2 DE FEBRERO – LA PRESENTACIÓN DE JESÚS – LA PURIFICACIÓN DE MARÍA


LA PRESENTACIÓN DE JESÚS

LA PURIFICACIÓN DE MARÍA

R.P. Juan Carlos Ceriani

En la Presentación de Jesús en el Templo hay que considerar tres partes.

Primeramente, el Salvador es llevado al Templo, y entra por primera vez en él.

Es éste un hecho de la mayor importancia para el Salvador, tan importante que fue objeto de varias profecías.

Jerusalén es el lugar donde debe verificarse la revelación y glorificación del Mesías. El Ángel del Testamento entrará en el Templo, y porque el Mesías debe entrar en el segundo Templo, será éste más glorioso que el primero.

Jesús es el Dios de Israel y el Ángel del Testamento, y por esto el Templo es para Él, y en Él tiene su única razón de ser. Desde el principio había habitado en él. Ahora viene como Hombre-Dios, y entra en el Templo, no como los demás israelitas, para adorar, sino para tomar posesión de él, y allí mandar y gobernar; no viene como Moisés en calidad de servidor, sino como hijo, heredero y propietario, para ejercer sus derechos de dueño de la casa, en nombre del Padre, y revelarse en él.

Así lo realizará en su vida pública. ¿Por ventura no serían éstos los pensamientos que asaltaron la inteligencia del Salvador al ver por primera vez el Templo glorioso, los amplios pórticos, el claustro de las columnas, y el altar de las ofrendas?

En segundo lugar, el Señor se revela en el Templo.

El destino de éste a ser el lugar de la revelación del Mesías, cumplióse ya en esta primera visita.

Cuando sus padres lo llevaban al Templo, ya Simeón les salió al encuentro y reveló al Señor.

Revelación gloriosa y espléndida. Primero, por el lugar, que no era otro que Jerusalén y el Templo, único lugar consagrado al culto del verdadero Dios en el Antiguo Testamento.

También fue esta revelación muy gloriosa, a causa del pueblo, que estaba presente en gran número y pudo ser testigo de la revelación; y a causa del tiempo, que probablemente fue durante el sacrificio de la mañana.

En tercer lugar, fue una revelación espléndida a causa de las personas que en ella intervinieron. Fueron Simeón y Ana, muy conocidos, muy apreciados y reconocidos como santos, y como personas favorecidas con el espíritu de profecía.

Finalmente, esta revelación fue espléndida por las palabras que se dijeron del Salvador y por los testimonios que se le rindieron. Aquéllas y éstos abarcan toda la trascendencia, grandeza y majestad del Mesías lo mismo para Israel que para el mundo pagano y para toda la humanidad.

Simeón llama al Salvador, sin restricción alguna, la salud prometida a todos los pueblos, la gloria del pueblo escogido y luz para alumbrar a los gentiles.

El Salvador es el centro de toda la historia de la Iglesia y del mundo: todos los que van al cielo, le deben a Él la salvación; y todos los que van al infierno, han encontrado en Él su ruina.

En Él y por Él se dividirá Israel, según que el espíritu que lo anima sea el espíritu de piedad o el espíritu de orgullo.

Y así como Israel, toda la humanidad. Cristo es el signo de contradicción y la piedra de escándalo. La lucha empezará a trabarse en la Cruz y se extenderá a todo el mundo y a todos los tiempos. Cristo no es indiferente a nadie: o es adorado y amado, o es odiado.

Ante Cristo todo el mundo se decide, o por Él o contra Él; en Él se bifurcan los caminos de los individuos y de los pueblos, tomando unos para el Cielo, y otros hacia la perdición.

También la vocación de Cristo a redimir el mundo por la Pasión y Muerte, es profetizada por Simeón. Palabras más profundas que las de Simeón no se han pronunciado jamás. Su himno es un resumen de toda la Cristología, si bien hay que observar que fue el Espíritu Santo mismo quien habló por boca de Simeón y de Ana.

Y este mismo testimonio, lo anunciaban por doquiera hubiese quien tenía verdadero anhelo por el Mesías. Hasta ahora no había tenido lugar aún ninguna revelación tan magnífica, amplía y profunda.

En tercer lugar, fue presentado el Señor. La significación de ésta ceremonia era el efectivo reconocimiento del derecho de propiedad de Dios sobre el pueblo de Israel. Dios tiene derecho sobre todos los hijos de los hombres. El es la fuente de toda paternidad.

Mas, a consecuencia de la salvación y rescate del pueblo de Israel del yugo de la esclavitud egipcia, éste pasó a ser, de un modo especial, propiedad de Dios.

Para ejercer este derecho de propiedad, habíase Dios elegido a los levitas como servidores suyos especiales y constantes, en lugar de todo el pueblo; además, todo macho primogénito, tanto de los hombres como de los animales, debía serle presentado.

Los niños primogénitos eran rescatados mediante cinco siclos que se entregaban a los sacerdotes. Llevábase al primogénito mismo al Templo, para ser entregado al sacerdote, quien, después del pago de los cinco siclos, lo devolvía a los padres, con una fórmula de bendición y de acción de gracias.

¿Por qué quiso el Señor sujetarse a esta ceremonia? No porque lo debiese, en sí y para sí. Ningún precepto positivo le ligaba, y por medio de la unión de la naturaleza humana con la segunda Persona de la Trinidad, estaba consagrado ya a Dios, mucho más que pudiese serlo por ceremonia alguna.

Pero el misterio de su naturaleza divina no era aún conocido, y antes que dar un escándalo, quiso dar un ejemplo de humildad, de obediencia y de celo por la gloria de Dios mediante las ceremonias religiosas prescritas, y llenar la medida de aquella gloria mediante la incorporación de sus méritos infinitos.

Él aprovechaba todas las ocasiones de honrar a Dios y de ofrecérsele por nosotros. En realidad no fue Él rescatado; los cinco siclos son tan sólo la figura de sus cinco santas llagas.

¿Qué sucedería en el corazón del Salvador, cuando el sacerdote lo levantó y lo ofreció a Dios? Los actos acostumbrados de adoración, de acción de gracias y de inmolación, pero con nueva y amorosa energía. Fue esto un acto de ofrecimiento tan perfecto y glorioso, que en este Templo no se había ofrecido jamás ninguno que lo fuese tanto.

CIRCUNSTANCIAS DE LA PRESENTACIÓN

Las circunstancias se refieren a las personas que tomaron parte en el desarrollo de este misterio. Estas personas son el sacerdocio del Antiguo Testamento, María, Simeón y Ana.

En primer lugar, sirvió al Señor en este misterio el sacerdocio del Antiguo Testamento. Él fue la mano visible y oficial, por lo cual el Salvador fue ofrecido al Padre celestial conforme a la Ley.

Una participación mucho más íntima en el misterio correspondió a María, quien no sólo estuvo presente, sino que lo llevaba en sus brazos. Para la presentación y rescate del primogénito no era preciso que asistiese la madre, pero existía para ella la ley de la purificación, según la cual, para librarse de la impureza legal, después de cuarenta días debía trasladarse al Templo y presentar dos ofrendas: un cordero en holocausto y un palomo en sacrificio del pecado, o, en caso de pobreza, dos palomos o dos tórtolas.

Estas ofrendas las trajo también María, sin que estuviese, al igual que el Salvador, obligada a tal prescripción legal; pero no dejó de presentarlas por idénticas razones, o sea para honrar y dar gracias a Dios y para no dar escándalo; y además, porque así sacrificaba la apariencia y la gloria de su virginidad, y al mismo tiempo sacrificaba a su Hijo, cuya muerte, según las palabras de Simeón, no quedaba evitada, sino tan solo diferida.

Finalmente, hizo María sus ofrendas con una devoción relativamente igual a la de su Hijo, porque no hay duda que una centella del amor divino que ardía en el Corazón del Salvador se comunicó al Corazón de su Madre, en el momento en que el sacerdote lo recibía y lo elevaba, uniéndose Ella al acto de ofrecer tan preciosa ofrenda.

Por esta participación en el sacrificio de su Hijo, fue también recompensada con una especial participación en la gloria de la revelación del Salvador. Este es el signo de la contradicción en el cual encuentra todo el mundo o la salvación o la ruina, pero no lo es solamente Él, también María lo es.

Si una espada de dolor atraviesa a su Hijo, también atraviesa el Corazón de Ella, y por esto tiene participación en la gloria de su Hijo. No sólo recibe las alabanzas y felicitaciones de Simeón y de Ana, sino también las de todos los que, a través de todas las generaciones, creen en Jesús y le adoran; y siempre que se ofende o injuria a su Hijo, en Éste es Ella también injuriada y ofendida.

Tampoco Ella es a nadie indiferente.

Dice el Evangelio que María y José se maravillaron de las frases de Simeón. El motivo de esta estupefacción pudo ser o la continuada y progresiva revelación del Niño por medio de tan distintos testimonios, celestiales y terrenos, los Ángeles, los pastores y Simeón y Ana, o también la nueva luz que Simeón derramaba sobre la misión y destino del Salvador.

Aunque María conociese, en general, este destino, compréndese muy bien que en este conocimiento pudiese haber una especie de desarrollo progresivo. Aun los mismos hechos ya conocidos, al presentársele expresados en distinta forma y bajo algún aspecto distinto o más determinado, debían impresionar su Corazón de Madre y causarle más profundo dolor. Es de creer que esta espada que entonces atravesó su Corazón, continuó torturándola todo el tiempo de su vida.

Los otros dos personajes que intervinieron en este misterio son Simeón y Ana, poseedores ambos y expresión de un mismo espíritu y de una misma santidad, aunque en diferentes estados.

La santidad de Simeón tenía tres caracteres distintivos.

Era justo porque su piedad era activa y se manifestaba principalmente por la observancia de los mandamientos y de los medios de salvación ordenados por Dios.

Era temeroso de Dios, y este temor arrancaba de lo más íntimo de su alma que se desvivía santamente para ser agradable a Dios, y no sólo por medio del culto externo y de una justicia aparente.

Esperaba finalmente la consolación de Israel. La corrupción de su pueblo y del mundo roía como una llaga el corazón del santo anciano, y por esto no encontraba consuelo más que en la esperanza en el Redentor.

Por eso se constituyó como un centinela de Israel, y con encendidos deseos atalayaba siempre hacia la futura salvación. Parece que este amor y anhelo hacia el Salvador fue la propiedad característica de su santidad, y que el Mesías era el objeto constante de su devoción.

Este anhelo era sublimado e intensificado por los dones de la gracia que le adornaban; pues en él habitaba el Espíritu Santo, era profeta y tenía la promesa de no morir antes de ver al Mesías. Por esto su lugar preferido era el Templo, pues allí había de aparecer el Mesías.

La misma piedad y el mismo fervor en la oración tenía Ana, quien no se alejaba nunca del Templo, y probablemente vivía allí mismo con las viudas y vírgenes consagradas al servicio de la Casa de Dios. Poseía además un extraordinario espíritu de penitencia y hasta con sus ochenta y cuatro años, ayunaba constantemente. Su vida, pues, era toda oración, penitencia y mortificación. Era un símbolo viviente del antiguo Templo.

Esta fue la preparación de ambos santos; veamos ahora cuál fue su recompensa. Lo mismo que esperaban tan ansiosamente, lo mismo que pedían con oraciones y mortificaciones, esto mismo les fue concedido y con una medida mucho mayor que lo que habían esperado.

El Espíritu Santo llamó a Simeón al Templo, al mismo tiempo que María iba allí para presentar al Niño. Vio y reconoció a María y al Salvador, y debió tomar a Éste en sus brazos, y estrecharlo fuerte y tiernamente sobre su corazón. Sus ojos mortales penetraron en los profundos ojos del Niño, y en ellos, su gloriosa visión, contempló los principales misterios del Hombre-Dios, hasta los terribles acontecimientos de la agónica tarde sobre el Calvario.

El vio la luz del mundo lucir sobre las lejanas islas paganas del Oriente y del Occidente, y contempló luego su esplendoroso mediodía sobre Israel. Él, luz moribunda, tuvo la luz del mundo, y levantó en sus brazos temblorosos el precio de la salvación de la humanidad, en medio del Templo, y su corazón fatigado de vivir, fue rejuvenecido al contacto de la siempre joven eternidad y hermosura de Dios.

Dice San Agustín: El anciano reconoció al Infante, y se hizo niño en el Niño. Simeón anciano, portaba a Cristo Infante. Cristo regía y gobernaba la vejez de Simeón.

Y así prorrumpieron sus labios en el inefablemente hermoso cántico, que había de ser el himno del reposo y de la acción de gracias de la tarde de la Iglesia, por todas las bendiciones y beneficios del día, de la Redención.

Así como los ruiseñores cantan hasta morir de cantar, así murió Simeón, no por agotamiento de la vida, sino por exceso de gozo y de felicidad al contemplar la sobreabundante realización de sus anhelos.

Todo esto lo expresa Simeón en su cántico de alabanza Nunc dimittis.

Primeramente da gracias a Dios de haberle concedido ver cumplida la misión de su vida, de ver y anunciar la aurora de salvación; ahora ya está satisfecho y sólo pide que se le permita dejar en paz su puesto de espera.

En segundo lugar, expresa el motivo de su paz y satisfacción, esto es, el advenimiento y realización de la salud para todo el mundo y para Israel en el Salvador.

Luego profetiza un misterio, el hecho de que los gentiles precederían a Israel en la salud; ve que el Mesías será para Israel signo de contradicción y de ruina, si bien más tarde será su gloria más propia.

También la bienaventurada Ana fue recompensada con esta revelación, y reconoció en aquel Niño al Mesías y al Dios de Israel.

Sus facciones pálidas y demacradas por la mortificación, reflorecieron con nueva belleza, su cuerpo extenuado rejuveneció en el fuego juvenil del amor y del gozo, y se desbordó en alabanzas al Señor. Los últimos días que aún vivió, los aprovechó hablando de la salud aparecida a todos los que esperaban la Redención de Israel.

IMPORTANCIA DE ESTE MISTERIO

Este misterio, en su relación con el Salvador, es una revelación altamente importante y esplendorosa; podría llamarse una revelación oficial, porque fue presagiada por los profetas.

Fue además una consecuencia del cumplimiento de las leyes, de la obediencia y de la humildad del Salvador. Éste entró en el Templo para honrar al Padre celestial y ofrecérsele, y, en cambio, fue allí mismo donde encontró su propio honor y glorificación.

Uno no sabe qué es más importante y más bello, si el ejemplo de virtud dado por el Salvador y la Madre de Dios, o su glorificación.

De todos modos, aquí se encuentra la confirmación de una verdad y de una experiencia, que en la vida de Jesús se repite a cada momento, o sea, que la humillación precede siempre inmediatamente a la glorificación.

Es también este misterio el primer encuentro público y solemne del Cristo con Israel, todo el cual estaba representado en las personas que intervinieron en la Presentación. El Salvador aparecía por primera vez ante el sacerdocio del Antiguo Testamento; lo reconoce, se sujeta a él, le ofrece el precio de su rescate, se deja presentar por él a su Padre, y recibe su bendición.

El encuentro es amistoso. El sacerdocio se limita a llenar su ministerio, sin tomar otra parte especial en el desarrollo de aquella escena, ni declararse en pro ni en contra. Más tarde sucederá de muy diversa manera.

Hoy le dejan en paz; de aquí a algunos años lo pondrán preso y lo entregarán. Hoy, cuando venía de Bethelehem ha pasado ya el Salvador por cerca del Gólgota, y desde los brazos de su Madre ha visto y saludado el trágico lugar.

En aquel encuentro, el pueblo de Israel estaba representado en Simeón y Ana.

Ellos, tan justos como Zacharías y Elisabeth, eran la personificación de la verdadera santidad del Antiguo Testamento, por su oración, penitencia y anhelos por el Mesías.

El ideal que de éste tenían no es empero como el de los judíos, material y carnal. Ellos esperaban ante todo a un Redentor de los pecados, y por lo tanto a un Salvador por el sufrimiento y por la muerte, a un signo de contradicción aun para su mismo pueblo.

Saludan al Salvador con fe y con santo regocijo, y con su profecía acerca de la caída de muchos de Israel, se distinguen de ellos, y con la profecía de la espada de dolor adquieren un puesto bajo la Cruz junto a la Madre de los dolores.

Toda una vida no es demasiado para prepararse a este honor y a este consuelo.

Lo que nos toca a nosotros, es ir por los sufrimientos a la manifestación del Señor.

Y esa manifestación del Segundo Advenimiento debemos desearla…, pedirla…, esperarla…

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

Esta entrada fue publicada en Catesismo Católico, Devocionario, María Santisima, Santos de la Iglesia, Sermones. Guarda el enlace permanente.

Deja un comentario