SERMÓN PARA EL DOMINGO DOCE POST PENTECOSTÉS


DUODÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

R. P. Juan Carlos Ceriani

Y volviéndose hacia sus discípulos, dijo: Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os digo, que muchos Profetas y Reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron: y oír lo que oís, y no lo oyeron.

Y se levantó un doctor de la ley, y le dijo para tentarle: Maestro, ¿qué haré para poseer la vida eterna? Y Él le dijo: En la ley, ¿qué hay escrito? ¿Cómo lees? Él, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento, y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido: Haz eso, y vivirás. Mas él, queriéndose justificar a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Y Jesús, tomando la palabra, dijo: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y dio en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron, y después de haberle herido, le dejaron medio muerto, y se fueron. Aconteció, pues, que pasaba por el mismo camino un sacerdote, y, viéndole, pasó de largo. Y asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó también de largo. Mas un samaritano, que iba su camino, se llegó cerca de él: y cuando le vio, se movió a compasión, y acercándosele, le vendó las heridas, echando en ellas aceite y vino; y poniéndole sobre su bestia, le llevó a una venta, y tuvo cuidado de él. Y otro día sacó dos denarios y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo, y cuanto gastares de más, yo te lo daré cuando vuelva. ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquél, que dio en manos de los ladrones? Aquél, respondió el doctor, que usó con él de misericordia. Y Jesús le dijo:Ve y haz tú lo mismo.

Renovemos hoy nuestra Fe en la gracia que nos comunicó Jesucristo, el Buen Samaritano, y que continúa comunicándonos constantemente en la Santa Iglesia. Dejémonos animar y vivificar siempre por esta Fe.

Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis. Porque os digo, que muchos Profetas y Reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron: y oír lo que oís, y no lo oyeron.

Ellos poseían la Circuncisión, la Ley de Moisés, el Templo de Dios, el Sacrificio diario en Jerusalén, los Salmos, los Libros Sagrados… Pertenecían al Pueblo de Dios y gozaban una especialísima protección divina…

Sin embargo…, no estaban aún satisfechos y contentos…

Deseaban oír y contemplar lo que oímos y contemplamos todos nosotros, los cristianos, los bautizados, los hijos del Nuevo Testamento, los hijos de la Santa Iglesia…

Deseaban ver y oír a Jesucristo. Pero no se les concedió esta gracia.

El Antiguo Testamento, con su Ley, con sus enseñanzas y con su culto era incapaz de salvar a la humanidad:Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, y dio en manos de unos ladrones, los cuales le despojaron, y después de haberle herido, le dejaron medio muerto, y se fueron. Aconteció, pues, que pasaba por el mismo camino un sacerdote, y, viéndole, pasó de largo. Y asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó también de largo…

He aquí un admirable retrato de la pobre humanidad irredenta, despojada de todos sus bienes sobrenaturales y herida mortalmente por el demonio.

He aquí, también, un expresivo símbolo del Antiguo Testamento, impotente, a pesar de su sacerdocio y de su levitado, para salvar a la humanidad pecadora; es radicalmente incapaz de salvar al desgraciado que cayó en manos de los ladrones…

El sacerdocio y el levitado del Antiguo Testamento pasan de largo ante el herido y despojado por los ladrones. No pueden ni siquiera ayudarle…

Mas un samaritano, que iba su camino, se llegó cerca de él: y cuando le vio, se movió a compasión, y acercándosele, le vendó las heridas, echando en ellas aceite y vino; y poniéndole sobre su bestia, le llevó a una venta, y tuvo cuidado de él.

Este compasivo samaritano no es otro que Jesucristo, el Señor. Su compasión fue la que le hizo descender desde lo más alto de los cielos para revestirse de nuestra pobre y corrompida humanidad. Su compasión es la que le impulsa a venir todos los días a nosotros, en los Santos Sacramentos, para curar nuestras heridas y para darnos la Vida. Él es quien unge nuestras llagas con óleo y vino, y quien encarga a nuestra Madre, la Santa Iglesia, que tenga cuidado de nosotros hasta que Él vuelva.

A Él es a quien desearon ver los reyes y profetas del Antiguo Testamento y por Él suspira toda la humanidad irredenta.

Sólo Cristo y su Iglesia pueden dar la salud. A nosotros nos ha sido concedida la gracia de ver y oír al Buen Samaritano, a Cristo, al que es la salud y la vida mismas.

Lo que nosotros vemos es al mismo Cristo en persona. Y no sólo lo vemos, sino que hasta nos incorporados con Él de un modo vivo y real.

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El hombre que se dirige de Jerusalén a Jericó es Adán, padre y cabeza de todo el género humano. Abandona Jerusalén, la ciudad de la gracia, pierde los dones del Paraíso y el filial trato con Dios y desciende a Jericó, la ciudad de la naturaleza caída.

Los ladrones son los demonios, los cuales le inducen al pecado y le roban la gracia santificante, la filiación divina y todos los dones sobrenaturales y preternaturales. Con ello, la naturaleza, que hasta entonces había conservado un equilibrio y una paz interior admirables, se puebla súbitamente de luchas, de inquietudes y desórdenes de toda clase.

En Adán debemos ver a toda la humanidad: todos descendimos con él de Jerusalén a Jericó, y todos caímos con él en poder de los ladrones.

¡Cuántos de nosotros hemos vuelto a descender de la Jerusalén de una inocente y cándida niñez a la Jericó de una turbulenta y pecaminosa juventud!

¡Cuántos de nosotros hemos vuelto de nuevo a la santa ciudad de Jerusalén, a la ciudad de la filiación divina, por medio del Sacramento de la Penitencia! Pero después hemos tornado otra vez al pecado, a una vida mundana y terrena. ¡Volvimos a bajar a Jericó y tornamos a caer en poder de los ladrones!

El Buen Samaritano se compadeció de nosotros, se acercó, nos ungió en aceite y vino las heridas y las vendó con cuidado. Poniéndonos después sobre su asnillo, nos llevó a una posada.

Este asnillo es su santa humanidad. Cristo colocó sobre su asnillo al herido cuando tomó sobre sí mismo todos nuestros pecados y los clavó con su Cuerpo en la Cruz. El aceite y el vino que derramó sobre las heridas son los Santos Sacramentos del Nuevo Testamento. La posada es la Santa Iglesia.

El Buen Samaritano retornó a su patria (el Cielo) el día de la Ascensión; antes, sin embargo, entregó a la Iglesia dos denarios, su Doctrina y sus Sacramentos, y le encargó que cuidara del enfermo.

Lo que nosotros vemos es la infinita misericordia de Dios, manifestada en la Encarnación del Verbo eterno, en la Redención de la Cruz, en la fundación de la Iglesia, en la institución de los Santos Sacramentos.

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Todos nosotros contemplamos a cara descubierta la gloria del Señor y nos transformamos insensiblemente en la misma imagen contemplada. En lugar del Moisés terreno y de rostro velado, de que nos habla la Epístola de hoy, ante nosotros aparece el Señor con su cara descubierta, resplandeciente y gloriosa.

Los cristianos podemos contemplar este rostro, divino y luminoso, sin temor de ser deslumbrados y cegados por su luz y su gloria. Su mirada cala hasta lo más hondo de nuestro ser y nos transforma. La imagen de Cristo queda impresa en nuestra alma y su gloria nos ilumina.

Cristo se refleja en nosotros. La fiel contemplación del Señor, que encierra y reproduce en su Persona todo el Nuevo Testamento, crea en nosotros un nuevo rostro.

La atenta y continua consideración del rostro de Cristo, es decir, de su Persona y de todo lo que Él es en sí mismo y para nosotros, de todo lo que ha hecho y hace constantemente por nosotros, esta consideración nos transforma en Cristo.

Nos obliga a no apartar de Él nuestro pensamiento, a no cesar ni un solo momento de alabar y de dar gracias al que tanto bien nos ha hecho y nos hace, al que nos lo ha dado todo, al que, sin merecerlo nosotros, nos ha hecho herederos de Dios.

La continua y atenta contemplación del rostro de Cristo: he aquí la verdadera raíz y el único terreno abonado para una vida cristiana ampliamente fecunda.

Nuestra fecundidad no puede ni debe ser otra cosa que una emanación de la perfección y de la gloria del Nuevo Testamento al que estamos incorporados.

No puede ni debe ser otra cosa que un reflejo de la claridad del rostro de Cristo, en el cual debemos tener siempre fija nuestra mirada y cuya contemplación debe ir transformándose incesantemente, cada vez con más perfección, en la imagen del Señor.

¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo! Nosotros podemos contemplar a cara descubierta la gloria del Señor en la revelación y en la gracia del Nuevo Testamento…

Pero, por desgracia, contemplamos muy poco la gloria de Cristo, de su Persona, de su obra y de su Iglesia. Pensamos muy poco en el sublime reino del Nuevo Testamento al que hemos sido incorporados. Explotamos muy poco las riquezas y gracias internas de este Testamento y despreciamos la gloria que él encierra en sí mismo.

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Si el ministerio del Antiguo Testamento fue glorioso, ¿cuánto más glorioso no será el ministerio del Nuevo Testamento?, expresa enfáticamente San Pablo.

Moisés, el mediador del Antiguo Testamento, se encuentra en el Monte Sinaí abismado en íntimo trato con Dios. Mientras tanto, el pueblo de Israel, acampado en la llanura, al pie de la montaña, se desespera al ver que Moisés tarda tanto en descender del santo monte. Los impacientes toman pronto una decisión: Se despojan de sus dijes y adornos de oro y los entregan a Aarón. Éste, después de fundirlos él mismo, fabrica con ellos un pequeño becerro. Entonces ellos dijeron: Israel, aquí tienes a tu verdadero Dios; éste fue quien te sacó de Egipto. Y, prosternándose ante él, le ofrecieron sacrificios. Después se sentaron a comer y a beber, y se levantaron a danzar en torno al ídolo de oro.

Entonces dijo Dios a Moisés: Vete, baja en seguida, porque tu pueblo acaba de pecar. Ha fabricado un becerro de oro y le ofrece oraciones y sacrificios. Ahora veo que es un pueblo de dura cerviz. Déjame, para que se enfurezca mi cólera y los aniquile a todos ahora mismo.

Pero Moisés aplacó al Señor, y no ejecutó el castigo con que había amenazado a su pueblo.

Aquí tenemos descrita la gloria del ministerio que ejerció Moisés, el mediador del Antiguo Testamento. Moisés se presenta ante el Señor como mediador entre Dios y su pueblo. Con sus ruegos logra apaciguar la ira de Dios y evita al pueblo de Israel el tremendo castigo que Dios iba a descargar sobre él.

¡Tan poderoso era el ministerio del Antiguo Testamento, el ministerio de la muerte, el ministerio de la condenación!

¡¿Cuánto más glorioso no será el ministerio de la justificación, el ministerio del Santo Sacrificio, el ministerio que poseemos nosotros en el Nuevo Testamento?!

En este ministerio no es Moisés quien actúa, sino el mismo Cristo, el Hijo de Dios.

Él es nuestro Supremo Pontífice ante el Padre; el que implora de Dios el perdón de su pueblo, nuestro-perdón.

Para ello, Cristo ofrece al Padre una oblación de infinito valor: le ofrece su propia Sangre, su Pasión y muerte, sus sentimientos y su Corazón.

Jesucristo pide para su pueblo gracia y perdón. Con su ofrenda y con sus ruegos aleja de nosotros la ira de Dios, que tanto provocamos con nuestros pecados.

¡Cuántas veces hemos merecido que Dios nos castigara! ¡Ay de nosotros, si el Señor, nuestro Moisés, nuestro Buen Samaritano, no elevara continuamente sus manos al cielo, si no rogara y ofreciera constantemente su oblación al Padre por nosotros!

Esto es cabalmente lo que hace todos los días en el Santo Sacrificio de la Misa. Cada vez que se celebra la Santa Misa ofrece Cristo su vida al Padre con los mismos sentimientos y con el mismo espíritu con que se la ofrendó un día en la Cruz.

Cada vez que se celebra la Santa Misa, Jesucristo nos contempla a todos llenos de compasión y suplica por nosotros: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen… El Padre no puede desatender las súplicas y el sacrificio de su divino Hijo…

El Sacrificio de la Santa Misa le aplaca instantáneamente y le obliga a no ejecutar el castigo con que había amenazado a su pueblo.

Tal es el ministerio de la justicia, de la salvación, de la salud sobrenatural. Es un ministerio que excede en gloria y en eficacia al ministerio del Antiguo Testamento.

Tal es lo que sobrepuja en valor y en dignidad la vida, la pasión, la sangre y la muerte de Cristo a los ruegos y súplicas de un puro hombre, aunque se trate de un hombre tan santo como Moisés…

¡Qué excelsos son, pues, el ministerio del Nuevo Testamento, el Sacrificio de la Misa y nuestro Sumo Sacerdote! ¡Qué inmenso tesoro el nuestro! Bienaventurados los ojos que ven lo que estáis viendo… Yo os lo aseguro: muchos reyes y profetas desearon ver lo que veis, y no pudieron lograrlo…

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El Señor transmitió a los sacerdotes de su Iglesia este ministerio del espíritu, este ministerio de la justicia. El sacerdote es elegido de entre los hombres y es constituido mediador entre éstos y Dios para todo aquello que se refiere al servicio divino. Su misión consiste en ofrecer dones y sacrificios por los pecados, para conseguir de este modo a los hombres la justificación delante de Dios, el perdón de sus pecados y la gracia de la filiación y de la amistad divinas.

Del mismo modo que mi Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros, es decir, con la misma autoridad y con el mismo poder.

Nuestro Sumo Sacerdote no ejerció el ministerio del espíritu solamente en la Cruz; lo sigue ejerciendo constantemente en el Sacrificio de la Santa Misa y es su continua intercesión por nosotros en el Cielo y en el Sagrario.

Tal es el ministerio del Nuevo Testamento, el ministerio del espíritu, de la justicia.

¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros estáis viendo!

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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