SERMÓN PARA LA DOMÍNICA INFRAOCTAVA DE NAVIDAD


DOMINGO INFRAOCTAVA DE NAVIDAD

R. P. Juan Carlos Ceriani

El Introito de la Misa de hoy hace referencia al descenso de la Palabra de Dios cuando, en medio de la noche, visitó todas las casas de los egipcios y mató a sus primogénitos: Cuando todas las cosas dormían en profundo sueño y la noche llegaba al medio de su carrera, entonces, Señor, descendió tu omnipotente Verbo de su celeste trono. Y salvó a Israel de las cadenas con que lo oprimían los egipcios.

He aquí un símbolo y un anticipo de la llegada del Hijo de Dios el santo día de Navidad.

Dios envió a su Hijo sujeto a la Ley, dice San Pablo. Le envió, para salvar a los que permanecíamos bajo la Ley y para hacernos sus hijos adoptivos.

Navidad es el misterio del amor, de la sabiduría, de la justicia y de la misericordia divinas. Nosotros éramos eslavos, yacíamos aherrojados en cadenas y estábamos sujetos al ignominioso servicio de Egipto, del mundo, de la carne, de la sensualidad, del pecado, del Faraón, Satanás.

Y ¿qué hizo Dios? Envió a su propio y amado Hijo y le hizo esclavo, para libertarnos a nosotros.

Le sujeta a la ley humana del nacimiento y desarrollo corporales, a todas las necesidades y esclavitudes de nuestra existencia, a la ley del dolor y de la muerte, lo mismo que si fuera un pecador como nosotros.

Le sujeta, sobre todo, a la Ley de Moisés, dada al pecador, al terco y caprichoso pueblo de Israel. Le ata, le encadena, le oprime bajo el peso de sus prescripciones.

Hoy encontramos al Hijo de Dios, al omnipotente Verbo descendido del cielo, en el Templo de Jerusalén, acompañado de María y de José.

Va al Templo para cumplir con la Ley de Moisés, como si hubiera sido concebido y hubiera nacido, no de Dios, sino de padres humanos, del deseo de la carne, de la voluntad de un varón.

Aunque es el Hijo de Dios, se somete voluntaria y gozosamente a la Ley, a la sujeción, a la esclavitud. Se hace esclavo, para libertarnos a nosotros de nuestra esclavitud.

¡Él, el Señor! ¿Quién hubiera podido imaginar canje parecido? ¿Quién iba a imaginarse este amor, esta generosidad del Verbo divino? ¡Deja su trono de Rey celestial, y se encadena a una Ley que ha sido creada para hombres pecadores!

¡Y esto lo hace, precisamente, para romper nuestras cadenas! ¿Hemos reflexionado bien sobre ello? Lo hizo para salvarnos y hacemos sus hijos adoptivos, es decir, para libertarnos completamente de nuestra esclavitud.

No cabe libertad más perfecta, pues ella nos hace, además, participantes de la gloria del Hijo de Dios recién nacido: porque sois hijos suyos, Dios ha derramado sobre vosotros el espíritu de su Hijo, para que, desde lo más profundo de vuestros corazones, clame: Abba, Padre. Así, pues, ya no eres siervo, sino hijo. Y, si eres hijo, eres también heredero de Dios.

El Redentor, el Verbo divino no se contenta solamente con rescatarnos de nuestro cautiverio, bajo la ley del pecado, de la carne, de la sensualidad, de la concupiscencia de los ojos, de la soberbia de la vida… He hecho todavía mucho más; nos ha levantado, nos ha sublimado a una nueva esfera, a un nuevo orden.

A todos los que le recibieron, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Esto mismo hizo con todos los que creyeron en su Nombre, y no nacieron de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad de un varón, sino que nacieron de Dios.

Somos, pues, hijos de Dios. Hemos nacido a Él por el agua y el Espíritu Santo. Estamos llenos y animados del espíritu de su vida, del espíritu de la filiación divina.

Ese Espíritu nos hace exclamar: Padre Nuestro.

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¡He aquí una redención, una liberación como sólo la omnipotencia, la sabiduría, y el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo pueden concebirla y realizarla!

¡He aquí una humanidad nueva, creada por el Hijo de Dios encarnado, por el Niño de Navidad!

Este Niño, esclavo de la Ley, es, al mismo tiempo, el Rey universal. En sus tiernas manecitas sostiene un cetro: el cetro del mundo. Su trono aparece, en el Evangelio de hoy, rodeado de la nueva familia que Él acaba de engendrar: María, la Virgen-Madre; San José, su castísimo esposo; el anciano Simeón, entregado totalmente a Dios, animado e inspirado por el Espíritu Santo; Ana, viuda y profetisa, que no hace otra cosa, día y noche, más que servir a Dios con su vida de oración y de penitencia.

¡He aquí la nueva raza, elevada al mundo de la gracia y del Espíritu Santo! ¡He aquí la nueva Edad: la Edad del reinado del Espíritu divino, la Edad de la vida virginal, la Edad de la santidad, la Edad de la vida llena de buenas obras!

El Hijo de Dios humanado se somete a la Ley para librarnos a nosotros de la esclavitud legal y para elevarnos, con su real y soberano poder, por encima de las leyes creadas para la naturaleza pecadora, hasta el mundo de la luz, donde sólo reina su espíritu, el Espíritu Santo.

Aunque esclavo de la Ley, Cristo es superior a todas las leyes. Por eso, puede elevarnos a nosotros, por encima de la ley de la naturaleza pecadora, a la real libertad de los hijos de Dios, de la santa espiritualidad, de la unión divina.

La gloria del divino Rey, del Verbo de Dios, del esplendor del Padre, fulgura en los ojos y florece en la sonrisa del Niño del Pesebre, del que, por nuestro amor, se sometió a la ley de la niñez y de la debilidad infantil.

La gloria del Verbo eterno resplandece en la frente del Unigénito de Dios humanado, en la frente de nuestro Salvador Jesús.

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La Epístola de hoy alude a los hombres del Antiguo Testamento, los cuales estaban sujetos a la dura tutela de la Ley mosaica, que sólo contenía prescripciones y castigos contra los transgresores, pero sin que pudiera conferir ninguna virtud interna, para poder cumplir mejor sus difíciles preceptos.

Señalaba lo que era pecado; pero, ni aun confesado éste, podía perdonarlo. Solamente con el Nacimiento de Cristo llega la plenitud de los tiempos. Entonces, Dios envía a su Hijo, nacido de mujer, sujeto a la Ley, para libertar a los esclavos de la Ley y hacerlos sus hijos adoptivos.

El Hijo de Dios viene a nosotros, toma nuestra naturaleza humana, se hace uno de nosotros, para hacernos después, en unión consigo, hijos adoptivos de Dios.

¿Qué somos de nosotros mismos? Nada.

¿Qué somos por el pecado heredado de nuestro padre Adán? Hijos de ira, malditos de Dios, dignos de permanecer eternamente apartados de Él.

Y ¿qué hace Dios? Envía a su amado y unigénito Hijo, para que se acerque a nosotros, para que nos una consigo y nos haga hijos de Dios.

El Hijo de Dios se hace hijo de mujer, hijo de la Virgen. ¡Maravillosa invención divina! El Salvador en el Pesebre es una garantía infalible de que Dios ya no nos rechaza lejos de sí, de que no hemos nacido para una eterna desdicha.

Cristo nos confiere el honor y la sublime dignidad de poder ser hijos del Padre, objetos de su predilección, de su paternal solicitud, de su providencia infinitamente sabia e infinitamente amorosa.

¡Hijos de Dios! Hemos sido trasladados al Reino de su dilecto Hijo. Hemos sido hechos partícipes del nombre, de la dignidad, de las riquezas, de los tesoros, de la herencia y de la alegría de su divino Hijo. Hemos sido hechos herederos de Dios y coherederos de Cristo, hermanos de Cristo. Él es Hijo de Dios por naturaleza y por nacimiento; nosotros lo somos por graciosa adopción del Padre.

Tal es el alegre mensaje que nos trae el Niño del Pesebre. En nosotros, hijos de Dios, vive y obra el Espíritu del divino Niño, del Hijo de Dios, el Espíritu de Cristo, el mismo Espíritu que llena, amina y vivifica toda la existencia de Jesús.

Él nos impulsa también a nosotros a que, como Jesús y con Jesús, vayamos al Padre, nos entreguemos a Él y le hablemos con filial confianza, con filial veneración, con agradecido y filial amor.

En la alegría y en el dolor, siempre estamos ciertos de que Él nos ama, de que su sabia, poderosa y amorosa mano nos guía y nos protege. Él vela y cuida de nosotros. Nos conoce a todos y de todos se preocupa.

Sabemos que, por ser hijos de Dios, somos también sus herederos. Como hijos de Dios, estamos ciertos de ser también hermanos de Cristo. ¡Sepamos apreciar esta dignidad! ¡Sigamos fiel y constantemente a nuestro Hermano mayor! Marchemos, con Él, por el camino que Él nos ha señalado: por el camino de la entrega total al Padre. Es el único camino que lleva al Cielo.

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Toma al Niño y a su Madre, y vuelve a la tierra de Israel, pues ya han muerto los que atentaban contra su vida.

San José obedece la indicación del Ángel y retorna de Egipto a la tierra de Israel, estableciéndose en una villa llamada Nazaret.

La Sagrada Liturgia reproduce hoy estas palabras en el momento de la Sagrada Comunión, en la Oración Postcomunión.

¡Toma al Niño! Ya se ha cumplido el tiempo del destierro en Egipto.

Ya han concluido los duros años de privación en territorio extraño, entre gentes de religión, de idioma, de costumbres e ideas tan distintas a las suyas.

Ya han terminado los años de continuas contrariedades y humillaciones.

Al huir a Egipto, el Ángel había dicho a San José: Permanece allí hasta que yo te lo advierta. La Virgen María y San José obedecen; nada hacen por acortar el tiempo del destierro, por acelerar el retorno a su patria. Se entregan plenamente a la Providencia divina.

He aquí que el Ángel del Señor se apareció en sueños a José, y le dijo: Toma al Niño y a su Madre, y vuelve a la tierra de Israel. San José ejecuta en seguida la orden del Ángel. ¡Ambos, María y José, se ponen totalmente en las manos del Señor y obedecen confiadamente a la voz de lo alto! ¡Dios vela por los que se entregan a Él!

Vuelve a la tierra, de Israel. A eso ha venido el Hijo de Dios al mundo, o sea, a librarnos del destierro de esta vida terrena, para llevarnos a la Tierra Prometida de la eternidad.

Toma al Niño y a su Madre, nos dice también a nosotros la Santa Liturgia, al recibir hoy la Sagrada Comunión.

Incorporado a Cristo, saturado de su vida, vuélvete a la tierra de la gloriosa eternidad: El que come mi carne y bebe mi sangre, posee la vida eterna y yo le resucitaré en el último día. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. El que coma de este pan, vivirá eternamente.

La Santa Eucaristía es por esencia el Sacramento de la vida, el Sacramento de la gracia. Los demás sacramentos causan también la vida; pero la causan sólo en virtud de la Sagrada Eucaristía y en cuanto están ordenados a este Santísimo sacramento, el cual encierra en sí mismo al Autor de la vida. Sin Sagrada Eucaristía, sin la recepción de la Sagrada Comunión, al menos con el deseo, no hay salvación posible. Si no comiereis la carne del Hijo del Hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros.

Este es el único y exclusivo alimento que podrá darnos fuerzas para seguir el estrecho y difícil camino que conduce a la Tierra de Promisión y para alcanzar nuestra salvación eterna.

La Santa Iglesia nos exhorta con ahínco a que amemos y recibamos con frecuencia la Sagrada Eucaristía: Toma al Niño — al Hijo de Dios, en la Sagrada Comunión—, y vuelve a la tierra de Israel.

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Toma al Niño y a su Madre, y vuelve a la tierra de Israel. Si queremos llegar a nuestra bienaventurada patria, tenemos que recibir al Niño, a Cristo, en la Sagrada Eucaristía. Y tenemos que tomar también, con Él, a su Madre. María, la Madre de Cristo según la carne, es también nuestra Madre espiritual.

Ella nos ha dado a Aquel cuya Carne y cuya Sangre recibimos en la Sagrada Eucaristía. Ella nos conmereció la salvación y la gracia, pues fue la fiel colaboradora, la divina compañera del nuevo Adán, Cristo, aunque dependiente y subordinada a Él.

Con su mediación ante Dios nos obtiene constantemente aumento de gracia y de vida sobrenatural.

En el reino de Dios Ella es la Madre y la Señora.

Todas las gracias y beneficios que imploremos del Señor, debemos esperarlas de María. Querer alcanzar la gracia sin Ella es tiempo perdido.

Toma al Niño y a su Madre. En la Sagrada Eucaristía Jesucristo es el centro de la vida de la Iglesia.

Y, junto con Jesucristo, su divina Madre.

El Corazón Eucarístico de Jesús, y con Él el Corazón Inmaculado de María deben ser también el punto central de toda la piedad cristiana.

Ante todo, y sobre todo, el Sacrificio de la Santa Misa. A su lado, e inseparable de Él, la Sagrada Comunión. Unida a ambas cosas, María Santísima, la Madre de Jesús, Nuestra propia Madre, la Mediadora de todas las gracias.

Todo nuestro afán debe tender a asistir, al menos espiritualmente, a la Santa Misa cada día con más perfección; a prepararnos con gran cuidado para recibir la Sagrada Eucaristía; a procurar hacernos cada vez más dignos hijos de María.

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