FIESTA DE LA CIRCUNCISIÓN DE CRISTO – OCTAVA DE NAVIDAD


FIESTA DE LA CIRCUNCISIÓN DE CRISTO

R.P. Juan Carlos Ceriani

La Santa Iglesia celebra hoy la Octava del Nacimiento de Cristo y el día de la Circuncisión del Señor.

Aunque era Señor de la Ley y no estaba sujeto a ella, Nuestro Salvador, sin embargo, se somete voluntariamente a las prescripciones de su ceremonial, a la dolorosa circuncisión.

El Santo de los Santos, el absolutamente inmaculado e impecable por naturaleza quiere aparecer a los ojos de los hombres como un pecador cualquiera, como uno que lleva en su cuerpo el mal, la mancha del pecado.

Oculta su plenitud de gracia y de virtud, su deslumbrante santidad, bajo las apariencias de un pecador que, cual todo hijo de hombre, necesitase purificarse de sus pecados por medio de la circuncisión.

¡Tan profundamente se humilla el Hijo de Dios por nosotros los pecadores! ¡Qué anonadamiento, qué humildad!

¡Así obra la Sabiduría eterna!

Se le puso por nombre Jesús. Él se humilla profundamente en su circuncisión; y Dios le exalta, porque se ha humillado tan profundamente. En el mismo instante en que Él se somete a la circuncisión, se le da el nombre de Jesús; un Nombre que está sobre todo nombre.

Todos los hombres, comenzando por Adán y terminando por el último niño que nazca hasta el fin del mundo; todos los que alcancen la salvación; todos los que reciban una gracia cualquiera, una ilustración, un impulso interior cualquiera hacia el bien; todos los que se vean libres de sus pecados y obtengan la gloria de la filiación divina; todos los que perseveren hasta el fin y alcancen la salvación de sus almas: todos en absoluto se lo deberán a Jesús, al Salvador.

Todos dependen de Él. Él es el principio de todo, y todos tienen en Él su consistencia, su apoyo.

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El que se humilla, será ensalzado. Tal es la ley fundamental de la economía sobrenatural.

La Iglesia está profundamente convencida de esta verdad. Por eso, procura imitar el voluntario anonadamiento del Hijo de Dios humanado.

Escucha atentamente al Maestro, cuando dice: ¡Aprended de mí! No a hacer milagros. No a realizar actos que exciten la curiosidad, la admiración, el agrado del mundo. Aprended, por el contrario, a ser humildes de corazón.

Esto es lo que el Señor quiere enseñarnos. Él conoce muy bien nuestra enfermedad crónica: el orgullo.

Aquí está el origen de todos nuestros males morales, la causa de nuestra esterilidad en la vida interior y en el progreso espiritual.

El que se humilla, será ensalzado. He aquí un luminoso principio, un admirable guía, para adentrarnos por entre las tinieblas del nuevo año que comienza.

Elijamos, alegre y decididamente, el camino que nos señala el Señor: el camino de la humildad. Cuanto más humildes seamos, más creceremos en el verdadero espíritu de Cristo. El Señor viene a nosotros, hoy, para enseñarnos, con su ejemplo, con el generoso sacrificio de su Circuncisión, el verdadero camino de la humildad.

Penetrémonos bien de esta verdad, que nos enseña hoy la Santa Iglesia, y vivamos de ella.

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Detengámonos todavía en el misterio de la Circuncisión del Señor. La Iglesia asocia tan íntimamente a este misterio a la Virgen Madre, que el Oficio litúrgico de esta Fiesta presenta todos los caracteres de un Oficio marial.

María, tiene una maternal participación en la Circuncisión de su divino Hijo. Nosotros sabemos muy bien que Ella sufre los mismos dolores que Jesús.

Sin embargo, no vemos en este misterio a la madre carnal del Niño, ni a su compañera de dolores. La contemplamos, por el contrario, como a la mujer fuerte que, una vez más, pronuncia con toda generosidad su fiat y se une con toda su alma al sacrificio de su Hijo.

Jesús ofrece la primera Sangre que derrama por los hombres, por nuestra salvación. María se asocia al sacrificio de Jesús y coofrece a Dios, por nuestra salvación, la Sangre redentora de su Hijo.

Ella sufre con gusto sus propios dolores, porque sabe que han de contribuir a nuestra redención. No piensa en sí misma: sólo se acuerda de nosotros y de nuestra salud espiritual.

¡Tan generoso, tan cordial es el amor que nos tiene nuestra celestial Madre!

María es un símbolo de la Iglesia, Esta contempla, con tierna y maternal compasión, el primer derramamiento de Sangre del divino Niño. Como una segunda Virgen-Madre, toma en sus inmaculadas manos la preciosa Sangre sacrificial de Cristo y se la ofrece a Dios Padre sin descanso, todos los días y a todas las horas, por la pobre, por la extraviada y pecadora humanidad.

Ella sabe que el Hijo de Dios vino al mundo y derramó su Sangre por la salvación de las almas. Por eso, la salvación de las almas constituye también su máxima y primordial preocupación. Sólo esto tiene interés para Ella en el mundo. Sólo Ella sabe lo que significa la perdición de un alma.

Para salvar las almas, sube todos los días al altar, en la persona de sus sacerdotes, y ofrece al Padre celestial la preciosa Sangre de Cristo.

Para salvar las almas, nos proporciona los Sacramentos de la Penitencia y de la Sagrada Eucaristía, fuente esta última de todas las gracias y de todos los bienes celestiales.

Para salvar las almas, nos dirige frecuentes exhortaciones, nos educa con sus enseñanzas y nos protege con su amorosa y maternal solicitud.

Para salvar las almas, entrega a sus sacerdotes y religiosos su oración litúrgica, el Santo Oficio, el Breviario.

Nosotros, compartamos con María su dolor de Madre ante la dolorosa Circuncisión de su divino Hijo. Démosle gracias por haber contribuido Ella también, con sus sufrimientos personales, a nuestra redención. Agradezcámosle profundamente el haberse olvidado totalmente de sí misma, para no pensar más que en nosotros, en nuestra salvación eterna.

Juzguémonos dichosos de pertenecer a la Santa Iglesia de Cristo. Ella es, en realidad, una segunda Virgen-Madre, llena por entero del espíritu de María.

Por eso, su vida y su conducta son una vida y una conducta dignas de la verdadera Iglesia de Cristo. Su única misión en este mundo consiste en santificar y salvar nuestra alma. A esto se encaminan su dogma, su moral y su liturgia.

¡Cómo debiéramos apreciar y explotar los inmensos tesoros espirituales que nos brinda la Iglesia! Cuanto más nos incorporemos a Ella, más seguramente alcanzaremos nuestra salvación eterna.

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El comienzo del nuevo año civil nos permite hacer un llamado de atención.

Debemos meditar seriamente en el programa que para él nos proporciona hoy la Iglesia.

Es un doble programa: con una parte positiva y otra negativa.

Renunciemos a la impiedad y a los placeres mundanos, y vivamos sobria, justa y piadosamente.

He aquí la enseñanza y el ejemplo que nos proporciona el Redentor. Con su venida en carne mortal nos enseña que, ante Dios, sólo una cosa, tiene valor: la salvación de nuestra alma inmortal.

Nuestro principal esfuerzo durante el nuevo año que comienza debe encaminarse a la santificación y salvación de nuestra propia alma y de las almas de los demás.

Sólo así es como lograremos remediar de algún modo el lamentable abandono de Dios en que han caído los cristianos de nuestro tiempo.

La vida contemporánea está tan poco equilibrada, es tan activa, tan positivista, está tan sumergida en lo temporal, que amenaza anegarnos a todos en su materialismo.

Corremos el peligro de que olvidemos por completo nuestra alma. Los hombres tienden a convertirse en cifras. La vida se entrega totalmente a las cosas terrenas. La vida espiritual, la vida del alma queda preterida.

Por eso, nada tan oportuno como el programa que nos traza la Epístola de hoy: Renunciemos a la impiedad.

Renunciemos también a los deseos y placeres mundanos, que nos disipan, que destruyen nuestra austeridad moral, que nos hacen inútiles para todo esfuerzo serio.

De aquí la parte positiva de nuestro programa: Vivamos sobria, justa y piadosamente.

Sobriamente, es decir, con rectitud en nuestros pensamientos, en nuestras intenciones, en nuestros juicios, en nuestras palabras, en nuestros actos. Fundándonos y guiándonos en todo por motivos sobrenaturales.

Justamente, es decir, con la inquebrantable decisión de dar a cada cual —a Dios, a los hombres, a sí mismo (al cuerpo y al alma, a la naturaleza y a la gracia)— lo que en derecho le corresponda.

Piadosamente, o sea, presentándonos con la franqueza, con la sencillez y con la ductilidad de un niño ante el sabio, fuerte y omnipotente Dios, ante el Padre celestial, que nos ama y que ve en todos nosotros, no a unos esclavos, sino a unos hijos en Cristo.

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Esperando, con santa, confianza,, el glorioso advenimiento de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo.

Lo temporal pasa. No es más que un puente para lo estable, para lo permanente. Solamente lo eterno es bastante grande para nosotros.

No nos contentamos con menos. Por eso, debemos vivir siempre con la vista fija en aquel definitivo y glorioso día que nos abrirá las puertas de la eternidad, es decir, en el día de la Segunda Venida del Señor.

Vivamos siempre con una fe viva en la gloriosa eternidad. Vivamos hondamente convencidos de que Cristo volverá otra vez a nosotros, al fin de los tiempos. Esperemos confiadamente la victoria final del Señor y de su Iglesia y la de todos los que, como Ella, permanecieron fieles a Cristo.

Toda nuestra existencia actual debe estar iluminada por esta santa esperanza del retorno del Señor, por la santa esperanza de la vida eterna, de la beatífica vida que gozaremos más tarde en la inextinguible luz de Dios.

Esta esperanza dará un profundo sentido, un valor imperecedero a nuestro Año Nuevo, a nuestras acciones, a nuestras penas, a nuestros sacrificios, a nuestras alegrías, a nuestros dolores, a nuestros deberes, a nuestros trabajos y a toda nuestra vida.

Debemos penetrar, pues, en este Nuevo Año de nuestra existencia viviendo alejados de los placeres del mundo y de toda clase de impiedad, practicando una vida sobria, justa y piadosa; entregándonos ciega y totalmente en las manos de nuestro amoroso Padre celestial; estando profundamente convencidos y animados por la firme esperanza de nuestra futura y gloriosa eternidad.

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Al comenzar este Año Nuevo renovemos el juramento que hicimos el día de nuestro Santo Bautismo. Dijimos entonces: “Renuncio al mundo y a sus vanidades. Renuncio a Satanás y al pecado.

Creo, y por eso me entrego, en Dios Padre, en Dios Hijo y en Dios Espíritu Santo, en comunión con toda la Santa Iglesia de Cristo.

Todo para Dios, todo para Cristo. Todo conforme a su santa voluntad.

Apoyémonos solamente en su fuerza. Encaminémoslo todo únicamente a sus intereses, a su mayor honra y gloria.

Señor, Tú nos das un Nuevo Año de vida. Danos también fuerza y virtud, para que, durante este año, evitemos todo pecado, cumplamos siempre tu santa voluntad con pensamientos, palabras y obras, y Te agrademos en todo momento. Amén.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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