SERMÓN PARA EL DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA – 2/MAR/2014


DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA

Iglesia Estacional: San Pedro

R. P. Juan Carlos Ceriani

En aquel tiempo: Tomando consigo a los Doce, les dijo: He aquí que subimos a Jerusalén, y todo lo que ha sido escrito por los profetas se va a cumplir para el Hijo del hombre. Él será entregado a los gentiles, se burlarán de Él, lo ultrajarán, escupirán sobre Él, y después de haberlo azotado, lo matarán, y al tercer día resucitará. Pero ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de qué hablaba. Cuando iba aproximándose a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino, y mendigaba. Oyendo que pasaba mucha gente, preguntó qué era eso. Le dijeron: Jesús, el Nazareno pasa. Y clamó diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, apiádate de mí! Los que iban delante, lo reprendían para que se callase, pero él gritaba todavía mucho más: ¡Hijo de David, apiádate de mí! Jesús se detuvo y ordenó que se lo trajesen; y cuando él se hubo acercado, le preguntó: ¿Qué deseas que te haga? Dijo: ¡Señor, que reciba yo la vista! Y Jesús le dijo: Recíbela, tu fe te ha salvado. Y en seguida vio, y lo acompañó glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.

En el Evangelio de hoy la Iglesia nos descubre el misterio de la próxima Cuaresma y de la Pascua: He aquí que subimos a Jerusalén, y todo lo que ha sido escrito por los profetas se va a cumplir para el Hijo del hombre. Él será entregado a los gentiles, se burlarán de Él, lo ultrajarán, escupirán sobre Él, y después de haberlo azotado, lo matarán, y al tercer día resucitará.

Los Apóstoles, incluso Pedro, en cuya iglesia estacional nos reunimos hoy, no comprenden estas palabras del Cristo paciente. Pero ellos no entendieron ninguna de estas cosas; este asunto estaba escondido para ellos, y no conocieron de qué hablaba.

Sin embargo, se ponen animosamente al lado de Cristo y suben con Él a Jerusalén.

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El Santo Sacrificio de la Misa nos lleva a la cima del Calvario del Santo Altar. Aquí va a repetirse sacramentalmente ante nuestros ojos el drama anunciado por Cristo en el Evangelio.

Unámonos, en el Santo Sacrificio, al Sumo Sacerdote Cristo, y sigamos firmes la ruta que Él nos traza: por la lucha y el dolor, a la victoria de la resurrección; por la muerte de cada día, a la inmortal vida de la eternidad.

Llenos de confianza, marchemos también nosotros al combate que nos exige la santa Cuaresma, al combate contra nuestro hombre viejo, contra las pasiones, contra las seducciones del mundo y del infierno.

Resistir, mortificarse, vencerse enérgicamente, luchar heroicamente: he aquí la tarea de la Cuaresma.

La caridad nos obliga a marchar con Jesús, a sacrificarnos con Él, a darlo todo, cuerpo y alma, tiempo y salud, todo el corazón con sus inclinaciones y apegos.

Hagamos, pues, nuestra ofrenda en unión con el Salvador que se inmola. Estemos dispuestos a correr su misma suerte, a ser escarnecidos y azotados, a ir incluso a la muerte con Él.

San Pedro, en cuyo rededor estamos hoy reunidos en la iglesia estacional, va delante, señalándonos el camino de la vida. Tampoco él comprendía al principio las palabras de dolor y Cruz; pero el amor le abrió después los ojos. La caridad le impulsó a seguir al Maestro y a sufrir, como el Salvador, la cruenta muerte de Cruz. El amor le abrió las puertas de la vida eterna.

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Lucha y trabajos: he aquí el patrimonio de Cristo y de su Iglesia. He aquí también nuestra herencia.

Nosotros sabemos que, de nosotros mismos, no podemos esperar más que fracasos y decepciones; pero en nuestra debilidad reside nuestra fuerza. Cuanto más nos humillemos por nuestra insuficiencia y pongamos en el Señor toda nuestra confianza, tanto más seguramente venceremos.

Esperemos de Él fuerza y victoria. Acudamos hoy, con el ciego del Evangelio, al Señor.

Jesús es realmente el Salvador, poderoso y siempre dispuesto a remediar la pobreza y miseria de los hombres; pero antes exige fe y confianza absoluta en Él. “Tu fe te ha salvado.”

Enseña San Gregorio Magno que “Los milagros de Nuestro Señor y Salvador hay que entenderlos así: creyendo, primero, la verdad de los hechos, y viendo, después, en esos hechos una verdad oculta, que ellos no hacen más que insinuar. Porque sus obras milagrosas nos hablan, por una parte, de su poder y, por otra, son un símbolo de otra cosa.

Nosotros ignoramos la historia del ciego de hoy; pero, en cambio, conocemos lo que él nos enseña simbólicamente. El ciego es la humanidad que, arrojada, en el primer padre, de las alegrías del paraíso e ignorando la caridad de la luz sobrenatural, sufre las tinieblas de su condenación”

Para la Santa Iglesia, pues, el cieguito Bartimeo es la pobre humanidad. Abandonada a sí misma, yace al pie del camino, como un ciego, pidiendo limosna, harapiento y lleno de miseria.

¡Cuánto desea ella ver! Ver sería su mayor gozo. Pero, ¿quién podrá proporcionarle esta dicha?

Por allá baja el Hijo de Dios y pasa por el camino. Ella oye hablar de su paso. Y, desde lo más hondo de su miseria, de su pobreza, de su desamparo, clama: “Hijo de David, ten misericordia de mí.”

Él se compadece: “¿Qué quieres que te haga?”

“Que vea.” ¡Sólo quiere ver! ¡No desea más que ir a la luz! Con eso será rica, con eso lo poseerá todo.

Y Él le hace ver: ¡le da la luz de la fe! Ahora ya se han colmado sus anhelos.

Con la fe lo posee todo: Dios y mundo, tiempo y eternidad, presente y porvenir, luz y amor. Llena de agradecimiento, canta jubilosa al Señor: “Sólo Tú eres Dios, sólo Tú haces maravillas. Has librado de la ceguera a tu pueblo con tu brazo omnipotente”.

Su alabanza y oración es acción de gracias, es júbilo. Glorifica a Dios y sigue al Señor con un amor agradecido y de esposa.

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Esa humanidad, ese cieguito, somos nosotros. En el Santo Bautismo curó el Señor nuestra ceguera.

“Iluminación” llamaban nuestros padres al Santo Bautismo. Entonces nació en nosotros, con la luz de la fe, Dios, Cristo, nuestro propio Bien y Todo.

¡Ojalá pueda repetirse también de nosotros: “Vio al punto y siguió a Jesús, glorificando a Dios”!

Para la Sagrada Liturgia hoy es un día de acción de gracias por el beneficio de la “Iluminación”. ¡Cuántas cegueras curadas, cuántas iluminaciones interiores nos ha dado el Señor desde aquel día de nuestra primera iluminación! Y nosotros, ¡qué poco lo hemos apreciado y aprovechado!

Imitemos a la Liturgia, que no se cansa hoy de dar gracias al Iluminador, de glorificar a Dios y de seguir con fidelidad al Señor.

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Estamos ya a las mismas puertas de la santa Cuaresma. La Iglesia nos ha preparado para ella en tres etapas.

En las lecciones de Maitines nos ha presentado tres grandes figuras del Antiguo Testamento: Adán, Noé y Abrahán.

Adán, padre del pecado, es al mismo tiempo la imagen del nuevo Adán, Cristo.

Noé, salvado en el Arca, es el símbolo, de la humanidad redimida, salvada, por el agua del Bautismo, en el Arca de la Iglesia.

Abrahán ofreció en sacrificó a su hijo sobre el monte Moria: un símbolo de la inmolación de Cristo sobre el Calvario.

En las tres iglesias estacionales de los tres domingos aparecen tres grandes figuras del Nuevo Testamento: San Lorenzo, San Pablo y San Pedro.

Tres ideas fundamentales dominan en los tres Evangelios de estos Domingos: la invitación de Dios a trabajar en la viña del alma (Domingo de Septuagésima); la acción de Dios en su Iglesia, arrojando la semilla de su palabra y de su gracia, para que produzca copioso fruto (Domingo de Sexagésima) ; y el fin o la intención de esta acción divina: la iluminación, por el Santo Sacramento del Bautismo, como anticipo de la futura iluminación, es decir, de la eterna glorificación en el Cielo.

El Señor marcha hacia su pasión y muerte con una austeridad llena de calma, con una santa virilidad. Sus discípulos, su Iglesia, marchan a su lado.

Son todos una misma cosa con Él. “He aquí que subimos hacia Jerusalén”, a la Semana Santa, a la Pascua. Sí; en cada una de las Misas vuelve a repetirse la verdad de estas palabras: “He aquí que subimos hacia Jerusalén”, a la cima del Calvario, para vivir allí, con el Señor, su pasión y muerte y su resurrección.

Toda nuestra vida cristiana no es, en realidad, más que un continuo: “He aquí que subimos hacia Jerusalén”, para recorrer, con el Señor, su Vía Dolorosa. Morir para vivir. “Si compartimos sus dolores, también participaremos de su gloria”.

Así, con esta claridad, nos señala la Liturgia la ruta que habremos de seguir en la próxima Cuaresma. Por el santo Bautismo fuimos incorporados al Señor, fuimos llamados a convivir su misma vida.

La santa Cuaresma desvanecerá todas nuestras ilusiones y todas nuestras dudas. Nos señalará claramente nuestro camino. “He aquí que subimos hacia Jerusalén”, para padecer y morir con el Señor, a fin de resucitar, más tarde, en la gloria eterna.

¡Por la lucha, a la victoria! ¡Que no sean estas palabras un mero sonido!

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“Pero ellos no entendieron nada de lo que les dijo. Estas palabras permanecieron siendo para ellos un misterio, y no entendían absolutamente nada de lo que Él les decía.”

Tres años hace que los Apóstoles acompañan al Señor. Él les ha enseñado, les ha puesto ante sus ojos la vida del Hijo de Dios humanado, una vida de humildad, de paciencia, de sufrimientos sin cuento. Y, sin embargo, ellos persisten todavía en su mentalidad humana. Sus esperanzas giran en torno a un héroe nacional que les libere del poderío romano y funde un nuevo reino judío.

Y ellos, ¡los Doce!, sueñan con acapararse los primeros puestos y los cargos más elevados en el nuevo reinado. “Ellos no entendieron nada” de lo que el Señor les predicó acerca del Reino de Dios, que no es de este mundo, que no se basa en el poderío y en las grandezas políticas y nacionales, sino solamente en la Cruz y en el dolor.

¡Qué ciegos están todavía, a pesar de haber permanecido en tan largo contacto con la Luz que vino a este mundo! ¡Tan difíciles son de comprender, aun para el hombre piadoso, las palabras dolor y humildad!

Los Doce, ciegos para comprender la Cruz del Señor, somos nosotros mismos. Ahora marchamos hacia la Santa Cuaresma, nos dirigimos hacia el Viernes Santo, camino de la Cruz.

La Iglesia está afligida y lamenta en gran manera el que los cristianos de hoy hayamos perdido casi por completo el sentido del sacrificio.

Dejamos que el Señor ande solo su camino de Cruz. Le suplicamos que nos dispense de la penosa obligación de acompañarle.

Admiramos y celebramos a los héroes amantes de la Cruz y del sacrificio, a los santos mártires, a los grandes Santos de la Iglesia.

Sin embargo, nos esforzamos muy poco por imitar sus sentimientos heroicos, su amor a la Cruz.

Los cristianos modernos hemos olvidado el apreciar y amar la Cruz.

El tiempo litúrgico en que estamos ahora nos insta con ahínco a venderlo todo, para poder comprar este tesoro, el amor a la Cruz, esta marca de los elegidos, que es, a la vez, su arma más poderosa y su sostén más sólido.

La Cruz ha perdido su fuerza en nuestro espíritu, en nuestro corazón, en nuestra vida y hasta en nuestra misma fe. Hemos olvidado el gloriarnos de la Cruz de Jesucristo. Debiéramos avergonzarnos de no poder repetir con el Apóstol: “Yo no conozco otra cosa que a Jesucristo crucificado”

¡En la Cruz está nuestra fuerza! Pero esto, para nosotros, no es más que teoría. Leemos y meditamos el admirable capítulo de la Imitación de Cristo sobre el camino real de la Cruz; pero para nosotros se queda en pura teoría.

Cantamos con el texto y con la melodía de la Misa: Nos autem gloriari oportet in Cruce Domini nostri Jesu Christi — “Debemos gloriarnos en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo.” Pura teoría. Seguimos cantando: “El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.” Y siempre teoría…

Renovamos sacramentalmente todos los días, en la santa Misa, la Pasión y Muerte del Señor; en la Sagrada Comunión recibimos dentro de nuestros corazones al mismo Señor inmolado. Él quiere saturarnos de su espíritu de sacrificio, de su amor a la Cruz; pero nosotros, al volver a nuestras ocupaciones ordinarias, olvidamos, rechazamos la Cruz.

“Ellos no entendieron nada de lo que Jesús les dijo.” ¡Tampoco nosotros, bautizados, cristianos!

“¡Señor, que vea!” Así suplica la Iglesia, al aparecer Cristo entre nosotros, en la santa Misa. ¡”Que vea”, que vean todos mis hijos, que aprendan a comprender el misterio de la Cruz!

“¡Señor, que vea!” Este horror a la Cruz no es el espíritu de la Iglesia. No, no es este el espíritu de la Iglesia: es nuestro espíritu, es una desviación del auténtico espíritu de la Iglesia.

“¡Señor, que veamos!” ¡Haznos comprender que no hay salvación posible fuera de la participación en la Cruz, fuera de la imitación del Crucificado!

“¡Señor, que vea!” ¡Hazme ver que la mortificación y la renuncia a sí mismo son la verdadera ley de los auténticos servidores de Dios, la marca de los fieles imitadores de Cristo, de los perfectos cristianos!

“¡Señor, que vea!” Sea esta la súplica que dirijamos hoy a Dios por nosotros mismos y por todos los hijos de la santa Iglesia. Amor, mucho amor a la Cruz, a la mortificación, a la propia renuncia, al sacrificio: he aquí lo que necesitamos con toda urgencia.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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