SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA


INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA

R.P. Juan Carlos Ceriani

La Sagrada Liturgia introduce en medio del Adviento esta hermosa fiesta de la Inmaculada Concepción de María Santísima.

Eres toda hermosa, ¡oh María! La mancha del pecado original no existe en ti.

Todos los hijos de Adán penetramos en este mundo cargados con la mancha y con la maldición de nuestro primer padre. Nacemos hijos de la ira de Dios. Le causamos horror y asco desde el primer instante de nuestra existencia.

María purísima es una excepción única. En Ella no existió nunca otra cosa que pureza, gracia, santidad, agrado divino, belleza y claridad celestiales. Sólo Ella es la única criatura humana que ha sido concebida inmune del pecado original. Sólo ella fue concebida inmaculada y fragante como un lirio de los campos. Es toda pureza, toda luz.

Sí; así tenía que ser la escogida por Dios para especial morada suya. Gracias a su inocencia y a su absoluta pureza, pudo concebir en sus entrañas al Hijo de Dios. En virtud de su Inmaculada Concepción, pudo ella, segunda Eva, divina compañera del segundo Adán, colaborar con el Señor en su obra de redención y conmerecer para nosotros la reconciliación con Dios, el perdón de nuestros pecados, la gracia y la salud temporal y eterna.

Todo lo que nosotros poseemos, de gracia y de riqueza espiritual, lo hemos recibido de Dios por medio de Cristo y de su Inmaculada Madre, de su fiel colaboradora en la obra de la Redención.

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Ave Maria. Dios te salve, María, llena eres de gracia. El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres.

Dios te salve, María, llena de gracia, santa sobre todos los Santos, más sublime que todos los coros de los Ángeles, elevada por encima de todas las criaturas.

Dios te salve, casta paloma, que nos traes el fruto del olivo y nos das al que nos salva de nuestro espiritual diluvio.

María es para la liturgia de la fiesta de hoy la mujer fuerte que aplasta la cabeza de la serpiente y vence a los enemigos del reino de Dios, de la Iglesia y de cada una de las almas cristianas. Es la Judit del nuevo pueblo de Dios. Ella liberta a la Iglesia y a las almas del poder de Holofernes.

Jubilosos, con corazón agradecido, vayamos nosotros hoy a Ella y felicitémosla por su victoria sobre el pecado original y sobre Satanás. Digámosle con la Iglesia: “Virgen María: bendita tú eres del Señor, Dios excelso, entre todas las mujeres. Eres la gloria de Jerusalén (de la santa Iglesia), la alegría de Israel y el honor de nuestro pueblo.

Tú volverás a quebrantar, hoy, la cabeza de la serpiente que lucha con tan increíble furia contra Cristo y contra sus seguidores. Nosotros queremos refugiarnos en ti, la Inmaculada, la Invencible, la Mujer Fuerte.

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María es para la Sagrada Liturgia la llena de gracia. En aquel tiempo fue enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, a una Virgen, llamada María. El Ángel entró hasta ella y le dijo: Dios te salve, llena de gracia. El Señor es contigo. Bendita tú eres entre todas las mujeres.

Llena de gracia. El Señor me ha vestido con túnica de salud (de gracia santificante), y me ha cubierto con manto de justicia (de santidad): tal una desposada en todo el esplendor de sus adornos.

María estuvo llena de gracia desde el primer instante de su existencia, desde su misma concepción. Fue más rica en gracia que todos los Ángeles y Arcángeles del cielo. Poseyó más gracia, más belleza y más gloria sobrenaturales que el mayor Santo entre todos los Santos, más que nuestra Madre la Iglesia al fin de su vida, es decir, en la plenitud de su claridad, de su madurez, de su perfección sobrenatural. Toda hermosa eres, María.

Por consiguiente, entre María y el pecado existe una oposición absoluta, radical: no puede darse entre ambos ningún punto de contacto.

De este modo, María, inundada totalmente de luz, envuelta en la inmaculada y deslumbrante túnica de la gracia divina, es, por su vida, por su pureza sin tacha y por su absoluta hermosura espiritual, una morada completamente digna del Dios santo, que quiere encarnarse en Ella.

Toda hermosa eres, María. Una inteligencia inundada de luz y de claridad divinas, una voluntad identificada totalmente con la voluntad de Dios y un corazón libre de todo movimiento desordenado, de todo deseo impuro: he aquí lo que es la Virgen María.

Su alma siente un instintivo y esencial horror a todo pecado y a toda imperfección.

En su corazón sólo reina un impetuoso e insaciable afán de agradar a Dios y de practicar el bien.

Por su plenitud de gracia, por su prodigiosa intimidad y unión con Dios, María es, después de Cristo, el ser más grande, más hermoso y más perfecto de toda la creación. En ella reina la más completa armonía entre lo externo y lo interno, entre el alma y el cuerpo, entre el espíritu y el corazón, entre la voluntad y los afectos, entre la naturaleza y la gracia.

María es el más acabado prototipo del hombre nuevo. No existe en Ella ni la más pequeña mancha, ni el más insignificante defecto: todo es perfecto en ella. Su carácter, sus pensamientos, sus deseos, sus aspiraciones, sus sentimientos, sus obras y toda su vida son nítidos, intachables, inmaculados.

Una grandeza, una hermosura, una plenitud de perfecciones y de gracias como jamás han existido ni existirán nunca en ninguna otra criatura humana: he aquí lo que es María.

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En la Oración de la fiesta decimos: Oh Dios, que, previendo la muerte de tu Hijo, preservaste a María de toda mancha. Consideremos estas palabras.

María es un fruto de la Redención, de la salvadora muerte de Cristo en la Cruz. Necesitó de la Redención y fue redimida. Pero lo fue de un modo distinto y mucho más perfecto que nosotros.

Nosotros somos envenenados por el pecado original y quedamos esclavos del infierno desde el mismo instante en que entramos en la vida. Gracias a la misericordia de Dios, en el santo Bautismo somos libertados de este cautiverio.

María, en cambio, estuvo siempre inmune del pecado original. La inmunda baba, con que éste mancha a todos los hijos de Adán y los hace odiosos ante Dios, quiso salpicar también a María; pero la gracia y la omnipotencia divinas contuvieron bruscamente ante ella la impetuosa corriente que quería hundirla en el común abismo.

María, pues, se salvó del pecado original merced a una singularísima intervención divina.

Nosotros alegrémonos cordialmente de esta su redención por modo tan excepcional. Felicitémosla por la gracia que Dios le concedió. Admiremos el poder, la sabiduría y el amor de Dios y la belleza del alma de María.

María, es el primero y el más brillante fruto de la salvadora muerte de Cristo. Su Concepción Inmaculada significa su preservación del pecado original y de todas las funestas consecuencias del mismo.

El pecado original desaparece en nosotros con el santo Bautismo. Entonces se nos libra también de las penas eternas del infierno. Somos redimidos. Sin embargo, las consecuencias del pecado original perseveran siempre. ¡Y cuán penosas se nos hacen!

Nuestra inteligencia se halla obscurecida y le cuesta muchísimo poder conocer la verdad, singularmente la verdad moral y religiosa, la más importante de todas. Por el contrario, el error, con todas sus funestas consecuencias, la seduce y encadena fácilmente.

Nuestra voluntad está profundamente inclinada al mal y es poco propensa a practicar el bien. Rehúye el esfuerzo, el sacrificio, la lucha. Es débil ante la tentación. Es solicitada por toda clase de malas inclinaciones, que se sustraen a la dirección y al dominio de la razón y sepultan al hombre en mil clases de pecado.

María se encontró exenta de todo esto. La gracia de la Redención tuvo en Ella su plena eficacia.

En María, concebida inmaculada, la liturgia del Adviento nos muestra lo que el Salvador quiere realizar en todos nosotros. Desea nada menos que libertarnos del pecado, del error, de la tibieza y apatía espiritual. Quiere darnos fuerza, para dominar nuestras pasiones, y poder, para sujetar a la razón nuestros malos instintos.

Pidamos, pues, con la Oración de la fiesta: Oh Dios, que preservaste a María de toda mancha, en previsión de la muerte de tu Hijo; concédenos también a nosotros la gracia de que, por su intercesión, podamos llegar hasta Ti con corazones sin tacha.

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El 8 de Diciembre de 1854 el Papa Pío IX declaró solemnemente ante el mundo entero: “La doctrina, según la cual la beatísima Virgen María, por singular privilegio divino y en previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador de la humanidad, fue preservada, en el primer instante de su concepción, inmune de toda mancha del pecado original, es una doctrina revelada por Dios y, por lo tanto, debe ser creída firme y constantemente por todos los fieles. En consecuencia, si alguien pretendiere, lo que Dios no permita, creer seriamente lo contrario de lo aquí por Nos definido, ese tal sepa y tenga por entendido que ha sido engañado por su propio juicio; sepa que ha renegado de la fe y se ha separado de la unidad de la Iglesia.”

María debe su privilegio a los méritos de su divino Hijo, previstos por Dios desde toda la eternidad. Es también una redimida, como nosotros, aunque de un modo mucho más perfecto, o sea, quedando exenta del pecado original.

Como no contrajo el pecado original, tampoco cometió ningún pecado personal a lo largo de toda su vida. Fue toda pureza en sus pensamientos, en sus deseos, en sus sentimientos y en toda su vida.

Porque no tuvo pecado original, por eso fue virgen de alma y de cuerpo.

Porque fue predestinada para ser la Madre del Hijo de Dios, no tuvo pecado original.

Por ser inmaculada fue trasladada al Cielo en cuerpo y alma.

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A la Sagrada Liturgia no le basta con que nosotros admiremos, honremos y ensalcemos a María. Esto ya es algo. Por lo menos nos sitúa, en espíritu y en afecto, cerca de la Inmaculada, y ello hace que nuestra alma asimile, de alguna manera, lo que en Ella contemplamos admirados, lo que en Ella amamos y reverenciamos.

Pero la liturgia va todavía mucho más allá. Ve en la Inmaculada a nuestra Mediadora, que se interpone entre nosotros, impuros, pecadores, indignos, y el Dios puro y santo. Ve en Ella a nuestra intercesora, que toma nuestra oración, en el mismo instante en que nosotros la pronunciamos, y la presenta Ella misma delante de Dios.

De este modo, nuestra oración aparece ante Dios, no como salida de nuestros labios impuros, sino como pronunciada por la Purísima, por la Inmaculada.

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Mi alma ensalza al Señor, porque el Omnipotente ha realizado en mí grandes maravillas, canta María en su Magnificat.

El primer prodigio obrado en María nos lo señala la liturgia con estas palabras de San Epifanio (+ 408):

María es, después de Dios, el ser más sublime de toda la creación… Es más hermosa que todos los coros angélicos. No hay lengua alguna, humana o angélica, capaz de ensalzarla como ella se merece. ¡Oh Virgen bendita, nívea Paloma, Esposa celestial, María, cielo, templo y trono de la Divinidad! De ti procede Cristo, deslumbrante Sol del cielo y de la tierra. La Virgen es el lirio inmaculado que engendró a Cristo, la eterna rosa purpúrea. ¡Estupendo prodigio en el cielo!: una Mujer vestida del sol y con la luna bajo sus pies. ¡Estupendo prodigio en el cielo!: una Virgen engendra al Hijo de Dios. ¡El Señor de los Ángeles se ha hecho Hijo de la Virgen!…

María, llena de gracia, es el Arca de oro que guarda el celeste Maná.

María, llena de gracia, sacia a los sedientos con la dulzura de la Fuente perenne.

¡Dios te salve, santa e inmaculada Madre, que engendraste a Cristo, el cual es anterior a ti!

¡Dios te salve, púrpura regia, que envolviste entre tus pliegues al Rey del cielo y de la tierra!

¡Dios te salve, libro incomprendido, que entregaste al mundo, para que lo leyera, al Verbo, al Hijo del Padre!”

El segundo prodigio realizado en María es no haber conocido vanidad alguna, no hay en ella ni un solo pensamiento, ni un solo deseo desordenado. María aparece ya en su Concepción llena de gracia.

Sin embargo, los planes de la Providencia acerca de Ella se basan sobre una gracia de profundísima humildad, sobre una gracia de perfecto desprecio de sí misma, sobre una gracia de vigilancia, de precaución, de huida de sí misma.

¡Prodigioso espectáculo en la tierra! María no conoce vanidad alguna. Es toda humildad, todo convencimiento de la propia nada, todo olvido de sí misma. Nada para sí misma, nada de sí misma: todo para Dios, todo de Él solo. ¡A Él sea el honor! Para sí misma, únicamente el reconocimiento de la propia nada, de la propia fragilidad.

Saludémosla, pues, con la Sagrada Liturgia de hoy, diciéndole: Ave, Maria, gratia plena. Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus.

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¡Oh María, sin pecado concebida! Rogad por nosotros, que recurrimos a Vos.

¡Madre del Salvador! Danos al Redentor, para que nos libre de todo pecado, nos guarde de nosotros mismos, de nuestro innato orgullo, de nuestra propia estimación, y nos haga y conserve siempre puros. Amén.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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Una respuesta a SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA SANTÍSIMA

  1. kathia Marcela Pachon Pardo. dijo:

    Te rindo tributo mi Amada Señora.

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