SERMÓN PARA LA DOMÍNICA DÉCIMA POST PENTECOSTÉS


DÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

R. P. Juan Carlos Ceriani

Y dijo Jesús esta parábola a unos que confiaban en sí mismos, como si fuesen justos, y despreciaban a los otros. Dos hombres subieron al templo a orar: el uno fariseo y el otro publicano. El fariseo, estando en pie, oraba en su interior de esta manera: Dios, gracias te doy porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, así como este publicano. Ayuno dos veces en la semana, doy diezmos de todo lo que poseo. Mas el publicano, estando lejos, no osaba ni aun alzar los ojos al cielo, sino que hería su pecho diciendo: Dios, muéstrate propicio a mí, pecador. Os digo que éste, y no aquél, descendió justificado a su casa; porque todo hombre que se ensalza, será humillado, y el que se humilla, será ensalzado.

El Evangelio de este Domingo presenta a Jesucristo, Juez.

Cristo juzga tanto la autojustificación, representada en el fariseo, como el reconocimiento y la humilde confesión de la propia indignidad, representadas en el publicano.

El Juez se declara en favor de la humilde y contrita confesión de la propia miseria, y en contra de la orgullosa autojustificación.

He aquí la personificación de dos formas de religión y piedad, diametralmente opuestas. Ambas se enfrentan ante el mismo Dios, en el Templo de Jerusalén.

Es un verdadero duelo. El juez es el mismo Cristo. Oigamos su fallo: Os digo: éste (el publicano) volvió justificado a su casa.

Y la razón de este fallo: Porque todo el que se ensalce, será humillado; y, todo el que se humille, será ensalzado.

El pecador encontrará gracia ante Dios siempre que se reconozca y se confiese, humilde y contritamente, como pecador, como indigno; siempre que pida perdón al Señor e implore su ayuda y su fuerza para poder llevar una vida pura y santa.

Pero, en cambio, ¡ay de la orgullosa autojustificación!, que cree no necesitar de arrepentimiento, de penitencia y de conversión alguna ¡Ay de aquella piedad que confía en sí misma, que se vanagloria de sus buenas obras, de sus mortificaciones, de sus virtudes y de su progreso interior! Su oración y sus buenas obras no pueden agradar a Dios.

Dice San Pedro: Dios resiste a los soberbios; en cambio, da su gracia a los humildes.

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El fariseo del Evangelio es una representación del pueblo de Israel; el publicano, por su parte, representa al paganismo, la porción de la Iglesia salida del paganismo.

Encontramos, una vez más, el gran acontecimiento, el gran trastrocamiento operado en la historia religiosa de la humanidad: el abandono de los judíos por Dios y su misericordiosa vocación de los pueblos gentiles a la Iglesia de Cristo.

La porción de la Iglesia que había de venir del paganismo sabe que es pecadora, indigna en absoluto de la vocación divina; penetra en el templo con el publicano, busca a Dios, se esfuerza por encontrarlo. Sin embargo, se queda atrás, no se atreve a llegar hasta donde se yergue orgulloso el primer pueblo escogido. Se avergüenza hasta de levantar sus ojos al cielo. ¡Tan pecadora e indigna se cree! Sólo sabe decir: ¡Oh Dios! Ten compasión de esta pobre pecadora. No tiene nada que dar, no puede presentar ante Dios ninguna obra: sólo le presenta su miseria, su indignidad y la sincera confesión de sus pecados.

Y Dios se compadece de ella. Juzga, y se declara en su favor. Le envía a su propio Hijo, para que la saque del abismo de su miseria, para que la purifique con su misma Sangre, para que la convierta en su virginal Esposa y para que la haga Reina.

El primer pueblo escogido, el pueblo de Israel, es desechado a causa de su arrogancia, por creerse justificado con sólo poseer la Ley y el Templo de Dios.

La Iglesia se reconoce y se confiesa, humilde y agradecida, como un fruto de la pura misericordia de Dios. Esta es, cabalmente, la médula de su vida. Todo lo que ella posee de gracia, de virtud, de santidad, es pura gracia, pura misericordia, puro amor de Dios…

La Iglesia penetra todos los días en el templo con los mismos sentimientos del pobre publicano del Evangelio. Sabe que sus hijos no son santos; sabe que están sujetos a mil pecados y pasiones, que son indignos del perdón y de la gracia de Dios. Pero sabe también que la misericordia divina es omnipotente e infinita. Por eso suplica todos los días por sus hijos.

Apropiémonos hoy los sentimientos del humilde y arrepentido publicano del Evangelio; inclinémonos profundamente ante las gradas del altar y confesemos con todo nuestro corazón: Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.

Cuanto más imitemos en el Santo Sacrificio la humildad de Jesús, cuanto más dignos nos reconozcamos de ser entregados a la muerte, y cuanto más muramos con Jesús, más dignos nos haremos de resucitar a la gracia y mereceremos que Él nos eleve a una nueva vida, a una vida tan gloriosa como la suya.

Oración Colecta: Oh Dios, que manifiestas tu omnipotencia sobre todo perdonando y compadeciéndote del pecador; multiplica tu misericordia sobre nosotros, para que puedas comunicar tus celestiales bienes a los que corremos en pos de tus promesas.

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Fariseo y publicano…, soberbia y humildad…

De una parte, el soberbio, el jactancioso, que sólo confía en sí mismo, que no tiene necesidad de ningún Dios ni de ningún Redentor, de ninguna Iglesia ni de ninguna oración.

De otra parte, la Iglesia, que implora de Dios, con humilde fe y con instantes súplicas, la luz y la gracia para el bien; la Iglesia, que no confía nada en sí misma, sino que todo lo espera de Dios y de su misericordia.

Ésta —la Iglesia, la humildad— vuelve justificada a su casa. En cambio, aquél —el incrédulo, la soberbia— se queda en lo mismo que estaba.

¿La razón? Porque todo el que se ensalce, será humillado; y todo el que se humille será ensalzado. Ley fundamental, que rige por igual el orden natural y el orden sobrenatural.

La soberbia es debilidad. El soberbio cree que todo lo puede hacer él solo. No tiene necesidad de Dios ni de los hombres. Se basta a sí mismo.

¿Resultado? Cada día experimenta de nuevo lo poquito que puede el hombre solo, abandonado a sus propias fuerzas.

Ve las muchas faltas que comete y los muchos fracasos que cosecha. Cada día experimenta nuevos y dolorosos desencantos. Esto le irrita, lo descompone, le roba toda posible paz.

El orgulloso se afana por su honra, busca ansiosamente el brillo, la nombradía. Todo lo subordina al provecho propio. No se preocupa más que de su interés personal. Vive pendiente de las modas y del qué dirán. Por eso se mueve en una continua atmósfera de inquietud, de agitación, de nerviosismo.

El orgulloso es de corazón apocado, estrecho; todo lo reduce al propio yo, a los pequeños intereses personales. Lleva en sí mismo la recompensa: la humillación, el fracaso. No sólo es abandonado por Dios, sino también por los demás hombres, y hasta por aquellos que más lo adularon y sirvieron.

Y, como si todavía no bastase esto, él mismo es para sí su mayor castigo. Siempre acaba por ser presa de un despedazamiento interior, que le debilita hasta sus mismas fuerzas físicas por no haber sometido su actividad a la fuerza de Dios.

El orgulloso se apoya en sí mismo, en su talento, en su inteligencia, en sus esfuerzos, en sus obras. Se apoya en una caña cascada, que terminará por romperse y se clavará en su mano y le herirá.

La soberbia es debilidad. Dios ha escogido lo débil para confundir con ello lo que se creía fuerte. De este modo, nadie podrá vanagloriarse delante de Él.

La humildad es fortaleza. Está siempre unida con un corazón generoso. La generosidad, la nobleza de alma es el ornato de todas las demás virtudes. No goza con la falsa apariencia; no se contenta con la medianía; no le basta con la propia satisfacción, ni obra impulsada por el logro de un éxito resonante. En cambio, es incansable e insaciable en la práctica del bien; es alegre en el sacrificio; se ingenia para demostrar su caridad a todos.

¿Por qué así? Porque el humilde no piensa nunca en sí mismo. Nada le interesan el qué dirán, la apreciación y la estima de los hombres, la propia honra, el provecho personal, la satisfacción de los propios gustos e inclinaciones.

Sólo le preocupan la voluntad y la gloria de Dios. A él sólo le importa lo que viene de Dios y lo que a Él conduce.

El humilde está completamente desprendido de sí mismo. Es el ser más libre que existe. Por eso está exento en absoluto de toda envidia y de toda emulación egoísta. La actividad de los demás no paraliza la suya propia; al contrario, le estimula a ser cada día más fiel a sus obligaciones, a trabajar con mayor denuedo en provecho del todo.

El humilde es de un coraje, de una energía inaccesible al desaliento. Las amenazas, los insultos y los desprecios no hacen mella en él. Los halagos, la adulación y las promesas más tentadoras, le dejan indiferente.

Se le puede confiar ciegamente la misión más difícil, lo mismo la más elevada que la más humillante. No le arredran los esfuerzos, los sacrificios ni los dolores. No se fija en sus propias fuerzas. Está plenamente convencido de que todo lo puede en Aquel que le conforta.

Cuanto menos confía en sí mismo, más profunda y ciega es su convicción de que la omnipotencia divina le ha de ayudar a vencer todos los imposibles.

En el espíritu de humildad reside también el secreto de la fuerza que anima al cristiano. Dios concede su gracia a los humildes. Cuanta más humildad se tiene, más lugar y espacio quedará en el alma para la acción de Dios.

Todo lo bueno y grande que se realice en el hombre y por el hombre sólo podrá crecer y prosperar a la sombra y bajo el amparo de la humildad.

¿De qué provienen nuestra debilidad, nuestras faltas y nuestras frecuentes recaídas? De que en nuestra piedad nos apoyamos y confiamos en nosotros mismos y nos olvidamos de que es Dios quien nos proporciona el querer y el obrar.

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El fariseo y el publicano… El amor propio, que se gloría de sí mismo, llegando hasta el desprecio de Dios, y el amor divino, que se hace hombre y se anonada para hacer que el hombre se olvide de sí mismo por amor a Dios y a la verdad y ponga toda su confianza en la misericordia y en la gracia divinas.

Soberbia y humildad… La soberbia es el espíritu del mundo, la humildad es el espíritu de Cristo y de su Iglesia.

La soberbia es el espíritu del mundo, del no-cristiano.

Es soberbio el que sigue sus propios gustos y caprichos, el que no reconoce más ley que su propia voluntad.

La soberbia aparta al hombre de Dios. Le induce a atribuirse a sí mismo y a no poner al servicio de los mandamientos y de la voluntad de Dios los talentos, las cualidades y energías, así del cuerpo como del espíritu, que el Creador le ha dado.

El soberbio quiere ser único y absoluto dueño de sí mismo. No admite consejos o directivas ni del mismo Dios.

Con la soberbia, con la insubordinación, vienen todos los demás pecados.

La soberbia echa los cimientos para el pecado, abre la puerta, prepara el camino a la avaricia, a la ira, a la sensualidad y a los demás pecados capitales.

La soberbia es el principio, la causa, la cabeza de todo pecado y la raíz de todo mal. Es el fermento que inficiona, descompone y destruye todo el bien que hay en el hombre.

Es el máximo, el único obstáculo para la unión con Dios. Es también el mejor termómetro para medir el alejamiento de Dios.

Ella es, cabalmente, la que engendra y da carácter al espíritu del mundo. En efecto, el espíritu mundano no es otra cosa que alejamiento de Dios, amor propio, autonomía, insubordinación a toda ley y a toda regla que no sean la propia voluntad y el capricho personal.

El mundo no quiere nada con Dios, con Jesucristo, con el Redentor, con la Iglesia, con la oración, con los Sacramentos. Se cree a si mismo suficientemente bueno y fuerte para poder vivir con solas sus fuerzas.

Y este espíritu mundano, orgulloso, satisfecho de sí mismo, insubordinado, autocrático, no vive sólo en el siglo, sino que se infiltra también en el mismo santuario de la Iglesia y en los corazones de los cristianos ordinarios y de las almas consagradas a Dios.

¡Cuánto espíritu mundano por todas partes!

¿Qué extraño es, pues, que la vida cristiana padezca tanto detrimento en nuestros días?

¿Qué extraño es que nosotros neguemos o renunciemos a nuestras máximas e ideales por cualquier motivo fútil? ¿Qué extraño es que vendamos hasta lo más santo por un miserable plato de lentejas?

La humildad es el espíritu de Cristo. Aprended de mí, que soy humilde de corazón

Aprended de mí, no a realizar prodigios, no a crear mundos, no a resucitar muertos… Aprended de mí sólo una cosa: a ser humildes de corazón.

El mundo no encontraba para su enfermedad —la soberbia— ni médicos ni medicinas. Entonces vino el mismo Hijo de Dios y le ofreció ambas cosas en su Persona.

El orgullo es un veneno tan corrosivo, que sólo puede ser contrarrestado por un antídoto de una eficacia suprema. El contraveneno que nos ofrece el Señor es el más eficaz de todos: es su propia humildad, su infinito anonadamiento.

El Hijo de Dios, al penetrar en este mundo, no ambiciona otra cosa que humillaciones, pobreza, sumisión al Padre. Escoge voluntariamente el anonadamiento más profundo, la dolorosa y humillante muerte de cruz.

Esta es la humildad de Cristo. Humildad es toda su actuación redentora, humildad lo que nos predican sus palabras, sus obras y su ejemplo.

Humildad es toda su vida, humildad son todos sus sentimientos.

La humildad es la virtud especialísima de Jesús; y, por eso, es también la virtud predilecta de la Santa Iglesia Católica y del verdadero cristiano, del auténtico miembro de Cristo.

La humildad es el fundamento del edificio cristiano, es la base sobre la cual se fundan y descansan seguras todas las demás virtudes cristianas. Es el principio y la raíz de todo bien y de toda salud espiritual. La gracia y las virtudes sólo pueden crecer al compás de la humildad.

La humilde y abnegada sumisión a Dios, la pequeñez y la baja estima de sí mismo destruyen todos los obstáculos creados en el corazón por el espíritu de soberbia y opuestos a la fe, a la esperanza y a la caridad cristianas.

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Todo lo que somos y poseemos lo somos y lo poseemos únicamente como sarmientos de la vid, como miembros de Cristo.

A Él es a quien se deben todo el honor y toda la gloria. Por lo que a nosotros mismos se refiere, sólo podemos gloriarnos de nuestra debilidad.

Concluyamos con las palabras de San Pablo a los corintios: Me gloriaré gustoso de mis enfermedades, para que así habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso encuentro un gran placer en mis enfermedades, en mi flaqueza, en las afrentas, en las necesidades, en las persecuciones y en las angustias por Cristo; pues, cuando estoy enfermo, cuando soy débil, entonces es cuando soy verdaderamente fuerte.

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