos fariseos iban lo más cerca de Él que el camino les permitía, y con palos de diversas formas le empujaban, le picaban o le pegaban. Cuando los pies desnudos y ensangrentados de Jesús se rasgaban con las piedras o las espinas, le insultaban con una cruel ironía, diciendo: “Su precursor Juan Bautista no le ha preparado un buen camino”; o bien: “La palabra de Malaquías: Envío delante de Ti mi ángel para prepararte el camino, no se aplica aquí”. Y cada burla de estos hombres era como un aguijón para los alguaciles, que redoblaban los malos tratamientos con Jesús.
Sin embargo, advirtieron que algunas personas se aparecían acá y allá a lo lejos; pues muchos discípulos se habían juntado al oír la prisión del Señor, y querían saber qué iba a suceder a su Maestro. Los enemigos de Jesús, temiendo algún ataque, dieron con sus gritos señal para que les enviasen refuerzo. Distaban todavía algunos pasos de una puerta situada al mediodía del templo, y que conduce, por un arrabal, llamado Ofel, a la montaña de Sión, adonde vivían Anás y Caifás. Vi salir de esta puerta unos cincuenta soldados. Llevaban muchas hachas, eran insolentes, alborotadores y daban gritos para anunciar su llegada y felicitar a los que venían de la victoria. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, vi a Malco y a algunos otros aprovecharse del desorden, ocasionado por esta reunión, para escaparse al monte de los Olivos. Los cincuenta soldados eran un destacamento de una tropa de trescientos hombres, que ocupaba las puertas y las calles de Ofel; pues el traidor Judas había dicho a los príncipes de los sacerdotes que los habitantes de Ofel, pobres obreros la mayor parte, eran partidarios de Jesús, y que se podía temer que intentaran libertarlo.
El traidor sabía que Jesús había consolado, enseñado, socorrido y curado un gran número de aquellos pobres obreros. En Ofel se había detenido el Señor en su viaje de Betania a Hebrón, después de la degollación de Juan Bautista, y había curado muchos albañiles heridos en la caída de la torre de Siloé. La mayor parte de aquella pobre gente, después de Pentecostés, se reunieron a la primera comunidad cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y establecieron casas para la comunidad, se elevaron chozas y tiendas desde allí hasta el monte de los Olivos, en medio del valle. También vivía allí San Esteban. Los buenos habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados. Salieron de sus casas y corrieron a las calles y las puertas para saber lo que sucedía. Mas los soldados los empujaban brutalmente hacia sus casas, diciéndoles: “Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, va a ser conducido preso. El Sumo Sacerdote no quiere dejarle continuar el oficio que tiene. Será crucificado”. Al saber esta noticia, no se oían más que gemidos y llantos. Aquella pobre gente, hombres y mujeres, corrían acá y allá, llorando, o se ponían de rodillas con los brazos extendidos, y gritaban al Cielo recordando los beneficios de Jesús.
Pero los soldados los empujaban, les pegaban, los hacían entrar por fuerza en sus casas, y no se hartaban de injuriar a Jesús, diciendo: “Ved aquí la prueba de que es un agitador del pueblo”. Sin embargo, no querían ejercer grandes violencias contra los habitantes de Ofel, por miedo de que opusieran una resistencia abierta, y se contentaban con alejarlos del camino que debía seguir Jesús. Mientras tanto, la tropa inhumana que conducía al Salvador se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de nuevo, y parecía no poder andar más. Entonces un soldado caritativo dijo a los otros: “Ya veis que este infeliz hombre no puede andar. Si hemos de conducirle vivo a los príncipes de los sacerdotes, aflojadle las manos para que pueda apoyarse cuando se caiga”. La tropa se paró, y los alguaciles desataron los cordeles; mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco de agua de una fuente que estaba cerca. Jesús le dio las gracias, y citó con este motivo un pasaje de los Profetas, que habla de fuentes de agua viva, y esto le valió mil injurias y mil burlas de parte de los fariseos.
Vi a estos dos hombres, el que le hizo desatar las manos y el que le dio de beber, ser favorecidos de una luz interior de la gracia. Se convirtieron antes de la muerte de Jesús, y se juntaron con sus discípulos. Se volvieron a poner en marcha y en todo el camino no cesaron de maltratar al Señor.
TOMADO DE: EcceChristianus
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