SERMÓN DEL DOMINGO DE SEXAGÉSIMA – 23/FEB/2014


DOMINGO DE SEXAGÉSIMA

Iglesia Estacional: San Pablo Extramuros

R. P. Juan Carlos Ceriani

En aquel tiempo: Como se juntase una gran multitud, y además los que venían a Él de todas las ciudades, dijo en parábola: “El sembrador salió a sembrar su simiente. Y al sembrar, una semilla cayó a lo largo del camino; y fue pisada y la comieron las aves del cielo. Otra cayó en la piedra y, nacida, se secó por no tener humedad. Otra cayó en medio de abrojos, y los abrojos, que nacieron juntamente con ella, la sofocaron. Y otra cayó en buena tierra, y brotando dio fruto centuplicado”. Diciendo esto, clamó: “¡Quien tiene oídos para oír, oiga!” Sus discípulos le preguntaron lo que significaba esta parábola. Les dijo: “A vosotros ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios, en cuanto a los demás se les habla en parábolas, para que “mirando, no vean; y oyendo, no entiendan”. La parábola es ésta: La simiente es la palabra de Dios. Los de junto al camino, son los que han oído; mas luego viene el diablo, y saca afuera del corazón la palabra para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra, son aquellos que al oír la palabra la reciben con gozo, pero carecen de raíz; creen por un tiempo, y a la hora de la prueba, apostatan. Lo caído entre los abrojos, son los que oyen, mas siguiendo su camino son sofocados por los afanes de la riqueza y los placeres de la vida, y no llegan a madurar. Y lo caído en la buena tierra, son aquellos que oyen con el corazón recto y bien dispuesto y guardan consigo la palabra y dan fruto en la perseverancia”.

Un sembrador salió a sembrar su simiente. Tres cuartas partes de la semilla se perdieron por falta de suelo bien dispuesto. Pero, la que encontró buen terreno, produjo el treinta, el sesenta y el ciento por uno.

Nosotros necesitamos del Sembrador. La tierra de nuestra alma (entendimiento y voluntad) no puede producir por sí sola ningún fruto: ni un buen pensamiento, ni un buen propósito, ni un acto virtuoso, por insignificante y pequeño que éste sea.

¡Tanta es la necesidad que tenemos del Sembrador, de sus iluminaciones, de sus excitaciones, de su gracia y de su fuerza! Sin mí no podéis hacer nada… Nada, sino pecar, desfallecer, rodar cada vez más al abismo, semejantes a una piedra que es incapaz de ascender a la altura por sí misma; antes bien, su naturaleza consiste en caer siempre al fondo.

Nada, sino pecar, como los hombres anteriores al Diluvio, de los cuales nos dice la Sagrada Escritura, en las lecciones de Maitines de este domingo: “Todos sus pensamientos y deseos estaban profundamente inclinados al mal.

Necesitamos del Sembrador, que arroje en nuestra alma su buena semilla.

El Sembrador viene a nosotros para sembrar su buena simiente. La primera vez que arrojó su semilla en la tierra de nuestra alma fue en el Santo Bautismo. Desde entonces la buena semilla ha sido sembrada repetidas veces en nosotros por medio de la divina palabra depositada en la santa Iglesia y arrojada en nuestras almas por los sacerdotes y por las santas lecturas.

El Sembrador, Cristo, viene a nosotros con frecuencia en las iluminaciones y excitaciones de la gracia y en los santos Sacramentos, conductos ordinarios de la gracia y fuente inagotable de vida divina.

En todos los acontecimientos de nuestra vida, en sus alturas y en sus honduras, aparece siempre Cristo a nuestro lado, bajo la invisible forma de la bendición, para sembrar en nuestra alma la semilla de la gracia.

¡Ah! ¡Si tuviéramos los ojos de la fe para mirarle, y el oído interior para escuchar su misteriosa llegada y su sigilosa siembra! ¡Para esperarle y honrarle! ¡Para darle gracias! ¡Para abrirle de par en par las puertas de nuestra alma, a fin de que la semilla que Él siembra en ella eche profundas raíces!

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En aquel tiempo, habiéndose congregado una gran multitud, que había afluido de todas las ciudades para escuchar a Jesús… Esta multitud, de que nos habla el Evangelio, somos nosotros mismos, que nos reunimos hoy en torno de Jesucristo.

Aquí poseemos al Sembrador en medio de nosotros. Ahora mismo, en este santo acto, va a sembrar Él en nuestros corazones su buena semilla por medio de las santas instrucciones que nos proporcionan la Epístola y el Evangelio, por medio del santo ejemplo que nos da su Santo Apóstol Pablo en la Epístola, por medio del ejemplo que nos da Él mismo con su propia inmolación al Padre: primero en la Cruz, de un modo cruento, y ahora en la Santa Misa, de modo incruento.

¡Qué poco le costaría a esta semilla producir el sesenta y el ciento por uno de fruto, si cayera en buena tierra! Pero esta buena tierra falta en nuestra alma con mucha frecuencia. Es una tierra que no está preparada.

¡Estamos tan embebidos en las cosas criadas, tan preocupados de los cuidados y placeres de la vida! ¡Estamos tan disipados, somos tan mundanos, pensamos tan poco en Dios, en lo eterno! ¡Está todavía tan duro y tan lleno de piedras el suelo de nuestra alma, para poder echar raíces en él la buena semilla!

Los Santos Sacramentos, dice el Concilio de Trento, producen solamente su fruto conforme a nuestra preparación y a nuestras disposiciones.

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El divino Sembrador arroja su semilla a manos llenas. ¿Está el suelo preparado?

Parte de la semilla cayó junto al camino, fue pisoteada y comida por los pájaros del cielo. La que cayó junto al camino significa los que escuchan la palabra divina. Viene después el diablo, y la arranca de sus corazones.

Son las almas disipadas, vacías, esas almas entregadas casi por completo a las cosas y sucesos exteriores, incapaces de recoger sus pensamientos, sin ningún orden en sus íntimos afectos para con Dios, sin ninguna vigilancia seria sobre sus sentimientos e imaginaciones, sobre los deseos e inclinaciones del corazón. Escuchan la palabra divina, pero viene el diablo y la arranca de sus corazones.

Otra simiente cayó sobre piedras. Nació; pero se secó. Prende; pero cesa de crecer al poco tiempo. El grano no puede echar raíces.

Son las almas impresionables y de buenas disposiciones por el momento; pero que se asustan y retroceden tan pronto como se presenta una ocasión o tentación, ante cualquier sacrificio un poco penoso. En la tentación sucumben.

Otra simiente cayó entre espinas. Son los que escuchan la divina palabra; pero la ahogan con los cuidados, riquezas y placeres de la vida. El alma quiere a Dios, piensa en Él sinceramente y hasta recibe la gracia; pero, al mismo tiempo, en el corazón crecen mil variadas e inmortificadas inclinaciones y aficiones, un desmedido afán de riquezas, de ganancias, una excesiva preocupación por el porvenir, por la salud, un exagerado temor ante cualquier humillación, un invencible abatimiento por cualquier injusticia que a uno le hagan, o por cualquier desventura que a uno le suceda en la vida, o por las dificultades exteriores o interiores que uno encuentre en su camino. Por todo ello, la semilla se ahoga y no puede fructificar…

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Muchas de estas simientes se ven frustradas como consecuencia de los pecados veniales habituales. Con esto quedan imposibilitados el nacimiento y el desarrollo de la gracia adyuvante.

El pecado venial voluntario, consciente, plenamente deliberado, es el que malea la tierra del alma, de modo que no pueda producir fruto ninguno.

No aparta de Dios; pero es como un peso de plomo, que oprime el espíritu y la voluntad e impide que el alma viva para Dios. Con él, el alma es como un águila a quien se le han cortado las alas.

El pecado venial es un olvido y menosprecio de Dios, aunque ello no se intente directamente. Frente a la voluntad divina, nosotros colocamos nuestra propia voluntad, un gusto o un placer cualquiera, un bien terreno. Anteponemos todo esto a los mandamientos y la voluntad de Dios. De este modo, volvemos la espalda a las sugestiones e impulsos de la gracia. Nos privamos de un crecimiento en gracia y en amor divino, renunciamos a un Cielo que pudiéramos ganar.

¿Volverá Dios, después de esto, a ofrecernos por segunda vez la gracia desdeñada? Nosotros menospreciamos la gracia. Dios se hace más parco con nosotros, por no decir más precavido, más cauto.

Nosotros volvemos a despreciar la gracia y sus excitaciones. Volvemos de nuevo a nuestras infidelidades.

Con ello, la voluntad se acostumbra a ceder, el juicio se ofusca, la fe se debilita. Nuestra alma cae en una peligrosa indiferencia. ¡Si no nos ponemos en guardia contra toda infidelidad, contra cualquier transgresión, por mínima que sea, corremos: el peligro de cegarnos y endurecernos!

La desgracia y la perdición nos llegan por el pecado venial habitual. Hay muchas personas piadosas que no se levantan con decisión, que no se arrepienten seriamente, que no luchan virilmente contra sí mismas y no se hacen mejores. Conocen sus faltas y se lamentan de ellas. Sin, embargo, no se arrepienten seriamente y no ponen los verdaderos medios para evitarlas.

No consideran que todas esas infidelidades y pecados son como una rueda de molino, que les cuelga del cuello y las arrastra hacia el abismo. No se fijan en que piensan y obran de un modo puramente natural y humano. No piensan en que resisten y desprecian deliberadamente los impulsos y las excitaciones de la gracia. La semilla es perfectamente buena; pero no cae en buena tierra.

Tibieza, indiferencia para con los pecados veniales, para con esas “pequeñeces”. La semilla ha caído junto al camino, en terreno pedregoso o con espinas.

¿Podrá echar raíces en un alma sujeta a pecados veniales habituales…, en un alma que vive en constante estado de relajación e indiferencia; que desprecia la gracia a cada instante… en un alma que apenas ora; que está totalmente entregada a sí misma y a las criaturas; que resiste de ese modo al Espíritu Santo?

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Nuestra vida de cristianos no debe ser otra cosa que una vida de constante unión con Dios. Pero, ¿cómo va a ser esto posible, si hasta nosotros mismos nos colocamos conscientemente contra Dios y contra Cristo, Nuestro Señor y Redentor; permanecemos deliberadamente apegados a lo que Dios odia, y nos exponemos a un continuo peligro de volverle completamente las espaldas?

Este es el mejor tiempo para romper de una vez con el pecado venial habitual.

¿Quién impide que la semilla divina fructifique en nosotros?

¿Quién nos impide a nosotros conservarla también y hacerla fecunda?

Son cabalmente los tres obstáculos que nos revela la parábola del sembrador:

“Parte de la simiente cayó junto al camino”: en un alma disipada, distraída, entregada totalmente a pensamientos, a imaginaciones y planes inútiles y quiméricos; que quiere enterarse de todas las novedades, leer todos los periódicos, saber y escuchar todo lo que pasa; que no se preocupa más que de lo pasado, de lo presente y de lo venidero; que no tiene ni un minuto para Dios, para la oración recogida, para un santo retiro, para el intimo trato con el Dios que vive en ella.

“Otra simiente cayó en terreno pedregoso”: en un alma corrompida, tibia, que retrocede ante cualquier molestia o sacrificio. Es piadosa, escucha la palabra divina, tiene sentimientos religiosos, es capaz de afectos santos; pero, si se trata de vencer una dificultad, de resistir a una tentación, de sufrir un sacrificio, entonces en seguida rehúsa.

“Otra simiente cayó entre espinas, las cuales crecieron con ella”: es el alma que recibe sinceramente la palabra, la gracia divina, y que está dispuesta a hacerla fructificar en virtudes y en buenas obras; pero, al mismo tiempo, persiste apegada a ciertas cosas, que esterilizan la buena semilla: afición desordenada a una vida muelle y sensual, a los placeres materiales, al dinero, a las riquezas, al crédito y alabanza de los hombres; apego excesivo al trabajo, al estudio, a los negocios, a los hombres, al regalo del cuerpo; apego al propio juicio, a la propia voluntad, a las propias maneras, al propio carácter; preocupación excesiva por la salud y el bienestar corporal. Estas aficiones, estos lazos, que no queremos romper, son las espinas que sofocan la buena semilla arrojada en nuestra alma por el divino Sembrador, Cristo.

Disipación, tibieza, apego desordenado: he aquí los poderes que impiden e imposibilitan el desarrollo y la fructificación de la buena semilla en nosotros. Es culpa del suelo. Es culpa nuestra.

¿Quién nos impide a nosotros conservarla también y hacerla fecunda? ¿Es acaso nuestro no domado egoísmo, que rehúye toda mortificación? ¿Es nuestra vanidad, que no tolera la menor contradicción? ¿Es nuestra propia estima, que envenena todas nuestras buenas obras? ¿Es alguna afición desordenada y habitual, algún secreto impulso de una vergonzosa pasión, al que no queremos resistir virilmente? ¿Es algún defecto de nuestro temperamento, que no queremos mortificar y mejorar? ¿Es nuestro abandono de la oración? ¿Es porque la hacemos demasiado aprisa y sin atención?

Quiera el Señor darnos luz, para que conozcamos el pecado venial habitual, que tiene encadenada nuestra alma y la hace infructuosa.

Pidamos, pues, con el Ofertorio: “Haz, Señor, que yo marche fielmente por tus caminos, para que no tropiecen mis pies. Inclina tu oído y escucha mi súplica. Muestra los prodigios de tu misericordia, pues Tú, Señor, salvas siempre a los que esperan en Ti.

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Estamos en la iglesia estacional, en el santuario del Apóstol San Pablo. Escuchemos, llenos de admiración, cómo nos relata él mismo el copioso fruto que produjeron en su alma las palabras que el Señor le dijo ante Damasco.

La semilla que cayó en buena tierra representa a aquellos que oyen y conservan en un corazón bueno y óptimo la palabra y la hacen después fructificar en paciencia. Así recibió San Pablo la palabra de la gracia divina, conservándola cuidadosamente en su alma y haciéndola fructificar en paciencia.

Saulo sale de Jerusalén hacia Damasco respirando amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, dispuesto a encadenar a todos los que creen en Cristo, para llevarlos presos a Jerusalén. En este corazón, lleno de ardor por la religión de sus padres, henchido de impetuoso celo por la Ley de Moisés y por las tradiciones religiosas de su pueblo, siembra el Señor su semilla ante Damasco.

Ya está arrojado el grano de trigo. Saulo lo recibe. “¿Qué quieres que haga?” Saulo ejecuta lo que el Señor le ordena, y entra en la ciudad. Allí permanece ciego durante tres días, sin comer ni beber nada. Ora. Deja después que Ananías le imponga sus manos. Recobra la vista, y se deja bautizar.

El grano de trigo ha echado hondas raíces en su alma mediante la soledad, la oración y el ayuno. Y comienza a crecer con fuerza. Saulo se ha convertido en Pablo.

Desde ahora, sólo un pensamiento le preocupa y absorbe: Cristo, la Iglesia, las almas. Ahora ya no conoce más que a Cristo, y a Cristo crucificado.

Cuando el alma no se preocupa más que de Cristo, de vivir para Él, de agradarle y poseerle; cuando arde en celo por Cristo, por las almas y por la Iglesia; cuando rompe con todo lo que no es Cristo y la Iglesia, entonces se convierte en buena tierra.

No nos maravillemos, pues, de que las palabras y las obras del Apóstol San Pablo hayan producido tanto fruto entre los hombres; de que él haya sido tan heroico en sus obras y en sus dolores; de que haya alcanzado una tan elevada vida de oración y de unión con Dios, y de que haya sido arrebatado hasta el tercer cielo.

Estamos ante la tumba de San Pablo. Unámonos a él, alegrémonos de estar reunidos en torno suyo, y dejémonos inundar y saturar de su espíritu. Seamos, como lo fue él, una buena tierra para la semilla que el divino Sembrador, Cristo, ha arrojado con tan pródiga mano sobre nuestra alma,

Tenemos todavía que mejorarnos mucho, si queremos que la semilla dé copioso fruto en nosotros.

A nosotros se dirigen estas palabras del Apóstol: “La tierra, que embebe la copiosa y frecuente lluvia y produce, al que la trabaja, el oportuno fruto, será bendecida de Dios. Por el contrario, la que no produce más que espinas y cardos, es una tierra mala, que pronto será maldecida y terminará por ser quemada”.

TOMADO DE: RADIO CRISTIANDAD

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