FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA – 1º DOMINGO DE EPIFANÍA


FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA

JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

R. P. Juan Carlos Ceriani

La Sagrada Liturgia nos transporta hoy a Nazaret para que podamos contemplar allí la vida de la Sagrada Familia.

Todos nacemos y nos desarrollamos en el seno de una familia, y todos estamos llamados a la vida de familia, ya sea de la familia natural, ya de la familia sobrenatural de la Iglesia, por el Bautismo.

Vayamos, pues, todos a Nazaret, para contemplar allí nuestro modelo y para inspirarnos en él.

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La vida de la Familia de Nazaret está retratada en el Evangelio de hoy.

Toda ella sube al Templo de Jerusalén para presentar allí al Señor la ofrenda prescrita por la Ley.

María y José pierden al Niño; lo buscan llenos de ansiedad y de dolor, y vuelven a encontrarlo de nuevo en el Templo.

Jesús se somete a María y a José.

La vida de la Familia de Nazaret se caracteriza por las notas siguientes: por su ardiente celo religioso, por su gran amor a la oración, por la íntima unión y compenetración que reinan entre el divino Niño y sus amorosos padres y, finalmente, por la cordial obediencia y sumisión del Niño a María y a José.

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La Epístola de la Fiesta nos pone ante los ojos el espíritu y las virtudes de la Sagrada Familia: Hermanos, como elegidos de Dios, como santos y amados suyos, revestíos de entrañas de misericordia, de benignidad, de humildad, de modestia y de paciencia. Soportaos mutuamente y perdonaos los unos a los otros, si alguno tuviere motivo de queja contra otro. Como el Señor os perdonó a vosotros, así habéis de hacer también vosotros. Ante todo y sobre todo, os encargo encarecidamente que tengáis caridad, pues ella es el vínculo de la perfección.

Maravilloso modelo. Preciosas enseñanzas. Sin embargo, la Liturgia no se contenta sólo con esto. Abre, además, a la familia cristiana las fuentes en donde podrá beber toda la fuerza que necesita para desarrollar su vida y sus virtudes. Estas fuentes son: el Santo Sacrificio de la Misa, la Sagrada Comunión y la oración.

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El espíritu y las virtudes de familia son un precioso e inapreciable tesoro. Y esto, lo mismo para la familia natural que para la espiritual.

Esas virtudes consisten, según la Epístola de hoy, en querer y procurar con noble esfuerzo que todos los miembros se conviertan en un solo corazón y en una sola alma; en no buscar más que el agrado de los demás; en soportar y perdonar a todos; en entregarse totalmente al servicio de la comunidad, viviendo íntimamente compenetrados con ella; en evitar cuidadosamente todo lo que pueda atentar contra el mutuo amor, contra la mutua inteligencia, contra la mutua confianza.

La familia cristiana exige el sacrificio y la renuncia de muchos gustos personales. Exige una mortificación continua, un absoluto dominio sobre el amor propio.

Exige virtudes muy sublimes: una piedad honda y sincera, una viva fe, mucha oración y gran unión con Dios. Todo esto ha de reunir la familia, si quiere ser una familia perfectamente cristiana.

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Enseña el Papa Pío XII que la Iglesia, durante la Octava solemne de la Epifanía, repite en su liturgia las palabras de los Magos: hemos visto en Oriente la estrella del Señor y hemos venido con dones a adorarlo.

Los que han contraído matrimonio han recibidos de Dios tres bienes preciosos enumerados por San Agustín: la fidelidad conyugal, la gracia sacramental, la prole. Tres bienes que deben ofrecer a Dios, tres dones simbolizados en las ofrendas de los Magos.

La fidelidad matrimonial es el oro, o más bien un tesoro preferible a todo el oro del mundo.

El sacramento del matrimonio da los medios de poseer y aumentar este tesoro: los casados han de ofrecerlo a Dios para que les ayude a conservarlo mejor.

La fidelidad conyugal es la base y la medida de toda la felicidad del hogar doméstico.

En el templo de Salomón, para evitar la alteración de los materiales, lo mismo que para embellecer el conjunto, no existía parte alguna que no estuviera recubierta de oro. De igual modo, el oro de la fidelidad, para asegurar la solidez y el esplendor de la unión conyugal, debe como revestirla y envolverla toda entera.

El oro, para conservar su belleza y su brillo, debe ser puro. De igual manera, la fidelidad entre los esposos debe ser íntegra, e incontaminada; si comienza a alterarse, se ha terminado la confianza, la paz, la felicidad.

Digno de lástima es el oro –como gemía el Profeta– que se ha oscurecido y ha perdido su color esplendente; pero más dignos de llanto son todavía los esposos cuya fidelidad se corrompe; su oro, diremos con Ezequiel, se convierte en inmundicia; todo el tesoro de su bella concordia se disgrega en una desoladora mezcolanza de sospechas, de desconfianzas, de reproches, para, terminar con demasiada frecuencia en males irreparables.

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Los Magos llevaron también a Jesús oloroso incienso. Con el oro le habían honrado como a Rey; con el incienso rendían homenaje a su divinidad.

También los esposos cristianos tienen una rica oferta de suave perfume que hacer a Dios, y para la cual el Sacramento del matrimonio aporta los medios necesarios.

El incienso invisible, pero real, es la gracia sobrenatural, ese perfume que esparce una dulce fragancia en toda la vida matrimonial, y que hace de las obras diarias, hasta las más humildes, actos capaces de procurar en el Cielo la visión intuitiva de Dios.

De este modo, los esposos cristianos son más ricos todavía que los Magos. El estado de gracia es más que un suave perfume, por muy puro y penetrante que éste sea, que da a la vida natural un aroma celestial; es una verdadera elevación de las almas al orden sobrenatural, que hace partícipe de la naturaleza divina.

¡Qué cuidado deben tener los esposos por conservar y también por aumentar semejante tesoro! Ofreciéndolo a Dios no lo pierden, sino más bien lo confían al mejor y más seguro guardián.

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Finalmente los Magos, queriendo honrar en Jesús no sólo a un Rey y a un Dios, sino también a un hombre mortal, le presentaron como regalo la mirra, es decir, una especie de goma resinosa, de la que los antiguos se servían para conservar los restos de aquellos que habían amado.

En la mirra se ve el símbolo de la tercera ofrenda, del tercer bien del matrimonio cristiano, que es el deber y el honor de la prole.

En efecto, en toda nueva generación continúa y se prolonga la línea hereditaria; los hijos son la imagen viviente y como la resurrección de los antepasados que, a través de la generación presente, tienden la mano a la de mañana.

En los hijos, los esposos cristianos deben ver revivir y obrar la doble serie de sus antepasados, incluso con los mismos rasgos del rostro y de la fisonomía moral, especialmente con sus tradiciones de fe, de honor y de virtud…

En este sentido, la mirra conserva, perpetúa, renueva incesantemente la vida de una familia. Porque la familia es como un árbol de tronco robusto y de espeso follaje, del que cada generación forma una rama.

Es cierto que el cumplimiento de este deber tiene sus dificultades, acaso mayores que las de los precedentes. La mirra, esta substancia conservadora y preservadora, es de sabor amargo; su propio nombre lo insinúa. Pero esta amargura no hace sino aumentar sus virtudes benéficas.

Las innegables dificultades que una bella corona de hijos lleva consigo exigen coraje, sacrificios, a veces heroísmos. Pero como la amargura saludable de la mirra, esta aspereza temporal de los deberes conyugales preserva ante todo a los esposos de una grave culpa, fuente funesta de ruina para las familias y para las naciones.

Además, estas mismas dificultades animosamente afrontadas, les aseguran la conservación de la gracia sacramental y una abundancia de socorros divinos.

Finalmente, ellas alejan del hogar doméstico los elementos envenenados de disgregación, como son el egoísmo, la constante búsqueda del bienestar, la falsa y viciada educación de una prole voluntariamente restringida.

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Por todo lo dicho, se comprende que no haya tema más candente y actual que la cuestión del matrimonio. Cuestión de importancia suma.

¿A quién se le escapa su importancia decisiva? Es indudable que la humanidad se halla hoy día ante los problemas del matrimonio como ante una esfinge misteriosa.

El hombre moderno ha logrado, con descubrimientos incomparables, levantar cada vez más el velo del rostro oculto de la Naturaleza; el hombre moderno ha creído que también podía resolver el problema del matrimonio a su antojo, buscando soluciones meramente humanas.

Pero ha sufrido un gran desengaño. Ha tenido que darse cuenta, después de sufrir muchas experiencias dolorosas, que el matrimonio no es un problema que él pueda resolver del todo con su razón.

No. El matrimonio, según la expresión de San Pablo, es misterio grande.

Hagamos la pregunta: ¿Qué es propiamente el matrimonio? Y dirijámosla a la juventud moderna. Veremos qué concepto más bajo se tiene del sagrado vínculo.

¿Qué es el matrimonio moderno? Es un paso previo para el divorcio.

¿Qué es el matrimonio moderno? Una sociedad provisional, fundada en el mutuo goce.

¿Qué es el matrimonio moderno? El negocio abierto del doy para recibir.

¿Es institución divina el matrimonio? ¡De ninguna manera!, gritan las partes que lo contraen sin pensar en Cristo…

¿Es el matrimonio indisoluble? ¡No! Somos libres y ningún vínculo nos ha de privar de la libertad…

¿Es Dios quien concede hijos? ¡No!, somos nosotros los que los que permitimos que nazcan…

¿Es una bendición de Dios la familia numerosa? ¡No!, sino todo lo contrario: es una insensatez, una desgracia, que sólo les pasa a los tontos, un no estar al tanto de lo que pasa en el mundo…

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Y ¿cuál es el concepto católico sobre el matrimonio? Es un concepto sublime.

Según la Iglesia, el matrimonio:

a) es la imagen de la relación que existe entre Cristo y su Iglesia;

b) es la participación en la obra creadora de Dios.

c) finalmente, es la ayuda mutua de los esposos,

Sí; más allá de la biología, más allá del contrato natural, la Iglesia ve otras cosas y no cesa de repetir su concepto sublime.

El matrimonio, en la concepción católica, no es el amor sentimental. Los sentimientos y todo lo que de ellos brota, pasan con el tiempo. Pero deben perseverar dos voluntades firmes que digan: vivimos el uno para el otro y para los hijos; nos ayudamos con mutuo amor, estamos dispuestos a cargarnos de sacrificios y renuncias el uno por el otro, en orden a los hijos.

Esta voluntad en común, esta compenetración mutua de los esposos, debe ocupar el puesto del amor sentimental de los años juveniles; y a medida que pasa el tiempo, en vez de debilitarse, debe robustecerse con el fuego de las preocupaciones diarias de la vida familiar, hacerse cada vez más depurada y más hermosa.

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Para asegurar la firmeza de esta institución, la más importante de la humanidad, Dios prohíbe cualquier ejercicio de la actividad sexual fuera del matrimonio.

Si muchos matrimonios fracasan, si la vida matrimonial es un desastre en muchos casos, en gran parte es debido a que no se ha vivido sexto Mandamiento antes del matrimonio.

Aumentaría, sin duda, el número de los matrimonios felices, si fuese mayor el número de los jóvenes continentes antes de casarse.

¡Qué mayor caudal de alegría, salud e idealismo, y qué mayor equilibrio y dominio de sí mismo llevarían al matrimonio los contrayentes, si se presentasen con la pureza intacta, con el alma y el cuerpo limpios ante el altar nupcial!

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La vida matrimonial está llena de sacrificios y responsabilidades.

Para que los esposos puedan cumplir su misión, Jesucristo ha elevado el matrimonio a la categoría de Sacramento. El amor con que Cristo ama a la Iglesia, hasta dar la vida por Ella, es el modelo al que deben tender los esposos en su mutuo amor.

Una familia auténticamente cristiana se distingue fácilmente.

La familia cristiana se apoya en el espíritu de sacrificio. Porque Cristo nos dio ejemplo sacrificándose por nosotros en la Cruz.

¿Qué significa ser padre cristiano? ¡Trabajar desde la mañana hasta la noche por los demás miembros de la familia!

¿Qué significa ser madre cristiana? ¡Andar atareada de sol a sol por el esposo y los hijos!

¿Qué significa ser hijo cristiano? ¡Obedecer con respeto y amor a otros, a los padres; primero, mis padres… y sólo después yo!

En cambio, ¿cómo es una familia alejada del espíritu cristiano? Su lema: Gozar cuanto se pueda y sacrificarse lo menos posible.

Por esto huye de los hijos la familia moderna; por esto está en boga una educación blandengue, que no sabe sino mimar, a la cual le falta todo vigor; de ahí el desmoronamiento de las familias, de ahí la agonía de la vida familiar.

Mientras que, si los esposos están unidos en Dios, si Cristo es el Rey de la familia, fácilmente se disfruta de la felicidad de la vida familiar. El hogar se convierte en un paraíso en la tierra.

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Vayamos, pues, a Nazaret para contemplar allí la vida de la Sagrada Familia.

Vayamos, pues, a Nazaret, para contemplar allí nuestro modelo y para inspirarnos en él.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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