NAVIDAD 2013 + SANTA MISA DE MEDIANOCHE


MISA DE MEDIANOCHE

R.P. Juan Carlos Ceriani

Desde el tiempo de San Gregorio Magno (+ 604), la Iglesia Romana celebra en el día de Navidad tres Misas: la primera, a medianoche, en Santa María la Mayor; la segunda, al rayar el alba, en Santa Anastasia, la iglesia de la Resurrección; la tercera, ya de día, otra vez en Santa María la Mayor, aunque antiguamente era en San Pedro.

Sobre la Misa de la noche se cierne todavía la misteriosa obscuridad del Adviento.

La humanidad continúa luchando, anhelante y esperanzada, contra las tinieblas de la noche.

Los Ángeles revolotean ya, luminosos, sobre la tierra; pero, de entre todos los hombres, sólo una persona aparece al lado del Hijo de Dios recién nacido: María Virgen.

En la Misa de la Aurora habrán desaparecido las tinieblas casi por completo. El horizonte comenzará a dorarse con los primeros resplandores del sol: el verdadero Sol, Cristo, el Redentor, brilla ya encima de nosotros.

La tercera Misa nos lo presentará en todo el esplendor de su hermosura. Allí contemplaremos a plena luz al tan ansiosamente Esperado durante todo el Adviento.

Ha nacido el Hijo de Dios, el Rey que sostiene en sus hombros el imperio del universo: ha nacido Cristo, el Salvador, el Señor del mundo.

+++

La Santa Liturgia nos lleva hoy a Belén, junto al Pesebre, donde reposa el divino Rey recién nacido.

Sigámosla.

Una vez ante el divino Niño, prosternémonos en actitud de adoración y recitemos, con palpitante emoción, con devoción profunda, las palabras del Credo.

Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, verdadero Dios de Dios verdadero. Engendrado, no creado, consubstancial al Padre. Por Él han sido creadas todas las cosas. Descendió de los cielos por amor de nosotros, los hombres, y por nuestra salvación. Fue concebido por la Virgen María, en virtud del Espíritu Santo, y se hizo hombre.

¡Ah! Si viviéramos verdaderamente de nuestra fe, ella inflamaría nuestro corazón y le haría amar con delirio al que, impulsado por nuestro amor, se despojó de sí mismo, se anonadó y se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.

Pero, a pesar de todo esto, ¡cuánta frialdad, cuánto olvido por parte nuestra!

¡Oh, qué inefable dicha debiera producirnos nuestra fe en el misterio de la Natividad!

¿Acaso no nos ha dado el Hijo de Dios el poder de hacernos, junto con Él, hijos del Padre, participantes de la misma vida divina que Él posee y que, mediante su Encarnación, nos ha comunicado a nosotros?

De su plenitud hemos participado todos nosotros, gracia por gracia.

¡Qué poco convencidos estamos de estas verdades!

En el misterio de la Encarnación se nos da Dios mismo, con todo lo que Él es y con todo cuanto posee.

Él sabe muy bien que ninguna otra cosa puede saciarnos más que Él mismo.

Y, sin embargo, nosotros ¡qué apegados estamos al polvo y qué absortos vivimos en mil frivolidades!

¡Él, tan espléndidamente generoso con nosotros; y nosotros, tan ruines con Él!

+++

En el tierno Niñito de Belén veamos, con la Liturgia de Navidad, al fuerte y poderoso Rey divino, al Señor del universo, al Fundador del reino de la verdad y de la vida, del reino de la santidad y de la gracia, del reino de la justicia, del amor y de la paz.

La fe debe hacernos contemplar la corona y el cetro que la vista corporal no alcanza a ver.

Contemplemos admirados la entronización del Rey.

El Padre eterno decreta: Yo te constituyo Rey sobre Sión, sobre mi santo monte (es decir, sobre la Iglesia).

Y el nuevo Rey lo proclama en seguida ante el mundo eterno: El Señor me dijo: Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy. Pídemelo, y te daré en herencia las naciones, y te haré dueño de todos los confines de la tierra. Los regirás con cetro de hierro, y los pulverizarás como a la vasija de un alfarero.

Así reza el Introito de la Misa de Nochebuena.

Aquí está el Rey, en el Pesebre.

Se me ha dado todo poder sobre los cielos y sobre la tierra...

Niño del Pesebre: ¡yo creo en tu reinado! Me someto gustoso a tu imperio. Me considero dichoso de poder ser conducido, mandado y regido por ti. Me entrego totalmente a tu dominio. Quiero servirte, quiero vivir y morir en tu santo servicio.

El reinado del Niño de Belén sobre los hombres no se funda en la carne, ni en la sangre, ni en la raza, ni en el nacimiento, ni en las armas, ni en los ejércitos.

No se funda tampoco en las dotes naturales del hombre: en su inteligencia, en su cultura, en su renombre, en su perspicacia, en su ascendiente, en su influencia.

Tampoco se funda en el oro, ni en las riquezas materiales.

Sólo se basa en dos cosas: en la gracia divina y en la buena disposición del hombre para recibir esa gracia.

Lo primero, en la gracia divina. Porque nadie viene a mí, si no le atrae mi Padre.

Después, en la buena disposición del hombre para escuchar y seguir la llamada de la gracia. Porque, todo el que escucha y obedece al Padre, viene a mí.

He aquí los verdaderos hijos de la verdad. Todo el que es hijo de la verdad, escucha mi voz.

El que abra su corazón puro a la verdad y al bien; el hombre de buena voluntad; el que esté dispuesto a recibir sencilla y rectamente la verdad y a practicar el bien, alcanzará la posesión del reino de Cristo.

¡Tan amplios y universales y, al mismo tiempo, tan sencillos son sus fundamentos!

Un gran consuelo: con buena y recta voluntad, podremos correr por el camino del Reino de Cristo, de su Santa Iglesia, por el camino del reino de la verdad y de la gracia, del reino de la paz.

Si no os hiciereis como niños, no podréis entrar en el reino de los cielos. El Niño de Belén edifica su reino sobre los hombres que se revisten de un candor y de una simplicidad infantiles.

Para ello bastará con que cada cual abra sus ojos, sencilla y rectamente, a la luz que brilla en su mismo interior.

+++

Por parte de Dios, Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

La gracia del Dios Salvador —nos dice el Apóstol — apareció a todos los hombres.

Dios da a todos, incluso a los ciegos y a los obstinados, la gracia que necesitan en cada momento. ¿Para qué? Para hacer hijos suyos, objetos de su amor, a los que, de sí mismos, no son más que polvo y ceniza, seres inflados de vanidad y orgullosos de su estúpida malicia. Para hacer, en fin, hijos suyos a los hombres, cuya naturaleza está tan profundamente inclinada al mal.

Dios nos da su gracia para comunicarnos, con el Espíritu Santo, el amor divino; para hacernos templos vivos del Espíritu Santo, santificados por Él; para hacernos participantes de la naturaleza divina y para compartir con nosotros su misma vida.

¡Qué gracia, qué amor el de Dios! Por encima de todo lo que Él ha realizado en nosotros, nos da todavía mucho más: nos da la esperanza y el honor de poder perfeccionar la obra divina que Él realiza en nuestra alma.

Dios quiere elevarnos hasta la altura de su vida divina. Pero quiere además otra cosa: quiere que nosotros colaboremos también con Él en dicha obra, incorporando a Dios en toda nuestra existencia, revistiéndonos de Jesucristo.

¿Qué diremos ahora de todo esto?

+++

Si no somos santos, es sólo culpa nuestra. Dios ha hecho por su parte todo cuanto ha podido.

La luz brilló en las tinieblas, pero éstas no se percataron de ella. Él vino a los suyos, pero los suyos no quisieron recibirle.

No poseemos el candor y la sencillez infantiles. El hombre contemporáneo se gloría de su fuerza muscular, de sus inventos, de su cultura. Se cree muy listo.

Para ser hijo de Dios le hacen falta la simplicidad, el candor y la pequeñez del niño.

Creamos apasionadamente en aquellas palabras del Evangelista San Juan: Ved cuánto nos amó el Padre, pues nos ha llamado y nos ha hecho hijos de Dios.

¡Tal es la revelación que nos hace el Pesebre!

+++

Roguemos por los muchos que hoy no saben hacerse niños delante de Dios.

Nosotros, por nuestra parte, vivamos con lo más profundo de nuestra alma esa infancia gloriosa: es lo que nos enseña el divino Niño del Pesebre.

Oración:

Tiéndenos, Señor, desde el Cielo tu poderosa mano; para que, con tu ayuda, podamos buscarte y lleguemos todos a Ti.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

Esta entrada fue publicada en Catesismo Católico, Cielo, Devocionario, Dogmas, María Santisima, Santos de la Iglesia, Sermones, Teología. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario